El amor de mi vida

Para Galita, con un amor que la acompañará a donde sea que vaya.

Fuimos lo que la mitad del mundo
alguna vez soñó.
Ahora somos un mal sueño,
una película de horror.
¿De qué sirvió tanto cariño,
tanta loca obsesión?
“Tu sombra”, Juventud en éxtasis, María Daniela

© Joel Peter Witking

Ya no duermo. El sueño se consumió, pero finjo que estoy sin conciencia. Disimulo una zozobra que fustiga lo que me resta de voluntad. Separo mínimamente mis párpados y compruebo que siguen ahí: esperan mi despertar.

Entre la cortina de pestañas que se argamasa con el cristal líquido de mis ojos miro cuatro, cinco, seis siluetas. Y de nuevo la luz. Artificial. Me lancina. Es tan intensa que aquellos entes no son más que espectros de opacidad angustiosa. Cuchichean, sentados ante lo que pudiera ser una rondís. Y de sus murmullos —de rezo fúnebre, lucubro por mi ánimo perturbado y temeroso—, se desprende una infinita melodía de tristeza.

—Mmujum… Mmajam…

Sé que me miran.

Detrás de ellos se levanta una tribuna ocupada por sombras que cotillean inquietas, como contrapunto a las oraciones luctuosas.

—Oe-oe-oe-oa, eoeoááá…

No logro ubicar su procedencia, pero por mi nariz entra un olor intenso, agudizado con el discurrir del tiempo. Un perfume picante, hediondo, a manera de incienso maldito. De misa negra, que abotarga mis sentidos.

¿Para qué han convocado este conciliábulo?, quisiera preguntar a gritos, pero me derrota el deseo de hundir para siempre la cabeza en la almohada. Continúo en silencio. Yerto, minado por la incertidumbre y experimentando un vago abandono, mientras un líquido caliente traza caminos entre mis muslos hasta acumularse bajo mi cadera. Percibo la humedad y el frío de la sábana. Me avergüenzo. El arrebol incrementa la temperatura de mis mejillas. El colorete surge no tanto por la meada, sino por lo que soy en este momento: un simple ser, irremediablemente mortal, tirado en una cama. Entre las garras de una muchedumbre murmurante y un sexteto sinodal que ansían mi despertar.

Esto debe ser una cueva, pienso al observar difusamente, a causa de mi buscada estrechez palpebral, una rugosidad rocosa que conforma la cámara en la que estamos. Ignoro dónde estoy. El murmullo general se intensifica y eleva el volumen, creando una burbuja sonora que se infla cada vez más, hasta que estalla cubriéndolo todo, con un silencio absoluto, de carácter ceremonioso. En ese vacío sonoro una obscuridad nos engulle y el mutismo se visualiza.

El momento y el espacio es quebrado en vertical por un grito estridente de mujer que retumba en el recinto, en mis oídos, en mi alma.

Abro los ojos completamente y no veo, pero siento. Una pausada respiración sobre mi rostro me causa un escalofrío paralizante. El olor a hierbas y flores mortuorias me sofoca. Se enciende una antorcha a mis pies y la temblorosa iluminación que genera hace distinguible un rostro que me mira sonriendo. Está a centímetros de mi cara. La intermitente duela podrida enclavada en sus encías, las estrías y cacarañas que desfiguran su faz, los orificios oculares mancillados por la piel caída, la inflamación de carne en sus ojeras y los pellejos que le cuelgan de las mejillas para columpiarse en la papada, como atravesados por un cable que va del mentón a la garganta, no son disfraz suficiente para ocultar su esencia:

—¿Tú?

La reconozco y temo.

Mi cuerpo siente el asco existencial de saber lo que ella ha sido para mí. La gelatinosa capa de piel que recubre sus dedos me explora la nariz y los labios. Su palma izquierda se posa entre mi barbilla y mi cuello.

Quiero gritar.

Creo que lo hago, pero no. Enmudezco aún más con la búsqueda que emprende su mano derecha entre la sábana. Primero encuentra mi pecho. Sus uñas me rozan los pezones. Ulteriormente, se desliza a través de mi estómago, hasta hundirse en el remolino de mis vellos y toma un segmento de mi verga.

