Los hombres brillantes, además, son mucho más brillantes que las mujeres brillantes. Porque son hombres, claro. Es decir, eso siento yo, que soy mujer: embeleso.
Las torturas internas a las que someto a mis valientes alumnos de los talleres virtuales son inenarrables; se diría que yo, en cambio, simplemente recibo mi cosecha de textos literarios y me dispongo a leerlos, tranquila y a salvo, en algún café del Centro o Ciudad Vieja. Pero, por aquello de la ley del karma, todos esos ensalmos que lanzo sobre quienes me siguen en este misterioso asunto del hilo de Ariadna se me devuelven multiplicados, y cuando quiero acordar me veo envuelta en los mismos procesos que ellos. Si pergeño un inspirado speech sobre la sincronicidad, los encuentros mágicos, las señales del mundo a las que uno se cierra, me creo muy lista por haberlos dejado sintonizados en el canal de la vida y sus sentidos, prestos a caer por cualquier agujero de conejos de Alicia, cuando ¡zas! al otro día a mí me ocurre un episodio sísmico inesperado, o termino embarcada en una vuelta interna a Ítaca; una de aquellas cruzadas rebosantes de mapas, brújulas, faros, monstruos marinos, dioses aliados y bardos capaces de embelesar aun más que el peligroso canto de las sirenas. Si les mando una consigna sobre padres e hijos, me veo inmersa en mis propias revisiones hacia ambos lados del camino; si el taller es sobre historia personal, al poco me veo desempolvando mis viejos diarios; si el trabajo literario es a partir de los sueños, rebrotan las imágenes más vívidas y mis erupciones de cuatro, cinco, hasta seis sueños por noche (movimiento incontrolable que se aplaca, cual volcán dormido, una vez que ese trabajo ha terminado). Así, soy madre contenedora, padre estricto, guía sabia, compañera maravillada y víctima sacrificial de mis propios alumnos. Para hacerlos a la mar a ellos, me tengo que exponer a los tiburones; para lograr que muestren —y se muestren— sus complejidades, riquezas y particularidades internas, mi alma tiene que hacer primero el striptease de rigor. Así funciona: como en casi todo lo importante, hay que poner el cuello. Y rezar, por las dudas.
¿Qué pasaría si el mundo no contara con la energía equilibrante de los hombres, el bunker ese que se cierra para procesar en calma internamente, la mesurada cautela, la escéptica racionalidad, la voz grave, o lo que diablos sea que caracteriza a lo masculino? Todo sería un hervidero, un sonido sin fin, una danza loca de ménades y bacantes.
Una de las consignas de mi taller de Mitología y Escritura es, por ejemplo, La amenaza femenina: ecos del matriarcado. Básicamente, se pide imaginar un mundo en el que el narrador (o narradora, según el sexo del autor mismo) gradualmente descubre que todas las personas a su alrededor son mujeres, como si los hombres hubieran sido borrados del mapa por algún motivo. La diversidad de miradas que llegan a derivarse de este disparador se vuelve interesantísima: aparecen tanto escenarios contundentes estilo cárceles, manicomios, dictaduras, experimentos científicos, como delicados y sutiles sentimientos frente a la pérdida del otro sexo, a su nostalgia. A veces, hasta una cuota de liberación: es cierto que a las mujeres no se nos hace sentir el default de la especie. Pero lo que queda claro es que el asunto tiene muchas puntas y ópticas posibles. Recuerdo un relato en el que la desaparición arbitraria de los hombres (un gobierno militar femenino los había expulsado y embarcado por decreto fuera del país, impidiendo a las mujeres seguirlos) provocaba que la narradora no llegara a reencontrarse con el amor de su vida, ese que había dejado de ver décadas atrás y que aquel día la dejaría, entonces, plantada involuntariamente. En el otro, la narradora —presa de un ataque de paranoia, durante el cual lo “femenino oscuro” se desataba, acosándola multiplicado en infinidad de mujeres individuales— tenía, durante su internación psiquiátrica, la visión cotidiana de un hombre, un señor que era su guardián y le acariciaba dulcemente la cabeza. Y gracias a ese contacto imaginario era capaz de sobrevivir.
Ahí se cuela el arquetipo del Ánimus. En un Jung de bolsillo, podría decirse que, así desaparecieran todos los hombres del planeta, la experiencia interna del hombre no desaparecería para las mujeres, como tampoco se esfumaría la experiencia del Ánima para los hombres. Tan es así que uno de los participantes del taller, varón, transgredió la consigna misma y terminó creando un mundo en el cual los hombres eran sometidos a un tratamiento químico para perder la memoria de la pasada existencia de las mujeres, que habían sido eliminadas del tablero. Pero en su historia había un tipo —al que al final encerraban por peligroso— que tarde o temprano siempre terminaba recordando a alguna. Es la misma necedad interna de la mujer del manicomio en aferrarse a su señor guardián. “¡Pero si el mundo sería tanto más fácil si no tuviéramos que vivir en esta torre de Babel! Este agotador diálogo imposible entre los sexos…”, me descubro pensando. Y sin embargo, no.
