La noche que Bam Bam Miranda dejó de sonar

El músico que murió de felicidad

A los 55 años de edad, en la madrugada del viernes 29 de julio de 2011, el percusionista peruano Bam Bam Miranda murió en el Hospital Córdoba. Argentino por adopción, Bam Bam tocó con varias celebridades de la música popular, sobre todo con La Mona Jiménez, una leyenda del género cuarteto cordobés.

Se ha suspendido la función

Bam Bam Miranda

Bam Bam Miranda estaba ansioso por el concierto que iba a dar la noche del jueves con Guarango, su banda de jazz latino, durante la gala homenaje al 190 aniversario de la independencia de Perú en el Teatro del Libertador San Martín de la ciudad de Córdoba (Argentina). El más cordobés de los percusionistas peruanos pensaba dar un espectáculo “no de primera, de primerísima” al frente de “la mejor formación que había tenido desde hace once años con Guarango”, según comentó al diario Día a Día dos días antes.

El pánico escénico no era lo que inquietaba a Miranda, estaba acostumbrado a las multitudes que todos los viernes bailaban al ritmo de sus congas durante las presentaciones de La Mona Jiménez en el Sargento. “La única comparsa de interiores del mundo”, como se refería al hablar del cuarteto cordobés. Tampoco era novedad la invitación: Guarango había tocado en los últimos homenajes al Perú y dicen que esas tres veces, cuando fueron a buscarlo a su casa de barrio Cofico para probar sonido, lo encontraron en “un estado de hervor muy intenso”. Quizás lo que buscaba, sin querer queriendo, era entregarse, liberarse también del yugo, una especie de consagración a la música peruana.

Ese jueves era una noche de festejo. Bam Bam estaba feliz tocando con su banda, sentado sobre su cajón peruano sonriendo como siempre, soltando frases, haciendo chistes, explicando que la música con swing tiene que girar como un huevo y no como una pelota. Indicó a los sonidistas que le bajaran el retorno del cajón que estaba percutiendo, anunció el siguiente tema —una versión de “Alice in Wonderland”— y cuando empezó a tocar, cayó de bruces sobre el parlante que tenía en frente, sin siquiera poner las manos. Se escuchó un uuuu general, cayó el telón y el agua derramada del vaso que tenía para refrescarse se asomó como una sombra negra sobre el piso del escenario. “Un médico, por favor” se escuchó como un grito y una mujer asomó del público para practicar algunas tareas de reanimación sobre el escenario, mientras que desde la platea, los palcos, la cazuela, la tertulia y el paraíso la gente esperaba con nerviosismo. La ambulancia tardó 25 minutos en llegar al lugar y fue el cónsul de Perú quien anunció que la función estaba suspendida. Silencio.

El blanco más negro

A los 55 años de edad, en la madrugada del viernes 29 de julio de 2011, Bam Bam Miranda murió en el Hospital Córdoba. El doctor Carlos Simons explicó que se trató de una “hemorragia cerebral masiva”, pero los amigos y colegas prefirieron definirlo positivamente como un “ACV [accidente cardiovascular] de felicidad”. Esa noche, músicos y compañeros se convocaron para rendirle un homenaje con una ronda de tambores frente al Teatro Libertador. Una verdadera comparsa, esta vez a cielo abierto, pero sin alegría.

A las 8 de la noche, en el momento de mayor concurrencia, la policía de Córdoba ofreció a los organizadores cortar la calle Vélez Sarsfield contramano para que marcharan hasta 990 Arte Club donde lo velaban a las 21.30. Veinte años atrás nadie hubiese permitido cortar más de diez cuadras en homenaje a un personaje del cuarteto. Veinte años atrás la policía hubiese despejado la zona a cachiporrazos y sin preámbulos. El Consulado de Perú pretendía velarlo a puertas abiertas en la capilla del Paseo Buen Pastor, ex cárcel de mujeres y centro de detención clandestina en los setenta, ahora devenido en espacio de recreación en pleno barrio de Nueva Córdoba.

