El mar, las olas, las gaviotas

Una ruptura amorosa, una editora que ahora vive sola, una vida monótona, una llamada extraña, un accidente, el sonido del mar, un inocente condenado a prisión, el mar, las olas, las gaviotas…

Jason deCaires Taylor, «Reclamation». MUSA, México.

Primera parte

La primera llamada ocurrió una tarde de lluvia atípica.

Las nubes cargadas y grises provenían deprisa impulsadas por el viento del norte, y para cuando Karla terminó los pendientes del día y salió de la oficina, una serie de gotas ligeras comenzaron a caer. Calculó mal. Pretensión de meteoróloga. Supuso que no pasaría de una llovizna y sus pasos sin prisa recorrieron la acera como quien transita un sendero de jacarandas, contemplativa y ensimismada. No era así. Pensaba en los textos urgentes por editar, en las correcciones devueltas por el director de la revista, los autores que incumplían las fechas de entrega y el estrés a cuestas que representaba el cierre de la edición del mes.

A tres cuadras de su casa el torrente azotó aquella parte de la ciudad y Karla se empapó. Apenas logró resguardar su mochila con sus pertenencias envolviéndolas con su gabardina y metiéndolas debajo de su blusa, haciéndola lucir como si tuviera ocho meses de embarazo.

Caminó lo más rápido que pudo con el paquete en su estómago, brincando charcos, desniveles y esquivando a otros transeúntes. En dos semáforos no notó la luz verde y estuvo a punto de ser arrollada. La luz del día se disipaba y un cielo anaranjado entró a escena antes de ingresar al edificio donde vivía.

Cerró la puerta de su departamento, dejó el saco envoltorio sobre el piso y comenzó a quitarse la ropa camino al baño. Se duchó con agua hirviendo. La espalda roja. El vapor abriendo los poros de su piel. Sus manos recorriendo su cuerpo en una doble misión: asearse y proveerse las caricias que Isaías dejó de darle desde que se marchó de casa.

Imposible recordar y no sufrir. Comían en silencio, ambos sabían que lo suyo se había extraviado desde hacía tiempo. La ausencia de pasión no puede pasarse por alto tan fácilmente. Después de tragar el último bocado la miró y sin drama ni reclamaciones, anunció la ruptura.

Se envolvió en una toalla hasta el pecho y colocó otra en su cabello. Frente al espejo, después de limpiar lo empañado del cristal, al ver su imagen triste y cansada le provocó un suspiro. Lloró y su piel húmeda no reconocía el tacto de más agua.

Vistió su pijama, preparó palomitas de microondas, revisó en su teléfono sus redes y un par de correos sin importancia. Encendió el televisor. Hizo zapping y paró en un infomercial que promocionaba un ridículo bastón con luces y radio AM–FM. Pensó en si llegaría a vieja y si necesitaría de un bastón o una silla de ruedas para desplazarse. Cambió de nuevo y paró en un canal religioso en el que se debatía el porqué el matrimonio entre dos personas del mismo sexo era pecado y siguió a otro apenas escuchó la palabra “fornicación”. Dio dos tandas y aburrida apagó el aparato y se dirigió al equipo de sonido para poner algo de música. Por la ventana, a través de la cortina traslúcida podía ver la intensidad de la lluvia.

La melancolía: las llamadas con su madre, sus consejos, los recuerdos compartidos, las quejas sobre su padre y sus cuñadas, las bendiciones y los deseos de buenas noches. A su muerte debió cancelar el servicio, si no lo hizo fue porque creía que ello significaba otra forma de perderla.

Entonces ocurrió. El teléfono fijo sonó. Por un segundo creyó que no se trataba del suyo, no lo utilizaba desde que su madre murió hacía un año. Era una de esas personas obstinadas en no dejar ir los aparatos del pasado y que hacía campaña contra las nuevas tecnologías argumentando que robaban la esencia de las interacciones humanas. Seguía sonando. La melancolía: las llamadas con su madre, sus consejos, los recuerdos compartidos, las quejas sobre su padre y sus cuñadas, las bendiciones y los deseos de buenas noches. A su muerte debió cancelar el servicio, si no lo hizo fue porque creía que ello significaba otra forma de perderla.

Pensó dejarlo sonar hasta que quien estuviera del otro lado de la línea se cansara. Supuso que se trataría de un vendedor, un agente bancario o un número equivocado. Podía asegurarlo pues nadie más además de su madre tenía ese número.

