Matrioskas

Cómo llegar al verdadero yo

Hasta ese momento, la metáfora de las matrioskas de la doctora Elena Blum no había tenido mayor resonancia en mí. Pero a medida que examinaba mis facciones distorsionadas en el espejo ésta fue tomando fuerza. Era como si cada una de mis neuronas se llenara de una verdad universal, indiscutible y redentora.

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Pintarrajeada, con múltiples personalidades, hueca por dentro. Me miré en el espejo. Los rasgos dilatados no podían contener el maquillaje en descomposición. Grumos de rímel y blush escurrido. La crónica de un colapso nervioso grafiteada en el rostro. Hasta ese momento, la metáfora de las matrioskas de la doctora Elena Blum no había tenido mayor resonancia en mí. Pero a medida que examinaba mis facciones distorsionadas en el espejo ésta fue tomando fuerza. Era como si cada una de mis neuronas se llenara de una verdad universal, indiscutible y redentora.

“Arráncala”.

La sentí por primera vez. Adherida a mí. Como un pellejo artificial y tóxico, que mantenía en cautiverio hermético a mi verdadero yo, asfixiándolo poco a poco. Fue entonces cuando la urgencia por sacármela de encima se hizo incontrolable. Maquillaje, implantes de silicona, tatuajes, prótesis dentales, tintura capilar, bronceado artificial e intervenciones plásticas. Blum dice que la “apariencia cosmética” —los elementos que se incorporan al propio cuerpo para una inserción social exitosa—, constituye la matrioska que se encuentra a flor de piel, la matrioska exterior, la cáscara que contiene al resto de cáscaras. Yo no tenía cirugías ni tatuajes ni el cabello teñido. En mi caso removerla sería muy fácil, una sesión de desmaquillaje ritual. Luego quitaría la siguiente y así sucesivamente hasta llegar a la “matrioska alfa”, aquella que, como me aseguró la doctora Blum, debía contener mi yo en su expresión más pura.

“Arráncala”.

Abrí el grifo. El agua helada paralizó mi rostro, corroyendo las capas de maquillaje. Un remolino de púrpuras, beiges y rojos rugió dentro de la porcelana blanca del lavabo para luego ser absorbido por el desagüe y llegar a las alcantarillas, donde se disolvió en las aguas servidas de la ciudad. Mientras esto sucedía bajo tierra, la sensación térmica en mi piel se convirtió en una fuerza renovadora que, poco a poco, irrigó mi cuello y mis hombros, bajó por mi columna y se acumuló en mis caderas. Luego avanzó con mayor fuerza hacia mis pies, pasando primero por mis muslos, pantorrillas y tobillos. Pero esa purga cosmética no fue suficiente para sentirme más auténtica. Había una segunda matrioska exterior que me asfixiaba, que no estaba compuesta sólo por el maquillaje.

Durante mi niñez y mi adolescencia fui extremadamente pálida. Todos los años, cuando nos sacaban la foto de curso para el anuario, mis compañeras hacían la misma broma: “¡Sor Socorro! ¡Sor Socorro! Gasparín sale en la segunda fila”. Era obvio: la siguiente matrioska tenía que ser mi bronceado. Ese que adquirí a fuerza de usar cremas aceleradoras y sprays durante tanto tiempo, a fuerza de hibernar durante cientos de horas en la cámara de bronceado del Spa Lido, a fuerza de pasar dos semanas al año con el pellejo tendido sobre las playas de Saint-Tropez, Río o Ibiza.

Me tomó mucho más tiempo de lo que hubiera imaginado, pero lo logré. La luz del baño hirió mis ojos. El ronquido del tráfico —filtrado por la pequeña ventana encima del escusado— martillaba mi cabeza. Sintiendo el colapso cerca, me dejé caer sobre el tapete de felpa celeste. La pequeña navaja que extraje del removedor de callos se desprendió de mis manos. Desde el ángulo interior del codo hasta la muñeca, solo un hilo de sangre completó el recorrido. Un hilo que destiñó de mi piel todo viso de dorado artificial.

La sentí por primera vez. Adherida a mí. Como un pellejo artificial y tóxico, que mantenía en cautiverio hermético a mi verdadero yo, asfixiándolo poco a poco. Fue entonces cuando la urgencia por sacármela de encima se hizo incontrolable.

