La vida en el multifamiliar

Quien ha planeado esta unidad ha tenido la gentileza de ubicar un centro comercial, una cancha multiusos, un templo y un solar para que se instale una feria o a veces un circo. Para algunos, vivir aquí es sólo una condena temporal en espera de mejores ingresos; para otros, la resignación tiene el rostro de una esperanza envuelta en decepción.

Edificio 46. Unidad Habitacional Díaz Ordaz

El silbato del tren a tan solo cien metros inunda las calles y los andadores. Su tremor agita la taza de café que se quedó en la mesa desde ayer. Hoy el cielo es de un gris oscuro que sugiere inmovilidad. Lo sé porque mis vecinos están ahí. Es como si la pajarera estuviera llena. Por la ventana puedo ver el paso de los vagones. También puedo ver las otras pajareras. Edificios de ladrillo rojo que están lejos de toda uniformidad. Las cortinas, o aquellos trapos que están colgados en las ventanas son la muestra de una enorme variedad de habitaciones.

He estado aquí el tiempo suficiente para haber memorizado algunas cosas. También puedo notar aquello que está fuera de su lugar. Cuando alguien muere es inevitable percibir algo de ese luto colectivo mezclado con una enorme indiferencia. La ambulancia llega con la sirena apagada. Aparece una patrulla, y con el mayor sigilo sale una camilla con un cuerpo cubierto por los cientos de miradas que se asoman con ese morbo furtivo que mi madre ha llamado los mil ojos. Si el muerto se ha retirado durante el día, antes de media hora se habrá vuelto a la pasmosa rutina.

A las 10:30 el camión de la basura ya pasó. Sonó su badajo metálico y agitó las faldas de muchas mujeres que acercaron sus bolsas al arrollo. Es un encuentro con una sensualidad inesperada, ellas con sus fondos, batas, pantuflas y pañoletas. El hombre de la basura con su mono manchado y esa prisa que apenas le permite extender la mano para recibir unas monedas y pasar a la siguiente colecta. No hay diálogos. No hay roces. Las miradas no se cruzan y sin embargo los intercambios han sido satisfactorios. Unos instantes después todo el mundo hace conciencia de su aspecto y vuelven a sus casas con la mirada al suelo. Todo el mundo comprende que hay momentos que no son para socializar. Nadie se ofende por la indiferencia.

El rumor en el edificio es constante. Apuesto a que siempre hay alguien en vela. Se escucha el sonido de los bajantes. La fuga del 104. Los gemidos de la vecina del 106 con su cabecera batiéndose sin pudor contra el muro.

El rumor en el edificio es constante. Apuesto a que siempre hay alguien en vela. Se escucha el sonido de los bajantes. La fuga del 104. Los gemidos de la vecina del 106 con su cabecera batiéndose sin pudor contra el muro y ese rechinido que hace tan molesto imaginar a su marido obeso sudando mientras coge. Estas batallas se combinan con el rumor incesante de la calle. El ladrido de los perros y las canicas que ruedan a las tres de la mañana. Es cierto. Soy un merodeador y éstas son mis notas. No le deseo mal a nadie. No lo hago por venganza. Es sólo que hay más ruidos de lo que puedo aguantar en medio de este terrible insomnio.

* * *

Perdí dos dedos en un estúpido instante. Quise evitar que mi taza cayera al piso y ahora un chorro caliente manchó todo de rojo. Con la corbata intenté contener a la mano. Sonó la alarma. Yo sólo escuchaba un zumbido. Alcancé a ver mis dedos atorados entre el piñón y la catarina. Creo que aun los vi moverse, pensé que lo natural es que quisieran volver a mi mano. Pensé que era muy pendejo por pensar eso. Toda mi sección vino al chisme. Me llevaron en andas a la enfermería y yo estaba más avergonzado que adolorido. Soy el jefe de seguridad industrial y he hecho el ridículo. Más allá veo que alguien ha empezado a limpiar la sangre.

