Los reyes europeos: con r de rémoras

Contra la democracia y la igualdad

En doce países europeos hay reyes, reinas, príncipes y princesas que le cuestan al Estado —al pueblo— millones de euros al año. ¿Por qué a esos europeos les encantan esas familias reales y sus historias en revistas del corazón?

rémora (Del lat. remŏra). 1. f. Pez teleósteo marino, del suborden de los Acantopterigios, de unos 40 cm de largo y de 7 a 9 en su mayor diámetro, fusiforme, de color ceniciento, con una aleta dorsal y otra ventral que nacen en la mitad del cuerpo y se prolongan hasta la cola, y encima de la cabeza un disco oval, formado por una serie de láminas cartilaginosas movibles, con el cual hace el vacío para adherirse fuertemente a los objetos flotantes. Los antiguos le atribuían la propiedad de detener las naves. 2. f. Cosa que detiene, embarga o suspende.

Así define el diccionario de la Real Academia Española a estos peces de la familia Echeneidae, que agrupa a ocho especies de agua salada que se caracterizan por adherirse a otros más grandes y usarlos como medio de transporte. La analogía con las monarquías europeas está clara: los soberanos tienen la propiedad de detener las naves de una democracia entendida en sentido riguroso. Que exista aún esta figura en un país indica que el derecho de igualdad de todos los ciudadanos se está soslayando y deformando. La figura de un rey —que no es sólo el rey, es toda su familia, pues en la consanguinidad reside gran parte de su obsoleto y rancio valor— distorsiona una democracia donde cualquier persona podría aspirar a cualquier puesto en la sociedad sin que éste dependiera de su origen genealógico ni del lugar del país o escala social en que le haya tocado nacer.

El rey bebe, 1638, Jacobo Jordaens

¿Por qué parece gustarnos a los europeos mantener familias de reyes que no gobiernan?

La pregunta tiene mucha miga porque la historia de las monarquías se remonta, o eso pretenden hacernos creer los partidarios soberanistas, a la caída del Imperio Romano. En mi tierra, Galicia, se ha celebrado este año pasado por primera vez un congreso sobre el que se supone fue el primer reino de Europa entendido como tal tras la caída de Roma: el suevo, hace nada menos que 1,600 años. Ahora en enero pronuncian una conferencia sobre Hemerico, el primer rey suevo de Galicia. Lo curioso es que estas iniciativas son llevadas a cabo por historiadores de esta comunidad para contraponerse a la historiografía oficial castellana, que se caracterizó por contar una versión muy distinta, en la que nunca se reconoció Galicia como reino, sino que se la hizo pasar como un territorio anexionado a Asturias y León.

Mas no les voy a guiar por ese hilo de la noche de los tiempos: las monarquías han servido a los Estados constituidos después de la Edad Media y hasta el siglo XVIII, en que adquirieron más o menos su actual naturaleza, para legitimar el derecho de propiedad sobre determinados territorios conquistados. En buena parte hoy siguen teniendo el mismo papel, o no se puede entender que aún existan.

El caso español: “Un rey golpe a golpe”

Parece mentira, pero España es una de las democracias mundiales más jóvenes. Y llamarle democracia a lo que tenemos ahora mismo es ser ya muy generoso. Realmente hay una partidocracia gobernante, con unos partidos mellizos cuya democracia interna es pura fachada y cuyos dirigentes están plegados a los intereses económicos de grupos de presión con origen en el franquismo, la anterior dictadura. Fue el dictador gallego Francisco Franco quien recuperó la figura del rey —un rey al que no le correspondía reinar, pues vivía su padre, pero no se llevaba bien con el tirano— y quien nos lo impuso a los españoles. Luego, en una mal llamada etapa de Transición (que es postfranquismo puro y duro en el que aún estamos instalados) se nos hizo refrendarlo en una Constitución —1978— que fue redactada por “eminencias” que nunca condenaron los crímenes ni revocaron las leyes del antiguo dictador.

Fue el dictador gallego Francisco Franco quien recuperó la figura del rey —un rey al que no le correspondía reinar, pues vivía su padre, pero no se llevaba bien con el tirano— y quien nos lo impuso a los españoles.