Esto debe ser una cueva, pienso al observar difusamente, a causa de mi buscada estrechez palpebral, una rugosidad rocosa que conforma la cámara en la que estamos. Ignoro dónde estoy. El murmullo general se intensifica y eleva el volumen, creando una burbuja sonora que se infla cada vez más, hasta que estalla cubriéndolo todo, con un silencio absoluto, de carácter ceremonioso.

Déjame lignificarla, parece decirme con la mirada.

La aprieta, aunque no sin flaqueza. El amortiguamiento que me produce en el miembro toda esa piel engrosada, vejete, rancia neuma cutánea, me da fuerza para retirarle el brazo. Una rama escabrosa, accidentada por ásperos granos óseos o quizá de sebo, de auténtico basilisco de repugnancia inefable.

—No. Ya no es posible. No para ti —digo por fin con los párpados estrujados, sin mucha energía.

Ríe.

Su voz es apenas un hilillo distante y difuminado por el eco del lugar. La sonrisa se disuelve entre una mueca que me atemoriza. Los labios lívidos, casi negros, la tiñen de un aire salvaje, desasosegado, que apenas logra atenuar un rebozo que se ciñe al perímetro de su cabeza. Suenan cuatro, cinco, seis campanadas. Clava sus ojos en los míos y me habla. O lo intenta:

—Mmujum… Mmajam…

Y los sinodales —ya no puedo verlos en semejante oscuridad, aunque por la procedencia de sus voces tengo la certeza de que son ellos— la imitan.

Ella continúa.

—Oe-oe-oe-oa, eoeoááá… —la masa de la gradería repite los sonidos.

Si lograra vencer la renuencia que me provocó el contacto con su piel, su sola vista, la cachetearía. Mis puños se incrustarían, ensañados, sobre su frágil cabecilla emponzoñada de vetustez.

¡Cállate! ¡Cállate, hija de la chingada! ¡Termínate de pudrir lejos de mí! ¡Déjame tranquilo y márchate a la porra!,le diría con cada golpe.Aunque no, no me atrevo. Pero lo deseo con fervor religioso.

Ignoro la razón pero intuyo que estamos en su terreno. Justo donde ella es grande, poderosa. Simplemente, de nuevo, el sitio en el que siempre estuve en su presencia pero esta vez, para peor, en una especie de aquelarre. De pronto recuerdo cuán vengativa es su naturaleza. Y no deja de parecerme que su vejez, en sí misma, le otorga un acento extra de protervidad. Me inspira un temor profundo e infinito. Irracional.

Pinche bruja.

Continúa su rezar funesto, de aciaga tonadilla, con voz todavía más baja, pegando su boca a mi oído. Estrella su vaho sobre la geometría de mi lóbulo. De su boca brota un olor pestilente.

—Oe-oe-oe-oa, eoeoááá… Oe-oe-oe-oa, eoeoááá… Oe-oe-oe-oa, eoeoááá…

Imagino aquellas míticas reuniones nocturnas de brujos presididas por un macho cabrío y las asemejo a mi actual situación. Desde luego, ésta no encabezada por un cabrón, sino por ella:

El amor de mi vida. Que en la vida son varios amores.

Se escucha otra sucesión de campanadas. Tiemblo. Se apaga la antorcha que difusamente iluminaba a mis pies, pero se encienden otras cuatro, cinco, seis. Cada una empuñada por la media docena de sinodales sentados ante su rondís. Ahí detrás continúa la muchedumbre, en las gradas. Siento el descaro de sus miradas. Todos me observan e invoco un dormir que no viene.

—No temas, mi amor. Yo estaré contigo —me dice la ruquis y suspira en el instante en el que acaricia mi frente con su lúa.

Permanece a mi lado, aunque el rostro que excitó mi ripofobia se ha velado entre las sombras. La ansiedad me abraza. Puntualizo que no puedo distinguir sino manchas de color negro. Puros márgenes, perímetros que se empalman grotescamente. Figuras inacabadas y aspectos iterativos, en contraste afligido con el fuego de las antorchas. Mi impotente soplo anímico se quiebra.

—Ya no puede eludirnos. Ni el sueño ni la farsa de su inconsciencia serán más su refugio —se pronuncia una cavernosa voz de contrabajo.

Es un vicario que se levanta de la rondís para acercarse a mi lecho, hablándome de usted. Un espectro alto y delgado, de figura escurrida tal vez por una especie de hopa que se esfuma en el vacío lumínico. Es como si levitara.