Tengo la mano cubierta por varios metros de vendajes. Me han explicado que mis dedos se contaminaron con la grasa de las máquinas y que es imposible reinsertarlos. Han venido a verme el gerente y el jefe del taller. Sin sus uniformes habituales puedo decir que no conozco a estas personas. Me aseguran que todo estará bien. Que todo el mundo se ha preocupado. Que lo único que tengo que hacer es reponerme. Que esto ha servido para que muchos reflexionen sobre la gravedad de los accidentes que siempre traté de prevenir con mis sermones y con letreros ilustrados que hice colocar en toda la planta. Me han traído revistas. No imagino quién pudo mandar una porno. Parece una mala broma ahora que he desacompletado mi mano favorita.

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La soledad sólo me molesta los domingos por la mañana. A esas horas estoy rumiando porque oigo el programa para niños en varias televisiones del edificio. Alcanzo a oler todos los almuerzos que salen de esas estufas grasientas. Es hora de salir de aquí. Sin rumbo. No importa. Quizá compre un diario y lo lea por partes en distintos cafés del centro. En algunos sólo pediré agua excusando que espero a alguien, que por supuesto jamás llega. En tales casos tres pesos son una buena propina. Termino la lectura en una banca de la Alameda Central. Para entonces el periódico tiene un aspecto lamentable y yo tengo las piernas entumidas.

Tengo derecho a una indemnización calculada por cada falange perdida, que supone una discapacidad permanente. He tenido que llevar mi mano a diversos mostradores y hacer un papeleo enorme. Todo mundo mira aquello con falsa sorpresa y más bien con asco. Copias, firmas, medicamentos y curaciones. También tengo derecho a una incapacidad laboral. No habrá que anudar la corbata durante algunas semanas. Ya en la casa el dolor se hace presente. Me arden los dedos que no tengo y me hacen caminar en círculos mientras me hace efecto la dosis doble que tomé.

Ahora estoy condenado a tener la televisión prendida las 24 horas. Un radio en la habitación que nunca uso. Apenas hoy me he preguntado cómo resolveré el asunto de lavar los trastes.

Es difícil reconocer que se extraña la rutina. Que aquello que se cree odiar todos los lunes también hace falta. Que los conflictos cotidianos son una gran ausencia. Ahora estoy condenado a tener la televisión prendida las 24 horas. Un radio en la habitación que nunca uso. Apenas hoy me he preguntado cómo resolveré el asunto de lavar los trastes. Es cierto que nunca los lavo, pero ahora sí he conseguido un pase para no volver a hacerlo jamás. Afortunadamente me ha quedado una mano con la cual limpiarme el culo.

Mi vida no es interesante mientras miro al techo. Por las noches hay resplandores que se cuelan. Unos son intermitentes y el resto es esa luz ambarina que hace que desaparezcan los colores. De día permanezco tumbado mirando un fino polvo que se ilumina con un rayo que entra por la ventana. Es mi espectáculo favorito. Me traslada a otro tiempo, quizá imaginario en que reposaba la cabeza libre de preocupaciones. Esperando a ser llamado para comer. Con sólo llevar mi plato a la cocina me ganaba el comentario de mi padre agradecido por mis buenos modales. El resto del día podía desaparecer debajo de la cama con mis carritos y esperar la hora favorita. Es la noche, pero aún no se ha encendido la luz. Tiempo de la inmovilidad, que rompe con el llamado a la cena.

El tiempo forma costras lentas como el cochambre en la cocina, veo que se han ido los años cuando hago conciencia de la edad de la estufa y del hollín que se ha formado en los rincones. Hoy es demasiado tarde para lo inevitable. Ya no tengo voluntad para reiniciar el orden. Dejaré que los objetos vayan tomando su lugar. Solo procuraré que el espacio en la cama, mi sitio a la mesa y la poltrona junto a la ventana estén lo suficientemente despejados. Contando con eso, tendré tiempo de escribir sobre estos mundos conectados por escaleras y corredores. Especialmente sobre quienes habitamos estas viviendas H4. Exiliados de toda intimidad.

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A 101 / Las ratas

Sin devoción, ni el infierno alcanza. Diseñaron estos edificios para familias nuevas en un tiempo en que la política de población era tener máximo dos hijos. Hasta creo recordar una melodía forzada que recomendaba tener solamente una parejita con el fin de poder atenderlos mejor. En el 101 no han hecho caso a la recomendación. Ahí el rumor es constante. La puerta rechina trabajosamente para que entren y salgan hedores de inciensos rancios. Los gritos de la señora advierten su mal humor desde muy temprano. A las 10:30 ha vuelto de tirar la basura. Sus pasos son lentos. Sus chanclas dejan ver sus dedos y sus uñas en un abandono de años. Más tarde saldrá a regar el jardín, que consiste en un césped maltrecho y algunas macetas con flores. Yo creo que sale a fisgonear. Saluda a todo el mundo y cree conocer las vidas de todos por aquí.

