De calores y ríos de abundantes aguas, y de por qué los gatos deben de tener tres nombres, según Eliot, nos cuenta el autor, además del recuerdo indeleble de un padre apasionado por Bruckner.
Atmosféricas. Bendiciones de los calores. Una vez franqueado el difícil trayecto de la jornada el viento del poniente trae la frescura de campos lejanos en los que todavía el relente del rocío cumple sus piedades. Y la luz, difuminada entre el aire trasegado por los turbios rigores del día despliega maravillosos juegos de equilibrio y vuelve las cosas nuevas. ¿Cómo, estamos aún intactos después de estos ardores inclementes? Más sudorosos y cansados, desgastados por la lija del estiaje, henos aquí de cara a la noche que cae, lentísimo telón con una luna que crece y está como tatuada sobre la frente del cielo. Pero dentro de las casas se guarda, como un animal palpitante, el rescoldo de los fulgores pacientes que se fue acomodando a sus anchas hasta los últimos rincones. Es entonces la hora del vuelo de las ventanas, de la desaparición de toldos y cortinas que dejarán pasar, tan poco a poco, la tregua que llega. Un regiomontano había que, a pie firme, soportaba siempre los rigores de las estaciones de su tierra, convencido de que las ortopedias climáticas derivadas de la electricidad y los diversos soplidos artificiales al uso no hacían más que adulterar la experiencia vital de su matria. Se ignora si prevalece tal estoicismo más bien admirable.
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Culiacán navega siempre sobre sus ríos, sin muy bien saberlo. Acostumbrado a esa fluvial abundancia, enancha la ciudad con más bien astrosos resultados. Tendría quizá esto que ver con la pérdida comunitaria de la real noción de dónde está plantada la urbe y para qué sirven sus riquezas. Y a imaginar, de allí, un antiguo y vigente sistema de canalizaciones y tuberías, de zanjas alegres de aguas broncas y delicadas acequias que pudieran extraer de los caudales, constantes rumbo al mar, una irrigación que volviera a todo el caserío un verdísimo oasis deslumbrante. Árboles innumerables, plantas trepadoras que sombrearan pérgolas larguísimas que se extendieran por todas las cuadras, jardines incomprensibles y serenos, patios umbríos y pródigos en frutas y en flores, azoteas vueltas terrazas y huertas desde donde no se divisara más que un verdor confundido con los primeros campos. El filo de la cuestión es que esto puede pasar cualquier día. (Y Luis Barragán, en muy otro ámbito, se llevó el secreto de cómo toda esta acuática circulación espontáneamente pasaba hace mucho en Mazamitla, cuna luego de fuentes y bebederos de delirio…) Por lo pronto no hay mejor lugar para dejar pasar la tarde afiebrada que el último portal que Culiacán mantiene. Ocho, nueve arcos nobilísimos, techumbre de terrado, sombra. Enfrente, el único jardín a la redonda contempla cómo la hilera de portales fue criminalmente rota por un apestoso estacionamiento y luego por uno de los peores edificios alguna vez vistos. Tiene algún remedio la cosa, la cosa es despertar y ver cada cosa cosa por cosa. Culiacán. Bajo el portal, una muchacha escribe a bordo de un equipal volador. Tararea una música que nomás ella oye, y deja enfriar al café. De cuando en vez transcribe lo que alguien pareciera dictarle. De espaldas, su cara siempre será ninguna y todas las caras. Cerca de un hombro, se mandó tatuar un leve pájaro. Vuele ahora, Culiacán, imaginando un mejor destino, amores indelebles, generosidades vastas y fecundas. Pájaro de la buenaventura acompañando a su dueña hasta el último de sus días.
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México. Arreglos en el jardín, el vasto oleaje de los árboles va dictando sus designios.
Para María, entre el dibujo y el columpio y el paso felino —all along the watchtower—, va un ensayo de traducción del primer poema de T. S. Eliot en Old Possum’s Book of Practical Cats:
Bautizar a los gatos es un arduo asunto,
No es nomás uno de tus juegos del ocio;
Puedes pensar de entrada que de remate estoy loco
Cuando te digo que un gato debe tener TRES NOMBRES DISTINTOS.
Antes que todo, está el nombre que la familia usa a diario,
Como Pedro, Augusto, Alonso, Jaime,
Como Víctor o Jonathan, o Jorge o Bill Bailey —
Todos ellos sensatos nombres de todos los días.