Miranda había estado hacía unos días allí, en un encuentro de luthiers, y comentó que “lo detestaba, decía que era un recuerdo de lo corruptos que eran los políticos en Córdoba”, explica su amigo y colega Gabriel “Catriel” Ruiz, “Un alumno suyo, Georgino Lloveras, fue quien inició una carrera desenfrenada en el hospital para convencer a todos de que no lo llevaran al Buen Pastor, que Bam Bam así no lo hubiese querido”.

Lloveras llegó hasta el secretario del consulado de Perú, Piero Beltrán, para tramitar el traslado y uno de los encargados del show dispuso que Olga, pareja de Bam Bam durante diez años, fuera la encargada de tomar las decisiones. Ella accedió a la sugerencia de Lloveras de que el velorio se hiciera en 990 Arte Club y el Indio, amigo del percusionista y dueño del lugar, estuvo de acuerdo, asumiendo el riesgo de que todo se fuera de las manos al velar a un ídolo popular y sin ningún tipo de organización previa.

“Soy un obrero de la música y hago todos los palos siempre y cuando me guste”, solía decir Bam Bam, que se asumía “tambordependiente”, que sufría “síndrome de abstinencia” si no tocaba. Su trabajo con Jiménez era el que traía el pan a la mesa, pero Miranda era admirado como un gran percusionista por músicos de otros ambientes como el jazz, el pop y, sobre todo, el rock.

Esa noche la empinada subida sobre Boulevard Los Andes hasta llegar a 990 Arte Club mereció un doble esfuerzo. Adentro descansaba Bam Bam en un féretro tapado con la bandera de Perú, rodeado de cirios y coronas como en un velorio cristiano tradicional, con la diferencia de que a los costados del cajón había mujeres bailando sin parar y varios músicos y paisanos de la comunidad peruana cantando toda la noche.

Su banda Guarango le rindió homenaje sobre el escenario: “Se decidió entre todos, alguna vez Bam Bam había dicho que quería que su velatorio fuera con música”, cuenta su amigo Gabriel Juncos, flautista de la banda. “Fue tremendamente difícil para nosotros, pero fue el disparador para seguir con Guarango hasta donde nos dé el cuero”.

El desfile de personas conmovidas que llegaban para saludarlo era incesante, entraban por Boulevard Los Andes y salían por la puerta de atrás, directo al pasaje en el corazón de Cofico.

Gente de toda calaña: pibes que estaban abajo del escenario en los bailes, tipos bien trajeados, la plana del cuarteto completa, miembros del consulado de Perú, productores, sonidistas, iluminadores, técnicos y muchos que jamás había pisado un baile de La Mona Jiménez.

“Soy un obrero de la música y hago todos los palos siempre y cuando me guste”, solía decir Bam Bam, que se asumía “tambordependiente”, que sufría “síndrome de abstinencia” si no tocaba. Su trabajo con Jiménez era el que traía el pan a la mesa, pero Miranda era admirado como un gran percusionista por músicos de otros ambientes como el jazz, el pop y, sobre todo, el rock. Gustavo Cordera, Pity Álvarez, Willy Crook, Divididos, Manu Chao, Pato Fontanet y Joaquín Levinton son algunos de los que lo invitaban a subir al escenario en sus presentaciones en Córdoba y que lo reconocían por eso de “tener calle”, un talento fascinante y una lengua hábil para el fraseo inteligente.

Para las comunidades que surgieron del mundo indígena americano y el África negra la muerte es el paso a una mejor vida, una etapa de renovación del hombre, y es celebrada. Algo así se vivió esa noche en 990 Arte Club, el lugar donde Bam Bam siempre se sintió como en su casa, cuando los presentes fueron testigos de la fusión de la tradición cristiana y la afroperuana para despedir al blanco más negro. “Me sorprendió ver la expresión de su rostro, era la primera vez que veía a un muerto sonreír”, comenta Gabriel Braceras, productor de La Mona Jiménez.