Evalué el charco espeso que se extendía sobre el tapete celeste. El derramamiento había cumplido su cometido. Gasparín me observaba desde el espejo. Como lo había prometido Blum, al despojarme de mis matrioskas exteriores, me pareció ver el mundo con nuevos ojos. La pesada nata que los cubría fue desintegrada por un ojal de luz que tomó posesión de cada objeto a mi alrededor. El lavamanos, las grietas entre baldosas, el tapete empapado de sangre… todo adquirió una reverberación casi mística; me explico: normalmente —como asegura Blum— una persona es capaz de “leer” un objeto mediante cinco formas sensoriales. Deambulamos, quizás, en un cúmulo de dimensiones que no somos capaces de percibir. Sin mis últimas matrioskas no me hacía falta un set de sentidos más sofisticados para saber que el retrete, por ejemplo, hacía algo más aparte de ser blanco y frío, sonar como una cafetera vieja y oler a cloro. Pude sentir sus quarks y sus gluones vibrando en el espacio, en un estado de cohesión aparentemente inviolable. Pero, sin mis matrioskas exteriores actuando como barrera, pude ver los puntos débiles de la materia, su carácter volátil: cada partícula tenía una partícula-sombra de antimateria que la acechaba, escondida, sin tocarla, imitando fielmente su estatismo o su movimiento. Así lo supe. Cada objeto y cada ser podían ser aniquilados en cualquier instante, si los dobles de antimateria de sus partículas llegaran a chocarse contra las originales, todos simultáneamente.

Pero eso no tenía importancia para mí, la aniquilación de aquellas dos matrioskas había puesto en marcha algo que ya no se podía detener, que me impedía pensar en otra cosa. Odio caer en lugares comunes pero sí, a partir de ese momento el cielo era —no hay cómo decirlo de otra manera— más azul. El peso de la atmósfera sobre mis huesos se aligeró. No sólo sentía que mis pulmones y mi sangre recibían oxígeno, sentía que se transfiguraban. Y yo me transfiguraba con ellos. Así recorrí la ciudad durante algunos días y noches, sintiendo que la densidad de mi materia disminuía, y que, a la par de eso, el universo se desnudaba frente a mis ojos. Pero el efecto empezó a desvanecerse, una sensación de pesantez lo remplazó. Blum había dicho que para que el procedimiento fuera exitoso en todo su potencial se debía remover todas las matrioskas que envolvían a la matrioska alfa.

Una vez más examiné mi rostro frente al espejo del baño. La venda con la que había cubierto el corte del brazo estaba bañada en sangre seca. La ausencia de maquillaje y la hemorragia me habían dado una palidez opaca. Pero no, yo no era la mujer del espejo. Aún no. Todavía me acomodaba el pelo detrás de las orejas del mismo modo que lo hacía mi madre. Sorbía el café cerrando los ojos como lo hacía mi padre. Todavía tenía ese tic nervioso en el párpado derecho, que adquirí en el peor día de mi vida y me mordía los labios al tener sexo, imitando a esas amigas que decían que se mordían los labios al tener sexo. Todavía escuchaba la música que mi último amante me había dicho que oyera. Debía arrancarme todo eso. Debía descubrir cómo yo tomaba el café, qué muecas hacía durante el sexo, cómo llevaba el pelo y qué música me gustaba. Debía descubrir todo sobre mí. Y para lograrlo, otra matrioska debía volar.

Blum decía que se recuerdan de mil maneras las cosas que nunca sucedieron, porque en ese espacio de lo que no fue caben todas las posibilidades. No lo entendía al inicio. Pero en ese momento frente al espejo creí haberlo comprendido: para tener todas y cada una de las posibilidades de existencia nuevamente abiertas debía borrar de mi memoria todo recuerdo, toda imagen y toda influencia que me hubiera condicionado para ser lo que entonces era. El conjunto de todo eso era la siguiente matrioska que debía aniquilar. Traté de recordar el nombre del medicamento que Blum había mencionado durante los primeros días de mi terapia y que yo había descartado automáticamente, porque me parecía un acto de autoterrorismo borrar mis recuerdos traumáticos en lugar de enfrentarlos y vencerlos. La doctora no volvió a mencionar aquella posibilidad y ahí fue cuando empezó a explicarme la metáfora de las matrioskas.

“Propanolol”. Sí, ése podía ser el nombre. Para asegurarme, fui hasta el computador y busqué en Google el supuesto medicamento. Era cierto que existía. Blum había dicho que era una medicina extremadamente fácil de conseguir: se utilizaba para la hipertensión y se vendía bajo prescripción médica. Pero eso no sería un problema; siempre que uno ordena medicamentos a domicilio la operadora de la farmacia sólo pregunta el nombre del doctor que prescribe. Al momento de la entrega el motorizado nunca verifica si la receta es real.

Traté de recordar el nombre del medicamento que Blum había mencionado durante los primeros días de mi terapia y que yo había descartado automáticamente, porque me parecía un acto de autoterrorismo borrar mis recuerdos traumáticos en lugar de enfrentarlos y vencerlos. La doctora no volvió a mencionar aquella posibilidad y ahí fue cuando empezó a explicarme la metáfora de las matrioskas.