“El poder actualmente establecido no es sino un botín de guerra —de la última—, que se ha sustanciado no en la lógica del derecho de los ciudadanos, sino en la de las instituciones imperantes que los convierten automáticamente en súbditos, vaciando de contenidos la aludida soberanía popular”, expresa Patricia Sverlo bajo seudónimo en la introducción de una biografía no autorizada de Juan Carlos I que circula por la Red ante la casi imposibilidad de llevarla a las librerías sin tener algún problema. El título de esta obra, Un rey golpe a golpe, indica los turbios manejos del actual soberano español para subir y mantenerse a un trono desde el que no gobierna pero influye mucho para mantener a su familia y a sus amigos protegidos por privilegios.

“La desigualdad como principio constitucional” es el argumento de la introducción de la biografía no autorizada del actual Borbón español. A lo largo de la historia los reyes han tenido el monopolio de las riquezas y las guerras, y los pueblos se han visto obligados a la pobreza, los levantamientos y las revoluciones. Puesto que la pobreza existe de manera manifiesta e irrevocable en la vida cotidiana, existen leyes, normas y usos de protocolo que distinguen y polarizan a las clases sociales. Incluso entre los representantes de las diferentes instituciones hay un orden de precedencia inapelable, que se hace ostensible y ejemplar en cada momento. El protocolo español se gestó en tiempos de Carlos I, inspirado en el uso del ducado de Borgoña, que ya era complejo y sofisticado en el siglo XIV. El tercer duque de Alba recibió el encargo de enseñárselo al príncipe de España, que después sería el rey Felipe I. Entre los objetivos de este protocolo estaba la creación “de una atmósfera casi divina en torno al soberano, que obligara a los súbditos a creer en el mito del monarca”, cosa que encajaba perfectamente con el derecho divino de los reyes: “Todo poder viene de Dios y Dios lo deposita directamente en la persona regia”. En este jugoso párrafo se explica claramente la tesis que cualquiera con sentido común puede sostener: si existen los reyes, la igualdad entre los hombres es una simple quimera.

En España, la Constitución de 1978 se invalida a sí misma al dedicar un capítulo entero a la monarquía y desbaratar de esta forma el tan citado —y nada cumplido, sobre todo cuando nos movemos en estamentos políticos y de jerifaltes económicos— artículo 14: “Los españoles son iguales ante la Ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”. Si no puede prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, no puede haber reyes. Tan sencillo como eso. Pero no: nos encontramos con el título II de la Constitución dedicado por entero a “La corona”. Con artículos tan sangrantes como el 57: “1. La Corona de España es hereditaria en los sucesores de S. M. Don Juan Carlos I de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica. La sucesión en el trono seguirá el orden regular de primogenitura y representación, siendo preferida siempre la línea anterior a las posteriores; en la misma línea, el grado más próximo al más remoto; en el mismo grado, el varón a la mujer, y en el mismo sexo, la persona de más edad a la de menos”. Ahora lo han reformado, pues lucía machista y obsoleto que tuvieran preferencia los hombres sobre las mujeres en la sucesión. Es así de paradójico: mientras nuestros gobernantes van presumiendo por el mundo de construir un país avanzado socialmente, con especial incidencia en el reconocimiento de derechos a los homosexuales —que se pueden casar— y la progresiva defensa de los derechos de la mujer, secularmente consideradas ciudadanas de segunda, se conserva una institución que representa lo más añejo, carca y rancio.

Los monárquicos españoles se excusan diciendo que el rey reina pero no gobierna. Sin embargo, el artículo 62 lo faculta para:

a. Sancionar y promulgar las Leyes.

b. Convocar y disolver las Cortes Generales y convocar elecciones en los términos previstos en la Constitución.

c. Convocar a referéndum en los casos previstos en la Constitución.

d. Proponer el candidato a Presidente del Gobierno, y en su caso, nombrarlo, así como poner fin a sus funciones en los términos previstos en la Constitución.

e. Nombrar y separar a los miembros del Gobierno, a propuesta de su Presidente.

f. Expedir los decretos acordados en el Consejo de Ministros, conferir los empleos civiles y militares y conceder honores y distinciones con arreglo a las Leyes.

g. Ser informado de los asuntos de Estado y presidir, a estos efectos, las sesiones del Consejo de Ministros, cuando lo estime oportuno, a petición del Presidente de Gobierno.

h. El mando supremo de las Fuerzas Armadas.

i. Ejercer el derecho de gracia con arreglo a la Ley, que no podrá autorizar indultos generales.

j. El Alto Patronazgo de las Reales Academias.

