La parataxis objetual en la fotografía de Ingrid Hernández

Exploración fotográfica

El acierto de Ingrid Hernández es haber complejizado lo humano desapareciéndolo, reconociéndolo en su ausencia, analizándolo a través de sus hipóstasis en los objetos, de sus secuelas en el espacio. Pero, paradójicamente, al sacarlo del plano fotográfico lo multiplica, lo revienta, lo vuelve un rizoma de sentidos.

Los objetos no son inocentes. Barthes lo sabía. Por su acomodo en el espacio, su color, su textura, su diferencia con los otros objetos circundantes, sus referencias a otros contextos, son ya susceptibles de significación semiótica. Vienen cargados de ideología o remiten al inconsciente. Son signos vivos, que no dejan de comunicar.

Esta visión semiótica de los objetos es la que define la tarea fotográfica de Ingrid Hernández (Tijuana, 1974), cuya obra prescinde de las figuras humanas y escudriña, con mirada sobria, las comunidades marginadas a través de la distribución espacial de sus objetos, sus pertenencias, sus viviendas, recámaras, habitaciones, paredes, puertas.

Hernández se concentra, desde hace años, en los asentamientos urbanos irregulares. Sus fotografías, pues, se encargan de representar sociedades explotadas, no sólo en el sentido de una denuncia crítica a las indignantes consecuencias de cierta explotación de la macroeconomía neoliberal, sino también, y quizá principalmente, en el sentido del análisis de la subjetivación en contextos donde ha ocurrido una explosión semiótica generalizada. Para entender este segundo sentido, que es quizá su principal aportación, debemos dar algunos pasos atrás.

Es necesario entender, primero, que la obra de Hernández se mueve encima de una misma pregunta: ¿qué pasa con la identidad cultural en ciudades postindustriales que crecen desmesuradamente? Es por eso, y no por un deleznable esteticismo de la miseria, que sus fotografías se concentran en las incipientes colonias de las periferias urbanas.

Entonces, si por identidad cultural entendemos lo que Lotman llamó semiósfera (es decir, un sistema estable de signos y significaciones), las fotografías de Hernández revelan un proceso post-identitario. En los márgenes económicamente explotados ―pareciera decirnos Hernández― las semiósferas explotan y la identidad cultural como tal es desplazada por un proceso de acumulación y reconfiguración de fragmentos de identidades, una reterritorialización de líneas de fuga. Hernández retrata justo esta consecuencia del doble explotar social.

Su obra sugiere una posmodernidad desencantada, desmitificada, donde el bricolage es sólo una estrategia más de sobrevivencia, consecuencia de un inevitable do it yourself y de lo que Alejandro Navarrete1 llama un “reciclaje involuntario”.

Por lo tanto, en sus fotografías no hay una sintaxis de los objetos, como incluso la misma fotógrafa ha señalado. Una sintaxis implica una articulación semióticamente orgánica de los signos y sus imágenes distan mucho de serlo, como aquella que muestra unos cepillos de dientes colocados entre un trozo de madera y una lámina aluminio que sirve de pared.

Así pues, sus imágenes revelan una parataxis objetual, es decir, una unión de signos sin conjunciones precisas, cuyo sentido, si acaso, lo da un pragmatismo desafortunadamente forzado.

Hernández retrata una parataxis que articula pedacerías de distintos contextos sígnicos desarticulados. Por ende, su exploración fotográfica consiste, entre otras cosas, en una sociología de la endofrontera, es decir: de la división no ya entre semiósferas estables sino al interior de las identidades mismas. Hernández exige una semiótica post-Lotman.2

Esta ruptura de las identidades tiene como consecuencia la representación ambigua de cierta presencia-ausencia, producto de un notorio desgaste temporal generalizado. Como en su serie Fábrica abandonada, que explora los fantasmas de lo que alguna vez fue algo y ahora sólo luces y sombras, muebles abandonados, espacios vaciados. También en Irregular o en Hecho en casa se reitera ese decaimiento temporal de los objetos.

Otro leitmotiv clave en Hernández es la acumulación objetual. Este atiborramiento de signos heterogéneos a veces encuentra una parataxis burda, caótica, desprovista de una mínima conjunción. Sin embargo, ocasionalmente esta saturación presenta suturas intersemióticas difuminadas, donde la parataxis aparenta cierto sentido de unidad. Es aquí cuando atisbamos la injerencia de cierta subjetividad.

Según Hegel, la disposición del espacio es el indicio más primitivo del hombre por autoconocerse. Por eso, el precario diseño arquitectónico y el (des)orden de los objetos en las fotografías de Hernández sugieren, como entre sombras, una subjetividad espectral, nunca fija, que no terminamos de descifrar en las imágenes.

Según Hegel, la disposición del espacio es el indicio más primitivo del hombre por autoconocerse. Por eso, el precario diseño arquitectónico y el (des)orden de los objetos en las fotografías de Hernández sugieren, como entre sombras, una subjetividad espectral, nunca fija, que no terminamos de descifrar en las imágenes.

Pero esta subjetividad no es individual sino que está marcada por la multiplicidad. Una mirada descuidada podría interpretar que en sus fotografías (en su serie Indoors, por ejemplo) se presenta un espacio íntimo, personal. Nada más falso. El espacio en Hernández es siempre político: un juego de resistencias, una distribución de poderes. Por eso el mensaje “propiedad privada, no pase” en una improvisada entrada donde unas viejas tablas son la puerta y las llantas escaleras no tiene otra lectura más que la irónica.

En su Tijuana comprimida, además, vemos cómo el asentamiento irregular termina intentando emular imaginarios espaciales pasados. Los pobladores de la periférica colonia Nueva Esperanza ―casi todos migrantes, podríamos pensar sin temor a equivocarnos― no pretenden inventar un hábitat nuevo sino recrear antiguos. Y es que a Hernández no le interesa el desarraigo; ella inspecciona los procesos de re-arraigo, siempre frustrado, equívoco por nostálgico, por exiguo, por menesteroso.

El acierto de Ingrid Hernández es haber complejizado lo humano desapareciéndolo, reconociéndolo en su ausencia, analizándolo a través de sus hipóstasis en los objetos, de sus secuelas en el espacio. Pero, paradójicamente, al sacarlo del plano fotográfico lo multiplica, lo revienta, lo vuelve un rizoma de sentidos. En Hernández lo humano se analiza sólo en tanto que es despersonalizado, es decir, politizado. ®

Notas

1 Cf. “Posibles escenarios de interpretación sobre la producción fotográfica de Ingrid Hernández”, prólogo al catálogo Irregular (Tierra Adentro/Centro Cultural Tijuana, 2008), p. 15.

2 Cf. La frontera en el centro (Universidad Autónoma de Baja California, 2004), el imprescindible estudio de Humberto Félix Berumen, para ver la aplicación de la teoría de Iuri M. Lotman en las representaciones de la frontera entre semiósferas o identidades culturales opuestas (representaciones, pues, de la exofrontera), particularmente en la literatura del norte de México.

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Publicado en: Fotografía, Septiembre 2011

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