Zizek, el encantador de serpientes

Un icono, más que un pensador

A veces Zizek sólo es un payaso y él lo sabe también. Muchas de las tonterías que dice le han dado respiración artificial al moribundo lacanianismo, que el esloveno quiere nutrir con algo de Marx y mucho de Hegel.

Zizek. Ilustración de Tan Yücel.

Zizek es un icono, más que un pensador. Es decir, no es una deidad, sino una presencia ante la cual quien está orando puede pedir lo que sea o escuchar voces a placer.

Cada época se merece a su supremo confusionista y el de la nuestra es un profesor de origen esloveno bien conocido, Slavoj Zizek.

Es a la segunda década de este siglo nuestro lo que fue en los años treinta del XX el Conde de Keyserling, y en los sesenta Herbert Marcuse. Estos encantadores de serpientes toman de todo un poco y logran combinaciones extáticas que hacen alucinar a las multitudes universitarias. Dice Zizek, novator, que el amor es un acontecimiento, por ejemplo.

Zizek es un icono, más que un pensador. Es decir, no es una deidad, sino una presencia ante la cual quien está orando puede pedir lo que sea o escuchar voces a placer. O sumirse en el silencio introspectivo. El astuto Zizek (1949) es un icono muy atractivo, sin duda: es cosmopolita como solían serlo los grandes intelectuales centroeuropeos y no desconoce las artes de la política, habiendo sido hasta candidato a la presidencia de su pequeño país.

Zizek es otra cosa: sabe que es famoso porque es famoso y lo disfruta con su aspecto bien cincelado de extra desvelado e hirsuto de Tarkovski. Esta especie de súper–Monsiváis combina a veces muy brillantemente a Henry James con lo que él llama el “paralelaje” del capitalismo tardío.

Sabe venderse el hombre y el mundo de la globalización sólo es, fantasmagóricamente, su adversario. Le place nuestra época porque sabe que su talento de publicista no habría sobresalido sin las redes sociales. No hay en él la rabia de un expreso político como Toni Negri ni el rancio resentimiento de su maestro parisino, Alain Badiou, el maoísta impenitente. Zizek es otra cosa: sabe que es famoso porque es famoso y lo disfruta con su aspecto bien cincelado de extra desvelado e hirsuto de Tarkovski. Esta especie de súper–Monsiváis combina a veces muy brillantemente a Henry James con lo que él llama el “paralelaje” del capitalismo tardío y es un cinéfilo empedernido conocedor de que, a diferencia de los seguidores del Conde de Keyserling o de Marcuse, la gente joven lee mucho menos que antes y el cine como ejemplo pedagógico —lo corroborará cualquiera que haya impartido lecciones— suele aligerar la modorra estudiantil. A veces Zizek sólo es un payaso y él lo sabe también. Muchas de las tonterías que dice le han dado respiración artificial al moribundo lacanianismo, que el esloveno quiere nutrir con algo de Marx y mucho de Hegel.

Una de las principales actividades de Zizek es provocar a los intelectuales liberales, a quien este visionario de la violencia —lo ha dicho John Gray— nos incita a releer a Lenin y a Stalin y a no sobreactuar histéricos ante los genocidios del siglo XX, pues él cree que las intenciones del Gran Timonel o de Pol Pot eran filosóficamente justas y empíricamente interesantes. Que Zizek muestre indiferencia ante los millones de víctimas de la ingeniería social es parte de su estrategia de mercado: no lo creo tan malévolo. Es tan maldito como Alice Cooper, a quien yo he visto llorar en las piernas de uno de sus gurús. Se indigna Zizek, bien por él, de que en La noche más oscura, la película, se haga apología de la tortura en nombre del Pentágono aunque los muertos del otro lado, como es habitual entre los comunistas de todos los tiempos y obediencias, le tengan sin cuidado. Es capaz de escribir con lucidez sobre los asesinos islamistas del equipo de Charlie Hebdo y preguntarse, con la razón universal de su parte, que qué clase de fundamentalismo es ese fijado en las blasfemias de los infieles. El verdadero fundamentalista, como el amish o el menonita, es indiferente a todo aquel que vive en el error o ya está condenado.

Me permito, humildemente, provocar al provocador. Muchos de los argumentos de Zizek contra la democracia liberal, porque son sofísticos, pueden usarse a favor de ella. En Acontecimiento (Sexto Piso, 2014), contradiciendo a uno de sus maestros —el rústico Frantz Fanon a quien Sartre elevó a los altares—, dice que mal harían los anticolonialistas nativos en querer volver a sus repugnantes paraísos perdidos en buena hora ocupados por el progreso occidental, algo que los liberales, justamente porque tenemos la virtud de ser débiles, no nos atreveríamos a decir así de feo.

No le gusta el capitalismo, pero no sabe cómo deshacerse de él —para elucubrarlo dirige un think tank en Londres— y lo confiesa sin rubor. La izquierda, que lo tiene de icono, está perdida, no tiene ideas, dice este filósofo de la violencia.

Zizek, que sabe de patrística, de Hegel y de psicoanálisis, es un comerciante cambiando etiquetas: lo que antes era Revolución ahora es acontecimiento. Nota bene, como dice él. Tras regañar a los marxistas por no haber sido suficientemente leninistas, una vez hecha la crítica del mercado internacional y su ostensible incuria, como la haría cualquier periodista indignado aquí y allá, esta lección de Zizek termina de manera más que ortodoxa. No le gusta el capitalismo, pero no sabe cómo deshacerse de él —para elucubrarlo dirige un think tank en Londres— y lo confiesa sin rubor. La izquierda, que lo tiene de icono, está perdida, no tiene ideas, dice este filósofo de la violencia, que la recomienda, pero en abstracto, no vaya a ser. Y anhela el comunismo, pero como Marx, no sabe cómo llegar a ese reino ni qué aspecto tendrá. En fin, como decía uno de mis clásicos, tanto rezar para regresar al Padre Nuestro. ®

Este texto apareció en Esnobs, ateos y otras ruinas (Santiago de Chile: Universidad Diego Portales, 2020) y aparecerá este año en la versión mexicana de ese libro en PRH.

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Publicado en: Ensayo

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