Y todo esto “por ser él quien es”, por un presunto derecho divino, histórico, dinástico o lo que le quieran llamar. Algún monárquico incluso insulta a nuestra inteligencia del mismo modo en que lo hacen muchas religiones al pretender que creamos sus ridículos dogmas. Y para hacerlo suele citar al filósofo francés Ernest Renan: “La Monarquía hereditaria es una concepción política tan profunda que no está al alcance de todas las inteligencias el comprenderla”. Vamos, como si ser rey fuese el misterio de la Santísima Trinidad. Para mí, la figura de las familias reales en pleno siglo XXI es una anomalía que debe ser corregida, de la misma manera que hay que combatir a la mafia, pues las bases que las sustentan son las mismas: la familia y el dinero obtenido de forma poco clara con conexiones ilícitas o de información privilegiada.

Los manejos y tratos de Juan Carlos I, rey por la gracia de Franco

Juan Carlos I por Patricia Sverlo

No busquen en la prensa española tradicional columnistas que escriban contra la monarquía. No tienen espacio. Para saber qué ocurre con la Casa Real hay que documentarse en internet y en libros casi imposibles de conseguir. Esto no es casualidad, ni se debe a que no exista una prensa más o menos libre —de otro modo no podría escribir esto sin exponerme a penas de multa o de cárcel, lo habitual en otros tiempos, donde también se les daba muy bien a los reyes mandar descuartizar, quemar o colgar a los que osaban contradecirle o cuestionar su estatus. La Constitución de 1978 que está vigente establece en los artículos 56 y 64 que “la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”. El único responsable de sus acciones es el gobierno, al margen del asunto del que se trate, ya sean actos públicos o privados (“De los actos del Rey serán responsables las personas que los refrenden”, dice el artículo 64). “Esta norma anacrónica es incompatible con la idea de establecer un Tribunal Penal Internacional, cuyo estatuto de creación fue aprobado en Roma en 1998, y en el que está interesado el Estado español. Es inadmisible que haya sujetos impunes, con privilegios, inmunidades o eximentes de cualquier tipo. La impunidad del rey recogida en la Constitución va todavía más allá la inmunidad penal: supone que no se le investigue, que ni siquiera se hable de sus actividades irregulares o que presuntamente estén fuera de la ley, que no tenga que sentarse en procesos judiciales ni en el sitio de los testigos… El rey Juan Carlos, por el hecho de no estar sometido a la ley, ni siquiera se rige por las mismas normas de la monarquía, que ni siquiera tienen por qué cumplirse: es válido que se siga el orden dinástico de sucesión, o no; aplicar o no la ley sálica, o la norma por la que el rey debe haber nacido en el territorio del Estado… Todo depende de lo que convenga en cada caso”, explica Patricia Sverlo.

También recuerda que no hay ninguna ley específica que ponga un límite al derecho fundamental a la información y a la libertad de expresión en lo que concierne a la monarquía. Ni tampoco existe un delito tipificado como “injurias al rey”. Sin embargo, en la práctica, es sorprendente que los jueces y fiscales se preocupen tanto por impedir que nadie pueda ni siquiera hacer una broma sobre el monarca. ¿Recuerdan ustedes cuándo en 2007 un juez censuró la revista El Jueves por ilustrar su portada con el príncipe Felipe en coyunda con su esposa Letizia? Como sucede con la monarquía, la judicatura española también vive fuera de la realidad y no se da cuenta de que en la era Internet intentar censurar algo provoca lo que ya han bautizado como el efecto Streisand: que alcanza una notoriedad que de otro modo sería imposible conseguir. Pero en España se sigue persiguiendo esto a estas alturas de la Historia: el cocinero Mariano Delgado Francés, en 1988, pasó seis meses en prisión por haber insultado al rey durante un desfile; el marinero de Ceuta Abdclauthab Buchai Laarbi, condenado en julio de 1989 a seis meses de prisión por injurias leves al rey en un autobús; el joven José Espallargas, juzgado en enero de 1990 por haber hecho un dibujo obsceno sobre un sello del rey, en una carta que envió a su novia desde la mili, o los tres turistas extranjeros detenidos en agosto de 1991 por el hecho de insultar al rey y a España mientras viajaban en un autobús a Madrid. Ninguno de ellos había utilizado un medio de comunicación de masas para expresarse.