El teléfono guardó silencio. Karla puso un disco de Nick Cave que Isaías le regaló en su aniversario número dos. Lo recordó todavía más cuando sonó “Jubilee Street”. Iba a quitarlo, era ridículo flagelarse de aquella manera, pero no lo hizo. El disco sonó completo.

Recostada sobre el sillón lanzaba palomitas jugando a atraparlas con la boca. Intentaba no aferrarse a ningún pensamiento a pesar de que se le venían como flechas directas a la cabeza: el trabajo, Isaías, su madre, los pagos pendientes. ¿Y la felicidad dónde quedó? Sentenció para sí misma.

Ocurrió de nuevo.

El teléfono. Aquella campanada irritante resonó en todo el departamento. Karla cerró los ojos y se cubrió los oídos con las manos. El bowl de palomitas subía y bajaba en su estómago. El sonido no cesaba. Molesta, se incorporó y fue directamente a la esquina donde el teléfono reposaba en un mueble viejo. Pobre del vendedor, el agente o el despistado que marcaba porque sería el receptor de sus frustraciones.

—¡¿A quién busca?! ¡¿Qué chingados quiere?!

Al principio le pareció que del otro lado había silencio. Después se mostró incrédula. ¿Su sentido le jugaba una mala pasada? Por el auricular, lejano, el sonido de olas encallando y volviendo al océano, también el aleteo de gaviotas y sus graznidos.

—¿Hola? ¿Quién habla? —preguntó con un dejo de temor e intriga.
La respuesta fue el mar, las olas, las gaviotas.
—No estoy para bromas. ¿Con quién desea hablar? —volvió su tono altanero.

El mar, las olas, las gaviotas. Creía poder sentir el sol y la brisa fresca.

Abrió la cortina y la lluvia los autos y la gente que caminaba le parecieron una realidad a la que no pertenecía. Incrustada en su cabeza se encontraba el mar, las olas, las gaviotas. Se pensó a sí misma a los diecisiete años, la última vez que fue con su familia a la playa.

Colgó y con ello salió de un trance del que no se había dado cuenta que se encontraba. No se explicaba la razón, pero anhelaba aquello del otro lado de la línea.

Caminó hacia la ventana. Abrió la cortina y la lluvia los autos y la gente que caminaba le parecieron una realidad a la que no pertenecía. Incrustada en su cabeza se encontraba el mar, las olas, las gaviotas. Se pensó a sí misma a los diecisiete años, la última vez que fue con su familia a la playa.

Sobre el sofá, volvió a encender el televisor y lo dejó en mute. Su atención yacía en las sorpresivas ganas de que el teléfono timbrara de nuevo. Las horas pasaron y el sueño la venció allí.

Madrugada. Afuera los últimos rastros de la tormenta. Una ambulancia con la sirena encendida y la torreta iluminando la ciudad. Una pareja solitaria volviendo a casa. Perros ladrando…

El teléfono.
Karla despertó deprisa y modorra. Tropezando en la oscuridad con los muebles atendió.
—¿Hola? —su voz ahora era la de una niña que pide por favor al mago que repita el truco.
El mar calmo, las olas lentas, las gaviotas taciturnas.
—¿Por qué llamas aquí? ¿Quién eres?
El mar, las olas…

Supo que era inútil insistir. Se mantuvo en silencio, manteniendo su respiración a un ritmo sereno que se empató con el ir y venir del agua. Cerró los ojos. Se imaginó allí con sus pies desnudos sobre la arena hundiéndose un poco, el viento salado en los brazos, el pecho, los muslos, el rostro; sin malos recuerdos ni nostalgias, sólo el bello horizonte.

La llamada se cortó devolviéndola a su departamento y a su soledad.

Al día siguiente trató de no pensar en el fenómeno. Fue inútil. El día transcurrió mecánicamente. Tecleaba, corregía, atendía reuniones y respondía a sus compañeros y jefe sin estar completamente presente en la oficina. También estaba ausente cuando salió de trabajar, fue al supermercado, se encontró a una vieja amiga con quien intercambió minucias de la vida y después se dirigió a casa.