Cuando terminó de tocar Guarango, sus amigos Toño González y Catriel subieron al escenario a cantarle “Silencio”, la canción del cubano Ibrahim Ferrer. Silencio.

Aprender viéndolo

Bam Bam Miranda

Miguel Antonio “Bam Bam” Miranda Matienzo nació el 11 de junio de 1956 en el señorial barrio de Miraflores de la ciudad de Lima, Perú. Desde muy chico se sintió atraído por los instrumentos de percusión y su relación con Chincha, al sur de Lima en el Departamento de Ica, produjo su encuentro con la música afroperuana que lo llevó a hacer una elección en su vida. La mayor concentración de afroperuanos en Perú está en El Callao, pero es en Chincha donde se festeja el Festival Verano Negro: danzas y bailes al ritmo de instrumentos típicos como el cajón peruano, las maracas, el güiro y la quijada de burro. “Mi padre contactó a su primer profesor de percusión, un famoso bongocero conocido como El Niño”, explica su hermano Manuel, un virtuoso vientista conocido en Perú como “el Señor de los Vientos”. “Bam Bam también frecuentaba las discotecas de salsa y los locales en donde se tocaba música afroperuana. Esos dos elementos son la esencia de su música”.

En El Carmen, uno de los once distritos de Chincha, vivía Amador Ballumbrosio Mosquera, la leyenda del cajón peruano, con sus quince hijos todos músicos. “Empezó a frecuentar a los Ballumbrosio cuando tenía unos veinte años. Los conoció a través del poeta César Calvo y el músico Miky González”, cuenta Manuel Miranda. “Él nunca se fue de casa, pero viajaba mucho a Chincha, le gustaba. Si bien mi padre no estaba de acuerdo con el estilo de vida de Bam Bam, era un hombre muy cabal que se las sabía todas”.

Amador fue un padre sustituto para Bam Bam y él fue aceptado como parte de la familia Ballumbrosio. Unos años después, Miranda confirmó su sentimiento filial nombrando a su primer hijo Amador, como su “abuelo”. Además de tocar el cajón peruano, Amador Ballumbrosio zapateaba y tocaba el violín. Manuel Miranda recuerda las reuniones en esa casa como “un encuentro de gente blanca de Lima con gente afroperuana de Chincha donde la música era el factor de conexión”.

Cuando la Vivi Pozzebón, ex Guarango y amiga de Bam Bam, fue a París el año pasado a tocar con Minino Garay, percusionista cordobés instalado en Francia, conoció a Miguel Ballumbrosio, el onceavo hijo de la familia. “Bam Bam vivió en Chincha con los chicos que ahora tienen más o menos treinta años. Fui a la casa el año pasado y todos me preguntaban ‘¿Cómo está mi hermano Bam Bam?’ En la pared vi fotos suyas con pelo, bigote y su hijo Amador en brazos. Cuando volví a Córdoba le mostré las fotos y se reemocionó”, cuenta la Vivi.

Tanto Miguel como Pozzebón destacan en Miranda la capacidad de enseñar con el ejemplo sin educar con manual y técnicas. “Aprendías más viéndolo tocar sin que te dijera bien cómo era, porque no lo iba a hacer nunca”, recuerda la Vivi. “Es la enseñanza de alguien que toca de una manera folklórica, pasándolo de otra manera, no estudiándolo como algo formal”.

En 2001 Pozzebón fue invitada al Festival del Cajón en Lima y allí grabó un video en el que Miguel Ballumbrosio habla de su “hermano” sobre el escenario: “Bam Bam es el blanco más negro. Tocaba con una sonrisa, siempre muy expresivo y alegre. Se quedaba siete u ocho meses en Chincha y nunca enseñaba directamente, agarraba su cajón y se quedaba tocando solo desde las nueve de la mañana hasta el mediodía. Nosotros éramos pequeños, lo mirábamos y aprendíamos”. Silencio.

