Otto subió con el bebé en brazos y le perturbó que los pasajeros lo miraran. No era la primera vez que le ocurría, era habitual que llamara la atención por su aspecto físico: alto, robusto, de cejas pobladas, barba negra que contrastaba con la blancura de su piel y sobre todo por sus ojos gigantes de búho, que parecían no tener fondo.
Se sentó en el penúltimo asiento; detrás de él se encontraban dos niños que hacían escándalo. Cuando el chofer arrancó, sonó el celular de Otto. En el identificador observó que se trataba de Julia, su esposa. Cuando contestó, ella apenas podía hablar:
—Otto, regresa por favor. No te puedes llevar de esa manera al niño.
Y él no decía nada.
—¡Contesta! Es mi hijo ¡Cómo te atreviste a quitármelo así!
—Si me vuelves a llamar, juro que te mato.
Otto apagó su celular.
Cuando los niños que viajaban detrás comenzaron a patear su asiento con los pies, los miró y ellos, al ver su rostro, quedaron pasmados. Otto, con sus anchas manos, apretó el cuerpo de su hijo.
Llegaron de madrugada al pueblo de Pochutla, en Oaxaca. Mucha gente lo reconoció, no sólo por tratarse de un villorrio chico, sino también por su aspecto físico, tan diferente a los nativos de la región.
Otto caminó unas calles hasta llegar a la casa donde vivió su infancia, en la que sólo quedaba su viuda madre. Su papá, un viejo gringo, había muerto en Puerto Ángel una vez que se metió borracho al mar. Sus hermanos emigraron y se quedaron a vivir en Texas. Cuando su madre abrió la puerta se llevó las manos a la boca.
—¡Hijo! Qué sorpresa.
Lo abrazó fuertemente. Estaba atónita de verlo, de madrugada y sin previo aviso.
—Vengo a darle santa sepultura a mi hijo Emilio.
Doña Angélica peló los ojos, se agarró el pecho, le salieron lágrimas, estuvo a punto de desmayarse. Con las manos temblorosas se persignó e intentó cargar a su nieto, pero por una extraña razón no pudo. Otto entró a la casa mientras doña Angélica cerraba la puerta, se fue directo a la cocina, prendió un churro de marihuana y se sentó en uno de los sillones de la sala.
—Hijo, debo confesarte que desde hace días albergaba un mal augurio. Cuando rezaba frente a mi altar, preguntaba a mis santos ¿pues qué es? ¿Por qué no puedo sacarme esta punzada del corazón? Esa punzada que ahora se me clava en lo más hondo… ¿De qué murió mi nieto?
—De influenza.
—¡Dios mío! Yo pensé que eran puros argüendes de la televisión, uno ya no sabe ni en qué creer. Debe de estar por acabarse el mundo.
Doña Angélica se quedó sin palabras, dio vueltas por la cocina, cerraba los ojos y hacía preguntas a su difunto esposo. No se explicaba por qué no podía abrazar a su nieto, si ella en el pasado pudo al instante, cuando dos de sus hijos murieron. Uno al nacer y otro porque le asestaron un navajazo en las costillas saliendo de un burdel.
—Saldré a comprar flores. Prepara todo para la santa sepultura, mamá.
Otto dejó a Emilio sobre el sillón y, con enormes zancadas, salió de la casa. “Otto tan frío”, pensó doña Angélica. Desde niño había sido así, inexpresivo, seco, a pesar de las graves situaciones que había sufrido. Doña Angélica se quedó a unos pasos de su nieto, preguntándose por qué no podía darle un último beso. Se le salieron lágrimas. Le resultaba inaudito, puesto que ella desde niña sabía de la muerte. ¿Por qué esta vez sentía cierta repulsión a ella? Se trataba de su sangre. Lanzó un hondo suspiro y se dirigió a él. En los cortos pasos hacia su cadáver la punzada en su corazón se hizo más profunda. Observó su silueta por unos minutos hasta que finalmente logró abrazarla. Levantó la sábana que le cubría el rostro y se percató de que no tenía labios.
Otto regresó a la casa dos horas después y olía a alcohol. Cuando abrió la puerta encontró a doña Angélica cocinando una iguana. Otto traía entre sus manos tantas flores que apenas si podía con ellas.
—¿Y Julia?
Otto no contestó.
—¿Julia por qué no vino?
—Está enferma —le contestó ásperamente.
—Mira, Otto, explícame por favor, ¿qué está pasando? Una madre jamás abandona a su hijo aunque esté al borde la muerte.
—Julia es una desgraciada.
—¿De qué me dijiste que murió Emilio?
—De influenza.
—¿Y la influenza es el mal que te arranca los labios? Dime qué le pasó a mi nieto.
—Pues tu nieto no se callaba, todo el tiempo chillaba y ya no hallaba cómo callarlo…
Doña Angélica apretó con sus manos el guardapelo que le colgaba del pecho, donde conservaba una fotografía de su esposo.