¿Qué probabilidades habría de que la llamada se repitiera? Puso una carga de ropa en la lavadora, lavó los platos sucios de días atrás, se sirvió una copa de vino, abrió un libro, sin poderse concentrar, vio el reloj de su muñeca, el de su teléfono y el de la pared como si fueran a arrojarle datos distintos. Eran las nueve de la noche.

El teléfono sonó.

Corrió hasta el mueble, pero antes de tomarlo el quinto dedo del pie se impactó contra una de las patas triangulares. Escuchó un breve crack que le siguió de un dolor punzante e insoportable. Aun así, cojeando, contestó y se sentó sobre el sillón.

—¿Bueno? —respondió con un llanto ahogado.
—Muy buenas noches, le habla Martha Cisneros, asesora financiera Bancomer, ¿cómo se encuentra el día de ho…
Colgó: “Chingatuputamadre Martha Cisneros”.

El dolor proveniente de esa parte diminuta de su cuerpo la dominaba, no obstante, imperaba más la decepción. Trató de caminar sin cojear. Fue imposible. Vio su dedo chueco y ello le confirmó la fractura.

Envió un mensaje a su mejor amiga, quien al contarle la necesidad de auxilio para llevarla al hospital pensó que se trataba de una broma.

“No, Rebeca, no estoy bromeando. Necesito que alguien me lleve. No puedo moverme.” Envió otro mensaje.

El dolor se intensificó. Intentó con dos compañeros de la oficina con quienes se sentía en confianza. El primero respondió en un tono de cortejo que le disgustó (“¿Si te llevo me aceptas una cena?”), así que lo bloqueó.

Rebeca respondió con una selfie de su novio y ella en la mesa de un restaurante, entre una botella de vino, dos copas y una tabla de quesos.

Karla sintió pena y no insistió. El dolor se intensificó. Intentó con dos compañeros de la oficina con quienes se sentía en confianza. El primero respondió en un tono de cortejo que le disgustó (“¿Si te llevo me aceptas una cena?”), así que lo bloqueó. El segundo estaba dispuesto, sólo que confesó estar en un bar con algunos tragos encima. Tampoco tomó esa opción.

Karla no tenía a más personas en las cuales confiar en la ciudad a tres años de su mudanza desde Guadalajara. Pensó en él y no estaba dispuesta a rebajarse a tanto sin antes llamar directamente a los servicios de emergencia. Desafortunadamente, las ambulancias públicas se negaron aludiendo que su estado no era prioritario y las privadas cobraban una suma que le pareció ridícula para tal fractura.

“¿Algún vecino?”, pensó. No. No llevaba con ninguno una relación tan cordial como para arruinarle la noche. Después de unos minutos intentó caminar colocando el peso en el pie sano para llegar a la puerta y someter a duda si podría bajar hasta abordar un taxi. Sólo logró dar tres pasos antes de que el dolor la detuviera. Se sentó sobre el piso. Lloró. Limpió sus lágrimas con el antebrazo y sacó el teléfono. Después de pasar varias veces por la letra I recordó que lo había borrado. Buscó en su memoria: 554658…55465879… 5546587970. Sí, era ése. Marcó. Una parte de ella quería que respondiera, la otra no.

—¿Aló? —respondió del otro lado una mujer.
—¿Es éste el número de Isaías?
—¿Quién lo busca?
Karla dudó si seguir. Tenía un mal presentimiento.
Dijo su nombre.
Del otro lado un silencio molesto.
—Bebé, te habla una tal Karla.
“¿Una tal Karla?” “Esta pendeja quién se cree”, dijo en voz alta sin pudor.
Después de unos segundos su exnovio atendió.
—¿Karla? Hola, ¿cómo estás? —en la voz de Isaías había nerviosismo. Imaginó a la mujer observándolo categórica, con los brazos cruzados.
—Perdona que te moleste, pero no tengo a quién más recurrir. Me acabo de fracturar el dedo pequeño del pie y necesito ir al hospital, ¿podrías llevarme?
Silencio.
—¿Hola? ¿Sigues allí, Isaías?
—Sí, sí, perdona Karla. ¿Sabes? Me encantaría ayudarte, es que me agarras en un momento complicado, qué te parece si le pido a un amigo que…
—Chingatuputamadre —colgó.

Tanto fue su desasosiego que el hermano arrepentido se brincó la barda, la recogió y se la pegó con resistol. No quedó igual, pero aquel gesto, quizá el único bondadoso de su hermano, la hizo sonreír.