La técnica de “dejar de sonar”

Los homenajes y tributos a Bam Bam Miranda se hicieron eco en todos los medios masivos, los mismos que, a pesar de una carrera prolífica e ininterrumpida a lo largo de más de treinta años en Córdoba y el mundo, pocas veces lo pusieron en tapa, lo entrevistaron en vivo en el estudio de radio o en sus programas televisivos de horario central. Bam Bam fácilmente podía hacer quedar mal a más de uno: con su voz áspera y cascada decía lo que quería y no lo que el resto quería escuchar. La primera impresión que tuvo La Mona Jiménez cuando lo escuchó en su estudio fue: “Toca bárbaro… pero habla mucho”, cuenta Braceras. Sin embargo, “su principal cualidad en tanto que cajonero fuera de serie, no radicaba en su velocidad o en sus excelentes frases, sino en sus silencios”, recuerda su hijo Amador desde Lima. “Tenía una inteligencia musical y un gusto únicos, que le permitía sonar más que nadie, aun dejando de sonar”.

Machito murió en 1984 de un ataque al corazón mientras tocaba en el club Ronnie Scott’s en Londres. Bam Bam Miranda también murió tocando, en el Teatro Libertador en Córdoba, cuando dejó de sonar de un momento a otro. Esa era su forma de no ensuciar el ritmo cuando no sabía cómo seguir. Silencio.

La técnica de “dejar de sonar” la aprendió en la época en la que tocaba en Nueva York con la orquesta de Francisco Raúl Gutiérrez Grillo, más conocido como Machito, músico y cantante cubano clave en la historia del jazz latino, a quien conoció por esas cosas del destino, pero con el que logró mantenerse por su talento para golpear las congas. “Pierdo un avión en Miami y voy a una de esas cabinas telefónicas triangulares que hay en el aeropuerto a llamar a un cuñado. De pronto escucho al lado una voz conocida que decía ‘Coño, ¿dónde se metió este pata-e-perro? Esta noche tocamos”. Cuando dijo tocamos me asomo a ver y era Chocolate Armenteros, un trompetista que había ido a Lima con Celia Cruz y yo los había acompañado”, contó Bam Bam en el programa Infrarrojo que conducía Max De Lupi. “Yo venía de tocar en Madrid y me había comprado un walkman y un cassette de Machito que escuché todo el viaje. Chocolate me dice “Esta noche toca Machito en Fontainebleau y nos faltó el de las congas, ¿querés tocar?” Le muestro el cassette que estaba escuchando y me dice: “Es lo que estamos presentando”. Me mandaron a hacer un smoking y unos zapatos de charol. En el hotel Machito pide verme antes de subir a actuar y había mucha cera en el piso… me pegué un resbalón que caí sentado”. Machito era muy exigente con su orquesta y sólo aceptaba dos errores arriba del escenario. Tenía varios juicios por despido intempestivo porque no decía nada si no le gustaba, simplemente reemplazaba al músico en el ensayo siguiente. Esa noche Bam Bam tocó con ellos en el Hotel Fontainebleau y se sabía casi todos los temas gracias a su walkman nuevo: “Cuando no sabía cómo seguir levantaba la mano, dejando de sonar. Eso fue lo que más le gustó a Machito, la forma de no ensuciar”. Para armar su banda, el cubano aplicaba el mismo criterio que Jiménez: “La Mona no hace castings para elegir los músicos, hace audiciones, y por eso somos todos horribles, pero con enormes huevos para tocar”, solía decir Bam Bam.

Machito murió en 1984 de un ataque al corazón mientras tocaba en el club Ronnie Scott’s en Londres. Bam Bam Miranda también murió tocando, en el Teatro Libertador en Córdoba, cuando dejó de sonar de un momento a otro. Esa era su forma de no ensuciar el ritmo cuando no sabía cómo seguir. Silencio.

Las tres histoias de Bam Bam

Bam Bam Miranda

Bam Bam Miranda era una persona de fuertes convicciones, que se jugaba por la verdad, un amigo generoso, un tipo muy noble y el único que le decía a La Mona Jiménez cómo eran las cosas. Gabriel Braceras recuerda que Miranda solía decir: “Yo soy así porque fui criado con amor”.