Si a mí o a cualquier español nos insultan, ni merece la pena denunciar. Si es una autoridad, como mucho se quedaría en una multa pequeña a pagar diariamente. Pero si es el rey, como en 1788, puedes ir a una mini-Bastilla. El artículo 14 invalidado de nuevo.

Sin embargo, en la práctica, es sorprendente que los jueces y fiscales se preocupen tanto por impedir que nadie pueda ni siquiera hacer una broma sobre el monarca.

En el citado libro uno puede enterarse de los negocios oscuros de la familia real, que van desde el petróleo (gana dinero por comisiones gracias a sus amistades con jeques del petróleo, que son bastante conocidas) hasta el tráfico de armas, nada menos. No es casualidad que España sea uno de los mayores exportadores de armas del mundo y que parte de los amigos del círculo íntimo del rey estén en este negocio. También se le involucra con la especulación financiera —ya saben que ahora en España y Europa no mandan ni los gobiernos, sino lo que dictan los mercados financieros internacionales— y con negocios inmobiliarios. Repetidamente en el Parlamento los grupos minoritarios —sobre todo Izquierda Unida— preguntan sobre los negocios del rey y los manejos de la casa real y siempre se obtiene el mismo muro de silencio.

También se desvela su larga lista de amantes y cómo se maniobró para que casi nada trascendiera a la opinión pública. Mientras en otras casas reales, como la inglesa, los escarceos amorosos de la familia real eran portada de periódicos serios y no tanto, aquí en España el rey estuvo siempre protegido. Incluso de sus escándalos matando osos borrachos en otros países. Se aplicó la censura y la autocensura sin pudor alguno y tan sólo nos quedó, como sucedía con quien lo recuperó, Franco, acudir al humor para criticarlo. Podría contar más detalles contenidos en este libro sobre todas las irregularidades de la vida del rey como tal, pero para eso están las más de 200 páginas firmadas por republicanos confesos bajo el seudónimo de Patricia Sverlo. Es bastante fácil conseguir esa obra en la Red si les interesa.

Argumentos para deshacerse de las monarquías

El primero sería la búsqueda de la igualdad real como principio básico de los derechos humanos. La última Declaración Universal de los Derechos Humanos vigente, la de 1948, explica en su primer artículo: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. Ya sólo por esta razón no debería existir ni una casa real ni nada semejante (los títulos concedidos por éstas, por ejemplo). La institución monárquica menoscaba nuestros derechos como personas al considerarnos inferiores y con menos prerrogativas que los reyes y sus descendientes.

El segundo sería la distorsión que esta institución causa en el resto de elementos constitutivos de un Estado moderno. Ser un rey es un privilegio (palabra cuya etimología significa ley privada, algo sobre lo que los antiguos romanos, en 450 antes de Cristo, ya se postulaban en contra con la expresión privilegia ne inrogantur, o “no se ha de legislar para personas o grupos particulares”; Leyes de las XII Tablas). En el artículo 7 de la misma Declaración de los Derechos Humanos se incide en ello: “Todos son iguales ante la ley y tienen, sin distinción, derecho a igual protección de la ley. Todos tienen derecho a igual protección contra toda discriminación que infrinja esta Declaración y contra toda provocación a tal discriminación”. Si los doce Estados europeos que mantienen esta anomalía monárquica fueran consecuentes deberían retirar cualquier tipo de favoritismo a sus casas reales. En lugar de ello, parece que cada día las favorecen más.

Lo de los principados pequeños, como Mónaco o Liechtenstein, es ya un tema que abunda en lo ya expuesto: grandes corrupciones que permiten que estos mini-Estados se dediquen en exclusiva al juego, al lavado de dinero y a ser paraísos fiscales encubiertos o descarados.

