No sabía que aquello era el deseo

Nunca volví a perder una batalla

Yo no sabía que aquello era el deseo y menos aún que no tendría terror ante él; pero tampoco que me arderían las venas tras esa noche y buscaría descargarlas con balas de verdad.

Desnuda. Fotografía © Fernando García.

Desnuda. Fotografía © Fernando García.

Nos habían advertido nuestras madres y abuelas: niñas, no se acerquen a los soldados ni a los revolucionarios; en estos tiempos escóndanse de los hombres, porque sus venas están saturadas de guerra y sólo desean descargar otras balas.

Era el año de 1913. En la casa vivíamos mi madre, mi abuela y mis tres hermanos pequeños, pues mi padre se había unido a los maderistas hacía dos años en Chihuahua. Teníamos seis meses sin saber de él. Orábamos, pero algo por dentro nos hacía mirar rumbo al camino grande con más resignación que fe. Cuando el hambre apretaba yo volteaba al cielo cerrando el puño, chocando diente con diente, sin súplicas.

Algunas tardes, después de acarrear agua del pozo para que estuviera lista por las mañanas, caminaba hasta el viejo sabino, un poco lejos de casa. Allí me sentaba a ver las luciérnagas que comenzaban a brillar con el atardecer. Un día, mientras pensaba en todos los rumores regados por el pueblo, escuché un ruido. Apenas giré la cabeza y de inmediato una mano cubrió mi boca y la otra apretó mi cintura. Forcejeé pero él era fuerte. Intenté morderlo pero sus manos estaban curtidas de labrar la tierra o cargar el fusil.

Alejó sus labios de entre mis piernas y una, dos, incontables veces arremetió contra mí. Tirada sobre la tierra negra escuché su voz diciendo palabras que yo no sabía que podían hacer explotar luciérnagas en mí. Eran palabras ásperas como sus manos y su deseo.

Comenzó a tocarme centímetro a centímetro hasta que las estrellas dibujaron el horizonte. Escuché una canción desconocida que el hombre cantaba a mi oído. Por lo demás todo era silencio y cuando su mano dejó libre mi boca, yo seguí sin exclamar palabra. Los cerros se veían más oscuros que de costumbre. Era un campo extenso, a lo lejos estaban unos cuantos árboles tan gigantes como el sabino que nos cubría.

Desabrochó mi camisa, dejó libres mis pechos, los tocó con sus manos ásperas, llevó su boca por toda mi espalda y poco a poco descubrí el fuego en mí. Luego fue por mi falda, dentro y fuera de ella. Hacía que sus manos pasaran lento, apretando, mientras su lengua seguía cruzando de un lado a otro mi país de arriba. Dejó a un lado la tela. Entonces hizo que me levantara y me pusiera frente a él. Pude correr en ese momento pero no lo hice, me quedé expuesta ante ese hombre de torso ancho, de mirar intenso, recargado al árbol como si fuera dueño de todo el universo o al menos de mi piel y mi calzoncillo blanco.

Me pidió que caminara alrededor suyo y luego me alejara sin voltear atrás. Caminé sobre esa tierra que conocía tan bien. Sabía que él seguía mis pasos. Que me veía mover. Que podía percibir la humedad de mi prenda interior, la cual se mojaba con cada paso que daba sintiéndolo detrás. En medio del campo me alcanzó desnudo. Se deshizo de lo que quedaba de mi ropa y me tiró mientras decía: cada parte de ti envejecerá pero ahora apenas florece, jugosa y robusta tu perla oscura que ahora pruebo para sobrevivir en medio de tanta muerte.

Alejó sus labios de entre mis piernas y una, dos, incontables veces arremetió contra mí. Tirada sobre la tierra negra escuché su voz diciendo palabras que yo no sabía que podían hacer explotar luciérnagas en mí. Eran palabras ásperas como sus manos y su deseo.

Volví a casa. Era un poco más tarde de lo habitual. Mi madre ya había comenzado a preocuparse. Dije que estaba en el sabino y me había quedado dormida. Me fui a acostar. Un sudor raro recorría mi cuerpo. Pensamientos aún más extraños llenaban mi mente. Me dije que la tierra susurra secretos de los hombres con manos rudas. Yo no sabía que aquello era el deseo y menos aún que no tendría terror ante él; pero tampoco que me arderían las venas tras esa noche y buscaría descargarlas con balas de verdad. Cerré los puños, choqué diente con diente y no pronuncié ni una súplica. Me convertí entonces en Rita G, la que nunca volvió a perder una batalla. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas, NSFW

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