Cuchillo de palo

Los menesteres del ocio, XIII

En balde busca en las vidrieras de los cafés la silueta de sus veinte años, por lo menos la de los treinta. Ha gastado su vida buscando, sin saber que ella sólo es la que busca, nada en particular: sólo una búsqueda.

“Echando a perder se aprende”: tal parece que la escucho todavía, la voz de su conciencia filtrándose en sus actos como un veneno transparente. Esos actos de los que sólo era consciente a medias, víctima de su propia ambigüedad. Así era como se engañaba, sin dejar de asestar de paso los golpes tercos, pacientes —con el romo y con el lomo, con el filo— de su cuchillito de palo. El poeta vagabundo no le duró ni un año. Pero tampoco buscaba un alma gemela. Sólo alguien en quien descargar su odio y su lascivia, cuando ambas emociones cuajaban en una sola baba amarillenta, que de tornarse sólida, formaba una mica rugosa, al fondo del desván, en la ventana llena de telarañas: un espejo de bruja donde se fragmentaban sus facciones.

Pero han pasado muchos años desde aquella primera equivocación. A los treinta años lucía prematuramente envejecida. La savia del poeta atemperó su piel de mendiga, encendió una chispa en sus ojos aguanosos. A los sesenta, se siente en su segunda adolescencia y recorre las calles en busca de otra víctima. Puede alquilarla o comprarla. La robará si es necesario. Su alma es un tubo de metal que sorbe la vida a grandes tragos, con el énfasis de una asmática, de alguien que se ahoga. Ha vuelto a recorrer las calles, pues, con su atuendo de limosnera, apretando debajo de la capa el bolso de terciopelo que contiene las monedas que nunca se agotan.

Su alma es un tubo de metal que sorbe la vida a grandes tragos, con el énfasis de una asmática, de alguien que se ahoga. Ha vuelto a recorrer las calles, pues, con su atuendo de limosnera, apretando debajo de la capa el bolso de terciopelo que contiene las monedas que nunca se agotan.

En balde busca en las vidrieras de los cafés la silueta de sus veinte años, por lo menos la de los treinta. Ha gastado su vida buscando, sin saber que ella sólo es la que busca, nada en particular: sólo una búsqueda. Si fuese algo concreto, ya lo habría perdido: hasta tal punto es mezquina, amarga, estéril. La dialéctica es imperfecta ya que es anterior al ser y se funda en el caos: nunca da el salto, se hunde como un arcoiris de gasolina en la alcantarilla. Por su parte, el poeta nunca la olvidó pues no la conoció por completo. Durante muchos años la guardó como una duda, como una interrogante. Ahora construye sobre ella y en sus reflexiones no hay nostalgia, ni compasión siquiera. Sólo intenta completar la figura, prestarle algo de solidez a esa resina que resbala, sin cristalizar ni iluminarse.

Siente que la poesía amorosa se ha vuelto imposible a partir de su encuentro con esa musa callejera. El lápiz se ha tornado un cuchillo de palo que hiere la página pero no le saca jugo. Un caballito de palo que trota y no avanza. Desestima un segundo encuentro, tantos años después: el azar tiene la elegancia de no repetirse. Por lo demás, ella nada guarda en su regazo: lo que no reveló en la cúspide de la vida tampoco lo entregará ahora en el umbral de la muerte. Vaga por las calles en busca de otro despistado: sus labios delgados como el gemido pronuncian los nombres de las estaciones del metro, como si se tratase de una plegaria. Entre esos nombres ha olvidado el suyo propio. Tornó a ser la vagabunda que merodea en sus ratos libres —la mayor parte del día, si es que no toda la noche—, sin madriguera y sin guarida. Esa búsqueda la agota y ella se agota en la búsqueda. 

La mujer del borracho

Mujeres interpretadas y sobre interpretadas hay muchas: Amelia era un fantasma. Un holograma estampado en el aire, una calcomanía adherida a los utensilios domésticos. Sus ojos eran dos llamas tranquilas que se sobresaltaban a veces, que se ponían trémulas, exudando lágrimas; que ardieron de día y de noche durante diez años, como unas llamas insomnes, hasta que de pronto se apagaron. Aquellos ojos verdes y mansos como aceitunas agotaron su aceite. El borracho, que pateaba los muebles y las sonoras ollas, que rompía los vasos y los platos, nunca se había atrevido a sisar ni a escupir esa llama. Hasta que ella misma se marchó, como un relámpago que muda de sitio, como una raíz arrancada del cielo, donde lucía como una herida, como una fractura que se hubiese cerrado de pronto.

Y lo hizo sin un reclamo, sin un reproche. Atropellado por la brutalidad del azar, el borracho tardó algunas semanas en percatarse de que había sido abandonado. Sus zapatones cubiertos de lodo bailaban en vilo sobre el tejado de cristal del vacío. Aflojaba poco a poco la respiración; cargaba al hombro su cuerpo, como un peso oneroso y desvalido. El armatoste del crepúsculo se desintegraba entre un ventarrón de hojas muertas; sus obsesivos tornillos, sus oxidados resortes se aflojaban en todas partes simultáneamente. Algo le decía que jalara el gatillo. Que las cosas andaban mal y en su estrépito tendían a componer el modo más siniestro de la rutina, Ella, que lo resolvía todo, no estaba más y su ausencia tornaba quebradizos e inasibles los asuntos cotidianos.

Un fantasma de estos pueblos del interior, donde la amargura y la sevicia de los varones convierte a sus mujeres en fantasmas. No estaba más y su fuga había sido tan misteriosa, casi tanto como la paciencia y la dulzura con que lo había soportado durante los últimos años.

Una lápida se desploma en el desván. La ruleta rusa de beber en las calles, cuando el instinto de conservación es una parda bestia acosada, lampareada por las luces de los bares. Se está en manos de desconocidos, que no conocen la piedad sino la burla y el escupitajo. Ella no estaba más, como una etiqueta fluida adherida a las cosas. Desde que se apartara de su cuerpo aquella noche, con sabor a hongos y ambrosía, para regresar a la cantina, a quemarse la lengua con limón y a curarla con la sangre pastosa de los bloody maries. Ella se había sumergido en el azogue del espejo de la recámara. No saldría más de allí. Hasta entonces había sido un espectro apacible, que lo esperaba cada noche como un penate, como una llama votiva que no lograba apagar a escupitajos ni con las patadas de sus zapatones. Un fantasma de estos pueblos del interior, donde la amargura y la sevicia de los varones convierte a sus mujeres en fantasmas. No estaba más y su fuga había sido tan misteriosa, casi tanto como la paciencia y la dulzura con que lo había soportado durante los últimos años.

Carga al hombro el sangriento fardo del crepúsculo, esos labios empapados de rocío, el rostro que se aclara mientras lo pule un trémolo de hojas secas. Casi ha desaparecido la rutina de regresar a casa. Esa onerosa rutina, pues ahora cualquier sitio es su casa. Donde quiera improvisa rutina y paramento, cualquier bar es desván y cocina donde desploma sus huesos. Los días rondan en torno a él como aves carniceras. Sólo esperan que cese ese movimiento inicuo y gratuito. Las trasfaldas de gasa de la ausente rozan su rostro abotagado, impertérrito. Esa mirada que fuera su más allá es ahora un cielo estéril, sin nubes. Desde allí cae un relámpago seco, que no llega hasta él, que se aqueda a medio camino. Lo ciega el estallido. ®

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Publicado en: Narrativa

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