La década perdida

Cuando llegó el internet

Al cerrar la primera década del siglo XXI la realidad nos estaba esperando: nos convertimos en una generación de desempleados. Entonces comenzamos a despertar de la apatía. Ahora sí nos interesamos por lo que ocurre a nuestro alrededor, ahora sí nos duelen todos los muertos y nos indigna la miseria.

Carlos Salinas

Pertenezco a la primera generación que gracias a la tecnología pudo abarcar el mundo entero con una sola mano. Lo poseímos, lo curioseamos, nos dejamos maravillar por él y hasta intentamos comprenderlo, pero no nos lo comimos. En México, nuestro paso a la pubertad estuvo marcado directa o indirectamente por el “error de diciembre”; todo era incertidumbre por dentro y por fuera. El país estaba en crisis, nuestras familias perdieron el sustento; muchas, incluida la mía, se desintegraron a causa de eso. Había que comprender demasiadas cosas al mismo tiempo, toda nuestra seguridad emocional, económica y social se había desvanecido de pronto. Entonces llegó el internet. Al principio en mi casa no había, pero sí en la de varios de mis compañeros de la escuela a donde me llevaban a hacer las tareas. No pasó mucho tiempo antes de que mis ruegos se hicieran escuchar y pronto yo también tuve internet. Y es que llegar a la escuela todos los días en el absoluto desconocimiento de lo que habían estado chateando mis compañeros la noche anterior se había convertido en una situación insufrible.

Nuestros padres entendían poco de redes y computadoras, contrataban el servicio porque estaba de moda y porque tenían la firme disposición de “darnos lo mejor” aunque no estuvieran plenamente seguros de lo que eso era. Se sabía poco de páginas pornográficas o redes de secuestradores y no existía nada llamado cyber bulling; el internet entró a nuestros hogares como una herramienta escolar inofensiva a la que se podía acceder irrestrictamente y sin supervisión. Supongo que por eso la primera vez que vi la imagen de un hombre desnudo no fue en una revista o en la pantalla de la televisión, como había ocurrido con la mayoría de las chicas mayores: fue en la pantalla de una computadora.

A los catorce años me había convertido en una experta cibernauta, lo que de alguna forma me acreditaba como experta en absolutamente cualquier cosa que me interesara. Pasaba el día investigando las cosas más inverosímiles y chateba, chateaba muchísimo. Sin embargo, aún era capaz de pasar toda una tarde jugando un juego de mesa o hablando por teléfono con alguna amiga, dos actividades en las que ningún adolescente en la actualidad pierde su tiempo. A los catorce años había comprado también todos los resentimientos de mi familia, y a pesar de estar en desacuerdo en prácticamente todo lo demás, teníamos un enemigo en común: el Partido Revolucionario Institucional.

Así, en el verano del año 2000, salí a las calles junto con mi familia y mis vecinos a festejar la muerte del dinosaurio. La gente brincaba y bailaba eufórica con máscaras de Salinas incitando a los abucheos del resto, al mismo tiempo que coreaban porras y lemas victoriosos. La calle era un carnaval y todos nos dejamos embriagar por él. Llevamos doce años agonizando esa resaca.

Yo había escuchado en alguna parte hablar del 68 e inmediatamente lo había investigado en internet; mi hallazgo me horrorizó. Al día siguiente se lo conté a todo el mundo en la secundaria de monjas a la que asistía. Recuerdo que mis compañeras me miraron divertidas durante un rato como si de pronto hubiera perdido la cabeza. Ni siquiera me desacreditaron, se limitaron a ignorarme y continuar hablando de artistas o amores imposibles. Entonces entendí algo que me marcó para siempre: el tiempo que yo pasaba investigando cosas en internet el resto de mi generación lo pasaba bajando música de moda.

Así, en el verano del año 2000, salí a las calles junto con mi familia y mis vecinos a festejar la muerte del dinosaurio. La gente brincaba y bailaba eufórica con máscaras de Salinas incitando a los abucheos del resto, al mismo tiempo que coreaban porras y lemas victoriosos. La calle era un carnaval y todos nos dejamos embriagar por él. Llevamos doce años agonizando esa resaca.

No pasó mucho tiempo antes de que nos diéramos cuenta de que nos habían dado gato por liebre. Eso significa que a diferencia de las generaciones que me antecedieron, mi conciencia política despertó cuando el Partido Acción Nacional ya gobernaba el país y el internet gobernaba ya nuestras mentes. La conciencia social se había convertido en conciencias individuales que habían dejado de creer en el futuro. Sucumbimos al desencanto y adoptamos la creencia de que todo lo que tuviera que ver con política era corrupto. Aislados y despolitizados pasamos por las aulas universitarias sin pena ni gloria mientras afuera la violencia se volvía cotidiana, pues nuestras acciones respondían a ideales absolutamente personales: prestigio, un buen empleo, movilidad social. Creímos que todas esas puertas se abrirían con tan sólo ostentar un título universitario. Sin embargo, al cerrar la primera década del siglo XXI la realidad nos estaba esperando: nos convertimos en una generación de desempleados. Entonces sí, con el agua en la barbilla comenzamos a despertar de la apatía. Ahora sí nos interesamos por lo que ocurre a nuestro alrededor, ahora sí nos duelen todos los muertos y nos indigna la miseria. Ahora sí hemos vuelto la mirada al otro y nos hemos reconocido. ¿Y de qué manera? Compartiendo enlaces en las redes sociales, escribiendo consignas desde un Starbucks y mandando cadenas. Salinas de Gortari llamó a los años entre el 2000 y el 2010 “la década perdida” en materia económica, y cada que lo pienso me sonrío, no podría haber un nombre más elocuente para describir los años de mi primera juventud. ®

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Publicado en: (Paréntesis), Mayo 2012

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