El Violento Aris

Los peligros de salir con su sobrina

Aquí se narra brevemente una anécdota sobre un personaje poderoso en el mundo de la política y el rapto de ira al enterarse de que su sobrina compartía unos tragos con el autor de estas letras.

La furia de Aris.

La furia de Aris.

La primera vez que vi al Violento Aris fue cuando entró al Registro Civil en una camioneta propiedad de las oficinas del Ayuntamiento. Era 2006 y, en ese entonces el Violento Aris acababa de ser diputado y, por supuesto, tenía guaruras que lo cuidaban. Él buscaba el apoyo de mi mamá —entonces directora del Registro Civil— para su candidatura a la presidencia municipal; le pedía que hablara a su favor con personajes importantes. Ese primer encuentro no me dio un retrato cabal de aquel hombre, yo era muy pequeño y apenas pude verlo —aunque cuando apareció noté que todos dejaron de trabajar y caminaron apresuradamente hacia él para saludarlo. Con las manos sudorosas y las quijadas trabadas buscaban entablar el breve diálogo que los posicionara un escalón más cerca de él, y quizá al mismo tiempo todos temían por sus trabajos.

En cambio, puedo contarles más del Violento Aris y de nuestro segundo encuentro. Fue en una de las discotecas de la ciudad, una de las AA, las caras: una cerveza por ochenta pesos y medio metro cuadrado de espacio bajo tus pies para bailar. Era medianoche y yo hablaba con una chica. Ella había pedido dos rondas de “derrames cerebrales” y una cubeta de cervezas para los dos, lo cual, de veras, me apenaba un poco. Sugerí pagar la siguiente ronda en otro bar. Ella accedió y bajamos por los escalones de la amplia entrada de la disco.

Al salir le di mi boleto de estacionamiento al valet y en ese momento llegó una camioneta Cadillac blanca de la que bajaron dos tipos morenos, altos y con cara de fiscales de la costa. Me miraron fijamente y se dirigieron hacia ella, la jalaron del brazo hasta la camioneta y cuando intenté intervenir me inmovilizaron: codo en el cuello, patada en la espinilla y calzón chino. La chica discutía con un hombre tras la ventana del auto: era… ¡el mismísimo y Violento Aris! Tenía los ojos desorbitados con la esclerótica coloreada por el tono naranja que distingue a los alcohólicos. La punta de la nariz goteaba y había rastros de un kilo de harina que seguramente se había derramado accidentalmente. El sudor escurría por su cara brillosa; creo que se daba cuenta de lo que sucedía, pero no parecía importarle mucho que lo vieran así.

Me miraron fijamente y se dirigieron hacia ella, la jalaron del brazo hasta la camioneta y cuando intenté intervenir me inmovilizaron: codo en el cuello, patada en la espinilla y calzón chino.

¿Por eso será tan violento, porque su sobrina anda por ahí invitándole tragos a sus amigos? Tragos que Aris paga con nuestros impuestos, of course. En esos momentos pensé que el Violento Aris era un representante ejemplar de una ciudad que atraviesa por una crisis de violencia e intolerancia, la misma que nos ha fragmentado como sociedad; que era un hombre congruente en su acción y su pensamiento, en su moral personal y política. A decir verdad, dada la conocida reputación del Violento Aris pensé que terminaría amordazado en un interrogatorio judicial que tendría por injusto desenlace una sentencia de al menos 72 horas de detención por “posesión” de sustancias ilegales. Con el Violento Aris debe esperarse siempre lo inesperado.

Aquella noche caminé por la calle llena de discotecas; los ecos de la música desvanecieron la impresión de haber visto al Violento Aris en acción —aunque ya todos sabíamos que eso es algo normal en él. A veces me imagino caminando tranquilamente por la calle y que uno de sus guaruras me vuela los sesos con un M–44, una Uzi o una ametralladora Williams desde una torreta.

No vuelvo a salir con una chica que se apellide Sandoval. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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