Los hombres brillantes, además, son mucho más brillantes que las mujeres brillantes. Porque son hombres, claro. Es decir, eso siento yo, que soy mujer: embeleso. El error está en la incapacidad social de invertir la ecuación y creer que estamos frente a categorías absolutas, universales.
Con todos aquellos gineceos malsanos, matriarcados dictatoriales, aquelarres persecutorios de mis alumnos, con todas esas fuerzas femeninas desbocadas cual alcohólico al volante, sin nada que las contenga y les ponga límites, y también con algún que otro Edén ilusorio, me subí al autobús de regreso a casa; el golpe de bumerán de mis propias propuestas de motivación literaria no se hizo esperar. Los audífonos del mp3 apuntando hacia adentro, la mirada distraída rumbo a la calle por la ventana, y aquel hipotético mundo de mujeres que me seguía dando vueltas en la cabeza. Pronto haremos otro de esos retiros literarios en los que ocho mujeres escribimos en silencio, cada una concentrada en su proyecto, todas diseminadas a lo largo y ancho del Balneario Solís. Confieso que la primera vez tenía mis serias dudas: temí que el asunto se volviera una reunión de amigas, todas parloteando sin pausa, riéndose y expandiéndose (debí poner “riéndonos” y “expandiéndonos”, pero no estoy segura: suelo ser más bien antipática y descortés con esas cosas; creo que iría a metros de distancia para seguir haciendo lo mío, aunque el güiri güiri no dejaría de perturbarme). Sin embargo, desde el principio la experiencia fue maravillosa: funcionó impecablemente, sin ningún tipo de coordinación o liderazgo de nadie, como un armónico equipo de individuos acompañándose en una especie de comunión, la escritura en este caso. Después, sí: en las noches avivábamos el caldero, servíamos vino, poníamos música, nos reíamos y platicábamos hasta que el sueño se volvía más importante que la amistad. Pero, a pesar del éxito, debo admitir que ocho mujeres en introversión conjunta es la excepción, no la regla. ¿Qué pasaría si el mundo no contara con la energía equilibrante de los hombres, el bunker ese que se cierra para procesar en calma internamente, la mesurada cautela, la escéptica racionalidad, la voz grave, o lo que diablos sea que caracteriza a lo masculino? Todo sería un hervidero, un sonido sin fin, una danza loca de ménades y bacantes.
En el autobús se sentó a mi lado un hombre más o menos joven, de treinta y pico, digamos. Su brazo se apoyó contra el mío de un modo algo invasivo; hasta intencional, me hubiera parecido en otro momento. Pero con mis inquietantes pensamientos sobre la amenaza femenina —como hemos visto, si la cosa se saliera de sus cauces, la amenaza finalmente no sería sólo para los hombres—, el roce me pareció de una inesperada calidez protectora. Como si ese mínimo punto de contacto con el brazo de ese hombre me asegurara la continuidad, la supervivencia de la energía masculina entera.
Los hombres brillantes, además, son mucho más brillantes que las mujeres brillantes. Porque son hombres, claro. Es decir, eso siento yo, que soy mujer: embeleso. El error está en la incapacidad social de invertir la ecuación y creer que estamos frente a categorías absolutas, universales. Es triste que tantos hombres renuncien a inclinarse, a sentir la fascinación y la reverencia frente a la sabiduría de lo distinto —la guía, incluso— por no querer perder “esa ilusión de lo inferior”, el menosprecio de lo femenino que les devuelve una imagen magnificada de sí mismos. También es triste que, por eso, tantas mujeres sientan que la única salida que les queda es refugiarse entre sus pares, lejos del supuesto agresor, cual amazonas siempre dispuestas a devolver la estocada en los mismos términos bélicos que se supone que cuestionan. Así, lo masculino pierde a lo femenino, lo femenino pierde a lo masculino, y la humanidad entera se empobrece.
No, definitivamente no quiero un mundo sin hombres.
Creo que voy a tener que cambiar esa consigna del matriarcado. A los alumnos les produce demasiados movimientos internos, pobres. ®
Edgardo A. Onetto
Me sentiría ciertamente martirizado con una consigna como esa que empuja a imaginar el desmembramiento de un ser completo: el ser humano. El escritor del Genesis, inspirado por el espíritu divino, lo intuye en una unidad inseparable: «…hombre y mujer los creo…»
Aunque la cita da argumentos para sostener la indisolubilidad del matrimonio, va mucho más allá y está en esa complementariedad de los sexos que da sentido a toda manifestación humana. Lo percibo en cada reunión donde hombres y mujeres se plantean un objetivo común y afloran allí ideas y sentimientos de uno y otro lado que iluminan la escena, la armonizan y descubren caminos transitables y a veces insospechados. Indudablemente las características impresas a cada sexo desde la prehistoria fueron asignando roles que el mundo de hoy ha recompuesto poco a poco para dejar que el potencial de cada ser humano pueda desarrollarse sin estereotipos limitantes. Cierto que ha sido y sigue siendo una lucha para la mujer abrir espacios nuevos y también ¿por qué no, replegarse sin perder humanidad para preservar aspectos importantes de su femineidad?