Algunos sentían cierto temor y rechazo hacia la imagen de Bam Bam porque, además de su voz de ultratumba (que una vez combinada con un traje rojo provocó que un taxista creyera que era el mismísimo diablo), era muy retobado y no permitía que nadie le dijese lo que tenía que hacer.

Su hijo Amador lo conoció de verdad cuando, a los dieciocho años, fue a visitarlo a Córdoba y asistió a once bailes de La Mona en un mes: “La policía, las mujeres, los barras bravas de Belgrano o de Talleres, todos lo trataban como al presidente, pero al mismo tiempo como a un amigo entrañable, un sex symbol y un sabio anciano venerable de la tribu”. Lo que le gustaba a Bam Bam del cuarteto no sólo eran los bailes donde se baila toda la noche como en una comparsa, sino que la gente no le tenía miedo.

Se rumoreaba que nunca había viajado fuera del esquema de La Mona por problemas legales, ni siquiera para visitar a su familia en Perú. El mito es que el pesado lo protegía para que no le pasara nada. Bam Bam hacia caso omiso a las habladurías siguiendo el consejo que en una oportunidad, según él, le había dado James Brown: “No importa lo que te digan, lo importante es que tu nombre esté bien escrito”. Desde que se había instalado en Córdoba en los noventa, Miranda sí volvió a Perú. “Cuando hubo un terremoto en Ica, él vino con un grupo de peruanos a colaborar con la zona. Mi madre se dio el gusto de verlo”, recuerda Manuel Miranda. Su hijo Amador no está seguro, supone que eso sucedió en el 2003, pero los últimos registros de un terremoto en la zona son de 2007.

“Estaba enganchado con La Mona, no podía irse un solo fin de semana”, cuenta Amador. “Además hubo un pequeño problema legal: lo llamaron a declarar por un asunto de cuando tenía veinte años y, como estaba de gira fuera del país, fue declarado prófugo. Para regresar y probar que era un malentendido, tenía que esperar en la cárcel hasta que se probara su inocencia, así lo establece la justicia peruana. El asunto se arregló pronto gracias a mi madre que hizo los trámites, pero nunca se atrevió a regresar hasta el terremoto”.

Bam Bam era inquieto, no pudo esperar encarcelado hasta que se resolviera el asunto, reafirmando además la preferencia que había hecho en su vida: mantener su estilo de vida lejos de aquellos que no se lo permitían.

Para su amigo Catriel Ruiz, “el viejo” se asemejaba a Edward Bloom —el personaje de la película El Gran Pez de Tim Burton— que, antes de morir, relata momentos de su vida sumándole tan enormes y desproporcionadas cuotas de fantasía que a su hijo le cuesta creerle.

Hay tres historias que son las que a Miranda más le gustaba contar. La primera cuenta que de joven se había establecido en la selva junto a la tribu de los indios ashalinga, en el Amazonas peruano, y que allí había tenido un hijo: Sharawtonky. El cacique le había ofrecido siminacuy con su hija, una especie de convivencia prematrimonial para determinar si tu pareja es la indicada, y él había elegido a una de sus siete hijas, Rubisha. “Si tenés hijos en ese periodo sin llegar a casarte, está todo bien, pero esos hijos pasan a ser del esposo que la madre encuentre a posteriori”, contó Miranda en una entrevista a Germán Arrascaeta para La Voz del Interior. “De Sharawtonky sólo sé que tiene la cara tatuada, se pinta de rojo y es el cacique, pero no me une ningún sentimiento especial con él, más allá de que tiene mi sangre”.

La segunda historia era que pertenecía al Condado de Alastaya, un título nobiliario español creado en el siglo XVIII para una familia criolla de Moquegua, dueña de varias haciendas. “Mi familia era de clase media acomodada, pero nunca muy acomodada del todo. Yo tenía título nobiliario: soy Conde”, relató en la misma entrevista. “A los quince años me dieron un manuscrito firmado por Carlos V que decía ‘eres Conde pero yo tengo la culpa’. A los dieciséis lo vendí para comprarme una moto y hace poco me enteré que lo puedo recuperar, pero no me interesa, ¿para qué mierda quiero ser Conde?” Su hermano Manuel cuenta al respecto: “Es cierto que tenemos unos antecedentes de unos Condes de Alastaya, pero era sencillamente un recuerdo que un tío nuestro había recuperado de la historia de la familia”.