Lanzó el teléfono y comenzó a llorar desconsoladamente. Extrañamente, rememoró el último llanto así de intenso. No cuando la abandonó su exnovio, no cuando murió su madre, no ahora que sentía un dolor físico. Había sido cuando su hermano, a los siete años, tomó a Clarita, su muñeca favorita, una mona fea y casi calva, de ropa sucia que llevaba a todos lados, y le arrancó la cabeza y la pateó a la casa vecina, así porque sí, nomás por las ganas de joderla. Tanto fue su desasosiego que el hermano arrepentido se brincó la barda, la recogió y se la pegó con resistol. No quedó igual, pero aquel gesto, quizá el único bondadoso de su hermano, la hizo sonreír.

No hay dolor infinito ni cuerpo capaz de soportarlo. Se acostó sobre el piso frío. El departamento silencioso dejaba oír quedamente a unos vecinos haciendo el amor, otros que discutían, alguno cocinaba, otro más metía un gol en la consola de videojuego.

A Karla se le acabaron las lágrimas y un entumecimiento del pie dio tregua. Se colocó en posición fetal y dormitó un poco.

El teléfono sonó.

Pensó si valía la pena arrastrarse y hacer un esfuerzo para descubrir si se trataba del paraíso auditivo o un fastidio más. Lo hizo. Con cuidado volteó el cuerpo y se arrastró codo a codo, impulsada por la cadera. Colocó las palmas sobre el piso y después con la derecha alcanzó el teléfono.

Allí estaba.
El mar, las olas, las gaviotas.

Parecía que metía la pierna con el dedo roto en el agua salada. Sentía el frío gozoso, la arena movediza que la enterraba algunos centímetros pero le permitía caminar. El mar le llegaba al empeine, después a las rodillas y los muslos. Se quedó allí, mirando el horizonte delgado y el sol revelándole que la luz puede verse no sólo con los ojos sino con la imaginación. Siguió adentrándose, el agua en el pubis y la cadera. Clavó las manos. Creyó sentir algo, ¿un pez? No era aquello demasiado profundo, pero era una ilusión en la que podía permitirse todo.

Seguía.
El mar, las olas, las gaviotas.
Entonces una voz.

—La prisión sólo detiene al cuerpo. Mientras el océano abunde, las olas arrullen y las gaviotas vuelen, mi libertad está garantizada.
—¿Hola? ¿Quién es? —preguntó Karla aún en el entresueño.
—La soledad es solamente una ilusión…

Después el silencio, largo, casi eterno.

Dormida sobre el piso, pasó la noche moviéndose a ratos cuando el dolor le regresaba, hasta que el cuerpo se hartó de mandar señales que fueron ignoradas después de la llamada. Al amanecer, más llena de ilusión por la experiencia que pensando en sí misma, notó que poseía una fuerza que la hacía capaz de caminar no sin cierta dificultad. Pidió un taxi, tomó su bolsa y se dirigió al hospital, donde tuvo que esperar más de cinco horas para ser atendida.

Aun así, resignada, sentía que algo dentro de ella había cambiado. Sería —creía— que de alguna forma misteriosa el mar le inundó el corazón, las olas iban y venían a través de las venas de su cuerpo y las gaviotas se postraban en sus oídos para susurrarle sus graznidos en momentos de inquietud y tristeza.

Regresó a casa e hizo llamadas de protocolo avisando del incidente a su jefe, posponiendo citas y despejando la agenda para por lo menos dos días no tener que poner su atención en otra cosa que no fuera el silencio producido por la ausencia de la llamada. Esperó paciente. Dormía a ratos con la conciencia de un oído alerta. Miró a su alrededor descubriendo detalles que siempre estuvieron allí y que nunca notó. Y nada. Al tercer día volvió a su rutina de forma idéntica salvo por la lentitud producida por la muleta. Las tardes le parecían provistas de un peso insoportable al creer que sonaría el aparato en cualquier momento. Y nada. Fue el tiempo que lo desdibuja todo gradualmente lo que le arrebató la obsesión. Aun así, resignada, sentía que algo dentro de ella había cambiado. Sería —creía— que de alguna forma misteriosa el mar le inundó el corazón, las olas iban y venían a través de las venas de su cuerpo y las gaviotas se postraban en sus oídos para susurrarle sus graznidos en momentos de inquietud y tristeza. Karla ahora era eso: el mar, las olas, las gaviotas.