Los hay más fantasiosos si crees que se oyen más dulces,
Algunos para los caballeros, algunos para las damas:
Como Platón, Admeto, Electra, Demeter —
Pero todos ellos sensatos nombres de todos los días.
Pero te digo, un gato ocupa un nombre que sea particular,
Un nombre peculiar, y más dignificado,
¿O entonces cómo puede mantener perpendicular su cola,
O desplegar sus bigotes, o conservar su orgullo?
De nombres de este género puedo darte una cuota,
Como Munkustrap, Quaxo o Coricopat,
Como Bombalurina, o también Jellylorum —
Nombres que nunca pertenecen más que a un gato.
Pero más allá y más hondo hay un nombre que queda,
Y es éste el nombre que no habrás de adivinar;
El nombre que ninguna humana inquisición descubrirá;
Pero EL GATO MISMO LO SABE, y nunca habrá de confesarlo.
Cuando notes a un gato en meditación profunda,
La razón, te lo digo, es siempre la misma:
Su mente está inmersa en un rapto de contemplación
Del sentido, del sentido, del sentido de su nombre:
Su inefable efable
Efainefable
Profundo e inescrutable y singular nombre.
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De otros tanques: difícil de creer que ahora, bajo un edificio enorme y anodino, yace el fantasma de una lejana alberca que se alojaba en los confines de una huerta que, a los ojos infantiles, era inmensa y misteriosa. Mangos pudieron ser los árboles que sombreaban las aguas gélidas y quietas. Avenidas de tierra apisonada, hileras de clivias y helechos alternados, muros de un pálido amarillo que separaban el solar de la calle trasera, tranquila entonces. Difícil de creer que todo ese mundo, al que gobernaba una gran casa de terrazas y columnatas, haya desaparecido en el aire de los años. Presencias de una arquitectura y un estilo que, ahora se sabe, serán más evidentes siempre que la parda masa de la mole invasora que devastó los lugares del descubrimiento y el párvulo azoro. Lecciones de natación, brazadas lentas venciendo el frío, la maestra dictaba sus acuáticos preceptos con seca autoridad. Seis, ocho niños aprendían a ser anfibios. Largo era el tanque, y llegar al otro lado suponía una navegación que algo tenía de épica hazaña primeriza. Examinando los lugares por otra incontable vez queda nomás del muro de la huerta una pilastra cuya demolición por algún motivo fue perdonada. En su trazo caprichoso y justo, sin embargo, queda la clave de todo ese universo ido, de una casa que significó, con su tanque de aguas claras, la iniciación cabal a otro elemento, a otra completa dimensión en la que una densidad distinta entregó por siempre el transparente enigma del agua. Ya tarde, pasando por allí, una radiofonía ignota transmite todavía las órdenes de la maestra, los gritos de los niños, el rumor de las brazadas al cruzar una superficie de sueño que ahora se sostiene solamente del recuerdo.
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Pasión por Bruckner. Fue inoculada indeleblemente por el padre Luis Hernández Prieto, de la Compañía de Jesús. Llegaba quizás en el Camello, su Cadillac que jamás manejaba, o será una confusión de la memoria de tantos trayectos en la limosina que, ya vetusta, conducía a lejanas excursiones maravillosas. Fumaba sus cigarros negros —Príncipes, para el caso— y entre una leve nube de humo iba explicando con todo su entusiasmo cada sinfonía y cada movimiento. Extraños trayectos a la hora en que la tarde pardeaba para alcanzar la sesión durante la que, en un aula cualquiera, el Padre impartía su larga pasión por la música en tiempos lánguida y en otros enérgica de su predilecto compositor austríaco. A través de las décadas prevalece la afable y sabia presencia de Luis Hernández Prieto, ya entonces rodeado de un aire de leyenda, que duraba mucho tiempo después de la intensa audición. De regreso del lejano destino al que la música llevaba, de regreso, en el Camello, de entender, gracias a él, el prodigio del mundo, el esplendor de todas las músicas.
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De vuelta de todos los viernes aparece un nuevo ayuno. Antigua lección, costumbre ancestral que marcaba el tránsito de las semanas y los años. Como para conmemorar lo que se pierde, lo que se gana: una nave que se va internando en el océano del tiempo, un hambre que no encontrará ya, en este lado del final límite, de qué saciar su ansia. Espuela también, acicate fundador de otras ceremonias, de otras búsquedas. ®