El tercero sería de origen monetario. Una democracia donde gobierna realmente el pueblo no debería mantener los lujos —en muchos casos asiáticos o africanos, como es el del rey de España, que hasta llegó a mantener un guepardo en su mansión— de las casas reales. En los foros republicanos éste es un argumento al que se acude mucho, mientras en los foros monárquicos lo refutan diciendo que una presidencia de la república cuesta más que una monarquía. Ya, pero la principal diferencia es que a un presidente de república lo escoge alguien —indirectamente el pueblo— mientras que a un rey o a una reina la selección le llega por vía vaginal y secular. No se puede cambiar jamás, o eso dicen ellos. Hay formas traumáticas de hacerlo: que se lo digan a los revolucionarios franceses de 1789. Y otra gran diferencia que obvian es que la república es el gasto de mantener a todos los gobernantes de una democracia y la monarquía es el gasto de mantener los gastos de una, tan sólo una, familia.

En presupuestos, las coronas europeas con más prosapia son más pudientes que la española. Una de las mujeres más ricas del mundo es la reina inglesa, cuya casa real se permite despilfarrar más de 50 millones de euros cada año, con el beneplácito de sus súbditos, por supuesto, ya que a ella le deben la expansión de su imperio por ultramar tiempo ha y las regalías que aún proceden de países que antes fueron colonias británicas. Luego estarían los noruegos, que ya están en unos “modestos” 13 millones de euros. La casa real sueca, cuyo mayor lavado de cara ante el resto del mundo es su presencia en la entrega de los premios Nobel y posterior cena a los premiados —imagínense los contactos que se pueden hacer en esta invitación— se gasta unos 11 millones de euros. Los holandeses —tan avanzados ellos en asuntos de libertad sexual y de permisividad en materia de drogas— también aguantan a una familia real, que se gasta unos nueve millones de euros, cifra en la que se mueven también los monarcas españoles y los belgas. Lo de los principados pequeños, como Mónaco o Liechtenstein, es ya un tema que abunda en lo ya expuesto: grandes corrupciones que permiten que estos mini-Estados se dediquen en exclusiva al juego, al lavado de dinero y a ser paraísos fiscales encubiertos o descarados.

La mayor parte de estas monarquías aparecen cada semana en las revistas del corazón, alardeando de sus mansiones, informando de sus viajes a destinos exóticos en aviones privados y de sus fiestas palaciegas. Como sucede con las empresas más contaminantes, se buscan ONGs para lavar su imagen y colaboran en lo que ellos llaman “obras filantrópicas” —ahora lo de llamarlo caridad queda muy mal. Por ejemplo, Carolina de Mónaco es presidenta de Amade World, fundada por su madre —la actriz de Hollywood Grace Kelly— para proteger a la infancia. Su hermano Alberto —el heredero del trono, pues es varón— preside fundaciones para la lucha contra el sida en países africanos. Su país, Mónaco, es un casino y, como buenos samaritanos, destinan algunas fichas a la ruleta de los pobres. Lo más sangrante es que muchas de estas ONGs se “dejan querer” en lugar de cuestionarse el papel de las monarquías y sus negocios a nivel global para que el mundo siga como está. Las familias reales aprovechan sus relaciones con el mainstream y el star system de la sociedad mundial para seguir manteniendo sus privilegios y vidas de ensueño. Nuestras sociedades civiles, parece que cada vez más adormiladas, siguen permitiendo que existan y se siga hablando de príncipes y transfusiones de sangre azul, de caballeros y nobles, en lugar de ciudadanos iguales. El boyante negocio de las reproducciones de elementos heráldicos en muchos países, entre ellos España, así lo pone de manifiesto. La vieja expresión “venir de la pata del Cid” aún sigue muy vigente. ®

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Publicado en: Enero 2011, La derecha

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  1. Me gusto tu articulo. Sin embargo, los países con monarquía viven MUCHO mejor que los que tenemos «republica». La única monarquía deficiente es la de España.

  2. Pablo Bozzolo

    Si bien Si bien, el presente articulo me parece de los mejores debo señalar que en paises republicanos nos encotramos con problemas de desigualdad aun mayores. En Argentina por ejemplo, una republica con «IDH alto» donde el nivel educativo es bastante bueno y que uno esperaria que no hubiera tanta desigualdad la hay y es muchisimo mayor que en Holanda, Suecia y demas paises con monarquias citados.

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