Segunda parte

Néstor tenía veintidós años y estudiaba el tercer año de la carrera de Medicina en la Universidad Veracruzana. Era de los escasos estudiantes de su generación que se tomaba las cosas en serio: el estudio, la vida, los más mínimos detalles de la rutina que en su conjunto creía lo dirigían hacia una vida próspera. Su familia y la gente que lo conocía lo consideraba una buena persona, confiable y comprometido. Sin embargo, todos demostraron una concepción débil cuando ocurrió el incidente que le cambió la vida a Néstor.

Aquella tarde modificó su ruta escuela–casa para llegar al centro comercial a comprar un regalo para su madre, quien cumpliría años en unos días. A pesar del calor, ataviado con su bata lisa y blanca y un gafete con su nombre, visitó varias tiendas y se decidió por un vestido que creyó le quedaría perfecto para las comidas familiares de los domingos. Antes de salir del edificio la vejiga avisó que debía hacer una parada en el baño, así que caminó hacia el fondo del centro comercial. Esa zona contrastaba con el resto, pues tenía locales vacíos y algunos en construcción. Escasa gente circulaba y la luz natural poco se filtraba dándole un aspecto lúgubre en el cual Néstor no reparó. Al abrir la puerta para entrar al sanitario escuchó en el de mujeres, justo enfrente, ruidos que fueron imposibles de ignorar. Asustado, se acercó y abrió la puerta. Lo que vio lo petrificó unos segundos y después actuó con una fuerza desconocida Un hombre sujetaba de las manos a una mujer de alrededor de treinta años. Ésta tenía las pantimedias en las rodillas y parte de la blusa abierta, dejándole ver uno de los senos. El forcejeo era desigual, la musculatura de uno contrastaba con la delicadeza de la otra, así que si no hubiera sido porque Néstor se acercó contundente y con el puño lo golpeó en la nuca, haciéndolo retroceder y huir, la violación se habría consumado. Aun sin las manos del desgraciado encima la mujer seguía gritando y sacudiéndose. Néstor se acercó para tratar de consolarla. Grave error. Porque ella no estaba en condiciones de recibir afecto ni cuidado, así que su mente creyó que seguía en peligro y los gritos aumentaron de volumen. “¡Calma, calma!, ya estás a salvo”, le aseguró, sin embargo, era imposible sacarla de esa crisis.

Las manos de Néstor sobre María G, de veintiún años, con deficiencia visual (como indicaría la nota de prensa) hacían del dicho “Lo agarramos con las manos en la masa” una verdad irrevocable.

Los policías del centro comercial entraron y lo que vieron les pareció irrefutable. Las manos de Néstor sobre María G, de veintiún años, con deficiencia visual (como indicaría la nota de prensa) hacían del dicho “Lo agarramos con las manos en la masa” una verdad irrevocable. Intentó explicarles la situación pero el barullo, la violencia y la manera vertiginosa con la que se trató el asunto lo colocaron en el banquillo de los acusados.

El proceso jurídico fue rápido porque la ineptitud del abogado de oficio y la indiferencia de su familia hicieron que fuera etiquetado como una escoria cuyo lugar al que debía pertenecer era la cárcel de la penitenciaria Ignacio Allende, que tenía una particularidad: colindaba con el Golfo de México. Los primeros cinco años fueron un infierno. Como presunto violador los presos y guardias le cobraron la vejación que no cometió sin importar súplicas y gritos de inocencia. Después, poco a poco y sin la creencia de un futuro distinto, pasó a ser otro número más entre ese montón de hombres sin mayor destino que contar los días lentamente. Al séptimo año, el Tifón, un preso conocido por contrabandear de todo, le ofreció un viejo teléfono celular básico por tan sólo cinco mil pesos. Néstor tenía un guardadito muy secreto producto del trabajo en los talleres en los que elaboraba sombreros de paja, los cuales un programa social de reinserción vendía a turistas. Aceptó el trato sin saber a bien a quién podría llamarle a sabiendas de que todos allá afuera en su momento le dieron la espalda.