La tercera historia que le gustaba contar a Bam Bam es, sin embargo, la que debería sonar como aún más fantástica y psicodélica, pero es absolutamente cierta: Alejandro Lerner fue quien lo trajo a la Argentina en el año 85. “Todos los lunes dábamos un show con la orquesta de Machito en el Village Gate en Nueva York. Lerner iba a bailar ahí y era realmente desastroso: bailar salsa con Alejandro Lerner es como ir a la playa con pullover”, comentó en el programa de De Lupi y agregó: “En el 84 yo ya estaba en Lima, y me llama de Buenos Aires un tal Lerner, yo no sabía quién era, no me acordaba. Me pasa con su mujer Cecilia, que era mi cuñada en ese momento, y me sugiere hacer la gira en el 85 en Argentina y me vine”.

Una vez instalado en Buenos Aires, Miranda colaboró con los Vitale, Teresa Parodi, Mercedes Sosa e incluso le enseñó a Luca Prodan cómo devolver un escupitajo del público. “Cuando vine a Argentina traje 110 kilos de exceso de equipaje en accesorios e instrumentos de percusión, y eso que algunos los dejé en Perú. Fui a una casa de instrumentos en Buenos Aires y había tumbadoras y baterías, nada más, así que empecé a fabricarlos”, contó en una oportunidad a un noticiero local sobre la génesis de su pyme Bam Bam Percusion, el taller en su casa de Cofico que también hacía las veces de sala de enseñanza.

“El tambor es un ser herido que parte de dos seres vivos muertos y mutilados por un semejante al que los va a tocar. Cuando el tambor nace como un ser nuevo necesita establecer una relación afectiva y pasional con quien lo toca y, si siente esa relación como honesta y sincera, recupera la confianza. Ahí empieza a sonar un tambor”. Silencio.

Tocar con mugre, desde el barro

¿Te gusta el cuarteto, Bam Bam?

—“Me gusta La Mona Jiménez, los otros cuartetos me parecen híbridos”.

Cuando Miranda escuchó “Quién se ha tomado todo el vino” pensó que nunca iba a tocar cuarteto. Hasta que fue a un baile de La Mona, vio a la gente moviéndose en círculos en la pista y terminó de convencerse de que eso era casi un ritual tribal: una “comparsa de interiores”. “Bailan avanzando. Si subís un cuarteto a un camión, se van de aquí a Colonia Lola caminando”, decía sorprendido.

La bolsa donde le entregaron a Amador las cenizas de su padre, según Catriel, “parecía un kilo de yerba mate y crujía como si fueran ramitas”. Las colocó dentro de un udu hecho por Olga, el gran amor de Bam Bam, y lo llevó hasta la selva peruana para que su padre comenzara una gira mágica repleta de flores y secretos. Silencio, que están durmiendo los nardos y las azucenas.

Miranda se refería a La Mona como “mi hermona” y un rockstar que no tenía público, sino “cómplices”. “La relación entre ellos fue como toda gran relación de amistad entre dos fuertes personalidades: amor/odio. Se querían, se respetaban, se peleaban como dos niños, pero nunca dejaron de ser cómplices, tanto uno como otro fueron siempre frontales y no se guardaban nada”, cuenta Gabriel Braceras, que fue quien los presentó luego de que el percusionista tocara el timbre en el estudio Ecus del Cerro de las Rosas para decirle: “Hola, soy Bam Bam, quiero tocar con La Mona”. “A mediados de 1990 estábamos grabando un disco que se llamó Tecno Mona Opus Uno”, recuerda Braceras. “Se me ocurrió proponerle participar del disco y lo convoqué para comenzar a grabar al día siguiente. Tocó sus primeros parches en un disco de La Mona que no era de cuarteto, y el resultado fue maravilloso”.

