¿Quién le hizo tanto daño a Paula Prieto?

Hay que decirlo todo

Te pienso desde la frase que me persigue como un insecto dormido en la lengua: ¿Quién le hizo tanto daño a Paula Prieto? Me dan ganas de escribir, pero no tengo tiempo. Tú sí. Por eso esto. Porque tú ya lo haces y yo apenas lo intento.

Paula Prieto. Fotografía de Instagram.

No tengo nombre esta semana. Algo se fracturó sin alarde y me dejó en esta versión provisoria. Modo demo, modo borrador, suspendida entre el impulso que lanza y el colapso que arrastra. Hoy no quiero nada porque querer se acerca demasiado al sentimiento. Quisiera saber cuánto dolor hay que guardar para sonar así de suave. ¿Y si la vida sí es un sueño? ¿Y si el despertar es lo que nos mata? El tiempo gastado en adivinar qué es el amor, eso es lo primero. Lo que se repite en el centro. Hay días en que lo único que tengo es el cuerpo tenso, torcido por dentro, y la urgencia de romper algo sin querer. Como el gato que tira las cosas y, cuando se rompen, ya no sabe qué hacer. Imagino que sabes lo que es romper lo que no debía tocarse y, en el mismo gesto, sentir que lo esperabas. Ahora, con los restos encima, hay algo distinto: una forma nueva de mirar el desastre. Más cerca. Como quien arrastra una bolsa con vidrios rotos. Sin nostalgia. Pero con más claridad. Y sí, duele. Pero también ilumina. No hay culpa acá, sólo un cambio de escenario. Porque llegar tarde a entender no es fallar: es haber sobrevivido lo suficiente para ver con otros ojos. Me mueve una energía medio rota, medio lúcida. Esa que opera desde la conciencia de que la claridad afectiva es innecesaria para construir sentido. Esa con la que también, sospecho, compones. El dolor se volvió la herramienta. La llave. La excusa para dejar de mentir. No te escucho, te leo. Como si cada canción operara en clave. Una estructura cifrada para quienes ya conocemos el derrumbe por dentro y decidimos quedarnos a estudiar su lógica. Hay algo glorioso en dejar de guardarse. En vivir desde el derrame. No sé si es valentía o cansancio. Irse siempre ha sido una forma de goce. El desplazamiento de una misma. De la identidad dictada por expectativa. Exagerar con método. Asumir que para sobrevivir a ciertos vacíos hay que llevarlos al borde, forzarlos hasta que se deformen. Reírse del deseo, de la vergüenza, del yo que insiste en sostenerse. Fingir control con la precisión de quien ya sabe que el desorden es lo único estable. Decirlo exige lo imposible. Lo real pesa cuando el lenguaje no alcanza. No sé si llamarlo inspiración o si más bien estoy atrapada en una mezcla entre lo trágico, lo tóxico y lo magnífico. Ojalá pudieras verlo. Todo esto. Hay noches en que me despierto sin aire, con una intensidad que no se acomoda. Agitada por tanto. Excitada por nada. Tomo algo para dormir y después paso el día densa, como si tuviera niebla en la sangre. O no sangre. O una nube tibia y sucia que no se decide a quedarse o irse. Algo que se queda girando en lo que debería empujar. Decirlo exige el mismo esfuerzo que respirar con un eclipse alojado en la tráquea: un peso oscuro, redondo, que no se mueve pero oscurece lo que toca. Te pienso desde la frase que me persigue como un insecto dormido en la lengua: ¿Quién le hizo tanto daño a Paula Prieto? Me dan ganas de escribir, pero no tengo tiempo. Tú sí. Por eso esto. Porque tú ya lo haces y yo apenas lo intento. Es tu lengua —que no se presta al sentido común— la que me hizo pensar: hay que decirlo todo. Aunque sea en forma de alga, de polvo, de error ortográfico. Escribirte es exponer una fractura. Inestable. Fuera de marco. Lateral. Justo donde ocurre lo no programado. Lo que no se ofrece a primera vista. Lo que tiembla fuera del lenguaje y se revela en su movimiento residual. Lo que se oculta no desaparece. Se repliega. Y a veces regresa con la violencia de lo no domesticado. ¿Amar es aceptar la disfunción como forma? ¿Desear es persistir en lo que se fuga? Tal vez. Yo permanezco en esa tensión —no como elección moral, sino como residuo estructural— en el umbral donde la fabulación ya no sirve para narrar, pero sigue operando como mecanismo para no callar. Lo que queda ya no son palabras, sino su ausencia organizada: el gesto mínimo, irrevocable, de arrojarse al abismo, aun sabiendo que nadie está mirando. Me gustaría decir que estoy produciendo algo. Pero no. Escribir, desde el colapso, no es comunicar. Es dejar que lo que evitaba me atraviese. Aunque no se inscriba en ningún soporte. No quiero respuestas. Sólo dejar esto flotando, como una botella lanzada con plena conciencia de que el mar no la devolverá. Y aceptar que fue tu manera de escribir —ni didáctica ni indulgente— lo que sin proponérselo me obligó a escribir esto.

Saludos desde el borde.

Yo. ®

Escucha a Paula.

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Publicado en: Narrativa

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