Cuando el propanolol llegó, no pude esperar para encerrarme en el baño. El sonido del aluminio del blíster partiéndose, dejando desnudas las tabletas y liberando un tufillo químico, me causó el mismo placer que sentía de niña cuando partía con la cuchara la costra de caramelo de una crème brûlée. Bastaba una pequeña dosis de propanolol, según Blum, para que los recuerdos deseados desaparecieran. El procedimiento era muy sencillo: el medicamento debía tomarse antes de evocarlos. Yo tenía muchas memorias que borrar, así que tomé las diez tabletas del primer blíster. Al principio pensé que cada una se encargaría de eliminar un recuerdo, pero para estar segura decidí tomar dos por cada uno. Primero borraría a mis padres: empujé las dos primeras tabletas con un sorbo de agua del grifo. Apenas empezaron su camino hacia mi estómago le puse play a mi memoria: los vi recostados en su cama, viendo la TV, mientras yo arrastraba por el pasillo a un oso de peluche al que le faltaba una oreja. Los vi reír y besarse. Luego intenté recordar lo que sucedió el día en que mi madre se fue de casa, después de que el divorcio fue oficial. Lograba solamente recordar ciertos colores y ruidos, el amarillo de su blusa, el ámbar de la miel untada sobre mi tostada y el sonido de la radio de la cocina. Intenté nuevamente. El propanolol actuaba en el momento en que todo se aclaraba, cuando el contorno de las imágenes comenzaba a definirse, como si la función de auto focus hubiera sido disparada en mi cerebro. Con la nitidez de cada imagen venía el dolor en el pecho. Pero en lugar de que ese dolor agudo y metálico pudiera derribarme como siempre lo hacía, fue detenido por lo que se sentía como una barrera líquida y helada alrededor de mi pecho. Incrédula ante la eficacia del medicamento, me alisté a evocar el próximo recuerdo. Ese sería mucho más complicado de atacar, sin duda. Era el mismo que había tratado de reprimir durante toda mi vida adulta. El que había hecho que llore cada noche durante la adolescencia, que había provocado que mi niñez fuera un capítulo que nunca se leía, que con su podredumbre atraía moscas y gusanos, convirtiéndose con el tiempo en algo aún más tóxico. Apenas empecé a hojear mentalmente esas imágenes, la réplica de aquel momento me sacudió. Volví a sentir ese ardor y ese miedo, pero antes de que se convirtiera en agonía y terror, como sucedió entonces, tomé otro par de tabletas y las catapulté esófago abajo. Enseguida la barrera líquida entró en acción.

No podía creerlo. Todo se borró con demasiada facilidad. El frío que se extendía por mi interior con cada nueva tableta era como un extintor de sufrimiento. Me refrescaba, me calmaba, me elevaba. Sentía cómo esa tercera coraza se descomponía, liberando una versión más ligera y pura de mí. Eché dos tabletas más adentro de mi boca y luego otras cuantas y dos más después de las primeras. Con ellas borré a Ismael y aquellos años en los que apenas tuve el dinero para pagar el arriendo de una habitación en La Floresta. Borré el día en que me diagnosticaron esa enfermedad impronunciable, que ningún doctor de Quito sabía cómo deletrear y de la que muy pocos habían oído. Borré los días en cama, retorcida a causa del dolor, y también las noches que pasé sola, postrada, haciendo penosos intentos por dirigir mi mirada hacia la TV, mientras mis amigos cenaban en alguna parte, mientras bailaban y bebían, mientras iban a la cama unos con otros. Mientras vivían.

El primer blíster de propanolol estaba vacío. Yo flotaba. O al menos eso sentía. Sin el peso del pasado, de la existencia previa, mi cuerpo era tan ligero como la vaina de una uvilla. Mi mente parecía un océano efervescente, listo para desbordarse sobre nuevas vivencias, para bañar nuevas memorias. Me elevaba. Me elevaba y giraba por el aire del baño como un cometa diminuto, como una espiral de helio. Reí por primera vez en mucho tiempo. Blum tenía razón. Al extirpar la tercera matrioska mi yo esencial quedó descubierto. Me sentí libre, con la capacidad y la energía para vivir esa y doce vidas más. Me sentí tranquila. El mundo era un lienzo terso y blanco donde podía revolcarme y marcarlo según mis deseos. Tenía la energía para hacerlo. Y sobre todo, la paz. El pasado, como cualquier mar picado que se mira desde el espacio, era sólo un espejo liso que ya no me atormentaba con su reflejo. Pero poco a poco la ligereza absoluta que sentía empezó a convertirse en vacío. Despojarme de todas las matrioskas había provocado que mi sombra de antimateria se volviera demasiado pesada. Mis partículas, desprovistas de sus corazas, estaban siendo eclipsadas por sus antipartículas respectivas. Sí. La anulación del ser es el único vehículo para anular el peso de la existencia. Ahora estaba claro. Y Blum lo sabía. Fue el regalo que me dejó. ®

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Publicado en: Diciembre 2013, Narrativa

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