Luego de tres meses Jiménez se decidió a convocarlo y fue a buscarlo personalmente a barrio Güemes, a la casa donde vivía en ese entonces Bam Bam: “Empecé un 25 de marzo de 1992, días después de que fue La Mona a buscarme a mi casa, se armó un revuelo bárbaro en el barrio”, contó Miranda en una entrevista a La Voz del Interior.

El fenómeno del “cuarterengue” o el “merengueto” fue su aporte exclusivo y él mismo decía que el cuarteto se dividía en un antes y un después de Bam Bam. “Incorporó elementos afro en el cuarteto que no se habían usado hasta ese momento, más que todo en las polirritmias. Después vino una camada de centroamericanos que reafirmaron algunos estilos, como el merengue, pero el precursor fue él”, explica el Corto Juncos, flautista de Guarango, su banda de jazz latino con la que jamás pudo grabar un disco, a pesar de que aseguraba tener más de 500 grabados con otras bandas.

El guarango es un árbol típico que los negros usan frecuentemente para tomar sombra en la zona incaica. “Guarango” también aludía al propio Bam Bam que se asumía “rústico” y nada estilista, sino alguien que tocaba con mugre, desde el barro. “Si Guarango le hubiese dado de comer, creo que hubiese dejado La Mona, pero tenía un fuerte vínculo laboral y cierto enamoramiento con La Mona, el baile y la gente”, cuenta Vivi Pozzebón: “Esa siempre ha sido su dualidad”.

Sin embargo, en la última entrevista al diario La Voz del Interior, una semana antes de su muerte, confesó sus deseos de dedicarse exclusivamente a Guarango y que estaba cansado del ambiente cuartetero: “Si no existe el problema, lo generan”, había dicho Bam Bam.

“La última vez que hablé con él me dijo por centésima vez: ‘Termino el disco de Jiménez y voy para allá’, pero después del disco llega la promoción, luego la composición del siguiente, su grabación y empieza el ciclo nuevamente”, explica su hijo Amador. “Hacía tiempo que quería irse de La Mona, pero no le quisieron pagar lo que le debían por tantos años de trabajo”.

Cuando Bam Bam no sabía cómo seguir, levantaba las manos y dejaba de tocar. Silencio.

Siempre llegaba tarde

“Era la primera vez que Bam Bam había dejado veinte cajones terminados, como si hubiera sabido que se iba a morir”, cuenta su amigo Catriel; “en el último tiempo estaba muy activado, mucho más sano entre comillas, más cuidadoso con ciertos hábitos”.

Después de la larga jornada del viernes en 990 Arte Club, el domingo fue su sepelio en un cementerio parque en Villa Allende. Amador viajó desde Lima a hacerse cargo de todo y enterarse de que La Mona Jiménez consideraba a su padre “más que amigo, un compañero de trabajo que siempre llegaba tarde”, tales fueron las palabras del cuartetero en los medios, luego de casi veinte años tocando juntos.

“El domingo iba a ser como su entierro, pero en vez de enterrarlo Amador lo llevó a Colonia Tirolesa a un crematorio”, explica Catriel, quien conoció al hijo del “viejo” ese mismo fin de semana en el velorio y que terminó alojándose en su casa hasta terminar los trámites de la cremación. “Me quebré y lo abracé a Amador, yo no sabía quién era. Cuando me dijeron que era el hijo me dio mucha vergüenza: él estaba sosteniéndome a mí”.

La bolsa donde le entregaron a Amador las cenizas de su padre, según Catriel, “parecía un kilo de yerba mate y crujía como si fueran ramitas”. Las colocó dentro de un udu hecho por Olga, el gran amor de Bam Bam, y lo llevó hasta la selva peruana para que su padre comenzara una gira mágica repleta de flores y secretos. Silencio, que están durmiendo los nardos y las azucenas. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas, Julio 2012

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