—Deberá leerlo usted mismo —me extiende un pergamino, cuyas letras son tan farragosas como fluorescentes.

Ignoro la razón pero intuyo que estamos en su terreno. Justo donde ella es grande, poderosa. Simplemente, de nuevo, el sitio en el que siempre estuve en su presencia pero esta vez, para peor, en una especie de aquelarre. De pronto recuerdo cuán vengativa es su naturaleza.

No es necesario reparar demasiado en él para saber que se trata de un palimpsesto. Huellas de una escritura anterior, mal borrada, alternan con rastros de tinta encimada. Rectifico. No parece tinta. No por lo menos en el sentido convencional. Figuran letras inscritas a través de calor, de quemaduras, sobre piel animal, raída y adobada. En todo caso, percibo un texto raro que destila un misterio funesto que no me apetece indagar. Pero, como si de tajo deseara poner fin a mis íntimas lucubraciones, escucho aquel sonido sordo, grave y brumoso de la sombra levitante.

—Usted lo escribió. Ahora deberá leerlo ante nosotros. Luego emitiremos el veredicto. Nuestro fallo será inapelable, pero riguroso porque será el justiprecio de sus propias acciones.

—¿Que qué? ¡Yo no escribí nada!

—Eso no está en discusión. Lo escribió y debe leerlo. Ahora. Ante todos los presentes. Frente a ella —su voz, más que una explicación, resulta una amenaza.

No he escrito lo que se me adjudica, pero creo que eso no importa. No escucharán, sino lo que ansían que diga. Mi temor se mezcla con una rabia imprecisa contra ella. Por traerme hasta este punto. La maldigo. Cincuenta, cien veces.

El amor de mi vida. Que en la vida es la suma de varios.

—Mmujum… Mmajam…

—Oe-oe-oe-oa, eoeoááá…

No sé por qué lo hago —quizá rebasado por las circunstancias: ¿acaso no inmediatamente después de un acto que cimbra nuestro ser emprendemos acciones de carácter tonto, absurdo o heroico?—, pero pregunto, como una forma de vislumbrar el finiquito de esto que me rodea:

—¿Dispongo de un abogado para el litigio?

—Toda defensa y acusación está implícita en el texto que usted mismo redactó con su existencia y que nos leerá para emitir nuestra resolución.

Lo que hace que me hiele de pronto no es, por necesidad, la respuesta del vicario, disparatada y, en principio, falaz, sino la conciencia de que al expresar mi interrogación he ingresado a su juego. ¿Prueba, juicio: cómo llamarlo? Mi aceptación es lo que ahora, por encima de la pestilencia de hierbas que se queman, parece ahogarme.

—Tome el texto.

Acato la exigencia como una fatalidad. Mis dedos tocan una mano fría y escamosa que me entrega el documento. Me hace pensar en un saurio y en el pavor que siempre me han provocado. Éste, en particular, me espanta doblemente pues, además, preside mi juicio: este gran aquelarre pendejo que ella, supongo, ha convocado y encabeza para mi infortunio.

Ella. El amor de mi vida. Que en la vida no tiene una sola piel.

—Debe leerlo ya. ¡Hágalo!

—Oe-oe-oe-oa, eoeoááá…

—No, le ruego, les ruego a todos, me resulta innecesario.

—Mmujum… Mmajam…

—Por favor, les pido…

—No habrá concesiones. Lo leerá por su propio bien. Es necesario y obligado.

—¿Por qué? —pregunto a todos. A mí. A nadie.

—Mmujum… Mmajam…

—Todos cerraremos los ojos, mientras le escuchamos. Así, más que verlo leer un simple texto, lo imaginaremos tejiendo su propia confesión.

Una autoconfesión es lo que se espera de mí. Ignoro la razón y la finalidad de mis abstrusos censores, como también la autoría del texto que contiene. Un olor aún más agresivo, sospecho que alucinógeno, penetra mi nariz y llega a mis pulmones. Siento que mi ser se hunde entre las dimensiones de la desesperación. Lo que veo se me presenta ondulado y lejano. En estridentes colores. Y esa vocecilla junto a mi oído se agiganta y deforma:

—No temas, amor. No sufrasantes de tiempo. Yo he estado, estoy y estaré contigo.

Eso es lo que más me horroriza. De alguna manera, ya antes del juicio, es mi puta condena. ®

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Publicado en: Febrero 2012, Narrativa

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