Pasó dos días observando el artefacto que debía cuidar para que no fueran a descubrirlo. Su primera llamada fue a su madre. El teléfono sonó varias veces hasta que escuchó su voz. “¿Mamá?” La voz ilusionada de Néstor no causó ninguna emoción en la mujer, quien, sorprendida, le pidió no volviera a llamarla porque ella hacía varios años que no tenía un hijo. Frases similares ocurrieron con sus hermanos, primos, amigos y compañeros de la facultad. Para ese entonces estaba más que olvidado de sus círculos cercanos y quedaba claro que nadie deseaba ser relacionado con él.

El teléfono quedó debajo del colchón varios días hasta que al asomarse por la ventana que daba al mar vio a lo lejos un espectacular que ofrecía venta de departamentos. El negocio no fue lo que le llamó la atención, sino el número de atención, uno de la Ciudad de México. Le pareció divertido marcar sólo por ver qué se encontraría del otro lado de la línea, pero una grabadora lo atendió y lo desechó la idea de pulsar botones hasta dar con una persona real con quien tener la posibilidad de conversar. Fue entonces que pensó probar cambiando el último dígito. La línea sonó y alguien respondió del otro lado “¡¿A quién busca?! ¡¿Qué chingados quiere?!” Néstor se asustó pero no cortó la llamada, en lugar de eso viró el teléfono hacia los barrotes, allá afuera en donde sonaba el mar, las olas y las gaviotas. Notó que ello calmó la furia de la interlocutora. Pensó en decir algo, y si no lo hizo fue porque él también disfrutó de ese trance de la naturaleza marítima.

Néstor se asustó pero no cortó la llamada, en lugar de eso viró el teléfono hacia los barrotes, allá afuera en donde sonaba el mar, las olas y las gaviotas. Notó que ello calmó la furia de la interlocutora.

Quiso decirle a aquella desconocida que era un hombre inocente, pero en ese punto ya no se sentía con el derecho de contar su historia sino simplemente dejar que la libertad de allá afuera hablara por él, porque si estaba convencido de que moriría allí, al menos aquel cuadro con vista al inmenso mar era el único juez que no lo consideraba culpable.

Aquella rutina de extrañas llamadas que disfrutaba duró poco, hasta el día en que un guardia le descubrió el móvil por un pitazo de otro preso. Néstor se negó a entregárselo y se lo arrebataron a garrotazos; uno de ellos fue un mal golpe que lo dejó inconsciente. En la enfermería no pudieron hacer mucho y al poco tiempo murió. Nadie en su familia reclamó el cuerpo, y a uno de los oficiales se le ocurrió llamar al último número con el que se comunicó pensando que tal vez ese alguien podría hacerse cargo del cuerpo para evitar echarlo a la fosa común.

Karla recibió la noticia con mucha incertidumbre. Cuando le explicaron que quien la llamaba era un preso desde la cárcel Ignacio Zaragoza al principio tuvo miedo y dudas, no obstante, pronto recordó cómo aquellas llamadas causaron en ella un efecto alucinante y transgresor de sus infelices días. Cuando se le preguntó el parentesco inventó ser una prima y aceptó encargarse de recoger el cuerpo. Tramitó unos días en la oficina y tomó un autobús a Veracruz sin saber bien si estaba haciendo lo correcto.

Llegó al servicio forense y dijo reconocer un cuerpo que no había visto nunca en su vida. Aun así, sintió lástima por Néstor al ver esa cara pálida y compungida; pensó en su voz disertando sobre la libertad y la ilusión y las veces que compartió el sonido del mar, las olas y las gaviotas.

Tardaron dos días en entregarle las cenizas en una funeraria. Esa tarde salió con una idea fija: ir al lugar al que ambos estuvieron impedidos durante mucho tiempo de visitar, uno por el concreto y las barras, mientras la otra por la prisión de la monotonía.

Frente al océano, ya no sólo escuchaba y observaba el mar, las olas y las gaviotas, Karla caminó con la caja de las cenizas abierta que pronto se llenó de agua conforme daba más pasos hacia ese horizonte sobre el que flotaban grandes barcos, algunas lanchas y los rayos del sol dibujaban imágenes a través de las nubes. Una vez dentro, las cenizas fueron perdiéndose de a poco en la inmensidad; se despidió de Néstor agradeciéndole que se llevara también mar adentro el recuerdo de su exnovio, el dolor por su madre fenecida y las angustias de la vida adulta. Cuando Karla salió del mar se sintió otra, salvo por el dedo índice del pie que jamás logró volver a ser como era antes de la fractura. ®

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Publicado en: Narrativa

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