—Hijo mío, no te queda más que acabar en la cárcel y, después ir a pagar tu pena al infierno.
Otto soltó las flores y quedaron suspendidas en el aire. Eran de diferentes tipos y colores: azules, amarillas, blancas, rojas. Doña Angélica no sabía si golpear a Otto, llorar o marcharse. Al experimentar tantos sentimientos encontrados, una gota de sangre escurrió de su nariz y cayó en uno de los pétalos, entonces escuchó en su oído una voz, que juró fue de San Hipólito.
Ella fríamente aseveró:
—Le daremos sepultura a Emilio como merece. Pero olvidaste las veladoras, debes comprar las más grandes para que alumbren su camino al otro mundo.
Otto se sintió bien al saber que contaba con su madre, y sonrió. Doña Angélica no lo había visto hacer ese gesto desde hacía tiempo.
En cuanto Otto se fue doña Angélica corrió al teléfono. Al llamar a la policía saltó una grabación: “Marque uno en caso de secuestro, marque dos en caso de violencia familiar…” Comenzó a sudar frío. Temía que Otto regresara pronto, pues el mercado quedaba a sólo dos cuadras. “Marque nueve en caso de emergencia”. Una vez que pulsó el número, replicó la contestadora: “Espere en la línea”, y sonó una ridícula música relajante. Cerró los ojos e invocó a todos sus santos.
—Sí, buenas tarde. Mi nombre es Susy. ¿En qué puedo ayudarle?
Doña Angélica contó todo lo ocurrido. La operadora buscó en el sistema el expediente de Otto Smith y encontró antecedentes de violencia familiar. Se enteró de que Julia había levantado demanda contra Otto en dos ocasiones por violencia conyugal, pero no lo procesaron porque ella retiró los cargos. La operadora le dijo que la policía llegaría a su domicilio en unos instantes.
Doña Angélica colgó el teléfono, tomó a Emilio en sus brazos y salió de la casa. Se fue corriendo a la central de camiones que quedaba en dirección opuesta al mercado. Las cuatro cuadras para llegar hasta allá le parecieron eternas. No sabía si esto se debía a que cargaba a la muerte en sus brazos o a que en cualquier momento podría aparecer Otto con su cara de fantasma. Tuvo suerte cuando llegó a la central, el autobús con destino a Puerto Ángel salía en cinco minutos. Pagó su pasaje.
Se sentó en los primeros asientos. Cuando el vehículo arrancó soltó un suspiro y quitó la manta del rostro del bebé. Tenía a la muerte tan pequeña entre sus brazos. Le era inevitable sentir repulsión por su cercanía. Se sentía culpable por no poder besar su rostro. Sintió el impulso de gritar, pero cubrió de nuevo el rostro del bebé. Durante el trayecto fue lamentándose a tal grado que una pasajera se acercó a ella y, tímidamente, le preguntó:
—¿Puedo ayudarla en algo señora?
—¿Ayudarme?
Doña Angélica soltó una carcajada que la liberó por un momento de su pesar.
Cuando llegó a Puerto Ángel el sol comenzaba a descender, salpicando el cielo de destellos rojos. Al llegar al puerto pidió un bote con remos a un lanchero. Sorprendido, él le contestó:
—No, seño. Es mejor que la lleve yo, se va a cansar usté. Mire, con estos músculos que tengo la llevaré a dar una paseo a usted y a su niño por toda la bahía.
Ella le contestó que no. El lanchero se sorprendió al observar con qué velocidad la anciana se alejaba de la costa, convirtiéndose en un instante en un punto en la lejanía.
Cuando su alrededor se volvió mar, doña Angélica descubrió la cara del bebé, rezó el Ave María y después le susurró unas palabras.
—Emilio, tengo una pena muy grande en el corazón. Estarás presente en mis pensamientos. Vendré por las tardes para ver cómo estás, regresaré aquí cuando se me acabe la vida. La inmensidad de Puerto Ángel será por siempre nuestro hogar.
Soltó a su nieto en el océano. Al momento que el cuerpo hizo contacto con el mar, una gran ola comenzó a formarse a lo lejos. Ella sabía que eran los brazos de su esposo, que los abría para recibir a su nieto. La ola finalmente reventó en la costa, revolcando a los bañistas. En el cielo las aves parecían puntos que abandonaban el mundo.
Doña Angélica se apretó el pecho por el dolor agudo que sentía, pero éste se diluyó cuando sintió un leve beso en su mejilla. ®
Katersita
Me encantó! he leído varios cuentos de Fernando Yacamán y tiene mucho talento, que bueno que lo publicaron:)
Jumex
Muchas felicidades!! Toma cuerpo un beso! Abraxos!
Reps
Excelente cuento, deberían producirlo como cortometraje.Felicidades.