Conozco sus nombres, pero no vale la pena decirlos. Para mí son rostros. Cuerpos que van y vienen agitados en el mismo sudor de siempre. Los sábados vienen de visita los hijos mayores, que traen a sus esposas y su ruidosa prole. Los que pueden se salen a la banqueta a hacer lo mismo que hacen otros. Nada. Sentarse en los carros y fumar a escondidas. Más tarde el alcohol hace de las suyas y todo termina en un feliz pleito. Entonces el tiempo renueva sus votos. El tren pasa y la vida puede continuar.

A veces la escalera queda impregnada con el olor a jabón y la fragancia de su pelo húmedo cuando se ha quedado a la entrada con su novio. Él nunca la besa. Apenas la toma de mano. No ríen.

Sólo debo añadir que tienen una hija que ha llegado a una edad inquietante. La he oído bañarse por la tarde. Lo hace con música romántica que sintoniza en una vieja radio. No hay pormenores. A veces la escalera queda impregnada con el olor a jabón y la fragancia de su pelo húmedo cuando se ha quedado a la entrada con su novio. Él nunca la besa. Apenas la toma de mano. No ríen. Yo imagino que urden un plan para escapar de aquí. Que sus sueños son alcanzar una nueva periferia de esta ciudad que crece todos los días. Allá es igual que acá, pero al menos sus vidas serán diferentes. En su propia casa ella será quien salga a tirar la basura. Y volverá aquí los sábados para retirarse prudentemente antes del primer escándalo.

A 103/ Dios te ama

Las cortinas de flores enmarcan a otras más ligeras. El silencio es bastante sospechoso para este matrimonio. Puedo suponer que están casados, pero eso es nomás un comentario superficial. Prefiero imaginar que solamente se juntaron. Que hace muchos años abandonaron a otras familias y que ahora se ocultan de su propia vergüenza. No hay hijos. No hay visitas. No hay música. El único ruido que se distingue es una olla de presión que silba al mediodía cuando el tren está muy lejos y la hora del ángelus está próxima.

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Su timbre se ha descompuesto, como la mayoría. Prefiero pensar que ellos mismos lo averiaron. A las 10:30 también puede pasar el surtidor del agua. Que seguramente es el único que ha entrado a la mayoría de las casas y conoce calladamente nuestras miserias. O que secretamente planea robar algún día.

He podido ver sus miradas atentas al cadáver que han recogido hace unos días. Quizá esperan que los plazos se cumplan y apuestan por ver quién se irá primero. Cuál de los dos quedará como testigo mudo de la vida del otro. El diablo jamás entrará a este hogar porque una cédula de San Judas Tadeo se lo impide. Hasta el mal conoce las reglas.

La panadería llama

Quien ha planeado esta unidad ha tenido la gentileza de ubicar un centro comercial, una cancha multiusos, un templo y un solar para que se instale una feria o a veces un circo. El pan tiene horarios fijos y sus hornos llaman con el aroma de sus conchas y orejas, a las que recientemente han adornado con un poco de chocolate en el borde. Ahí pueden encontrarse los que van a la farmacia o los que con más recursos van a la tintorería. Para algunos, vivir aquí es sólo una condena temporal en espera de mejores ingresos; para otros, la resignación tiene el rostro de una esperanza envuelta en decepción.

Alguna vez en los malos tiempos me gustaba comprar bolillos, luego pasaba por un par de tacos y ya en casa metía cada taco en un pan. Le llamaba tortitaco.

Por las noches, excepto los lunes, el taquero reparte un animal en tacos humeantes. Sus salsas saben siempre a lo mismo, pero sin ellas la carne tendría un sabor a grasa caliente. Su puesto pasa inadvertido de día. Tiene el aspecto de un carro abandonado. En las noches nadie piensa en ello. Ni yo, que muchas veces he llegado ahí porque es la única opción que me queda. Alguna vez en los malos tiempos me gustaba comprar bolillos, luego pasaba por un par de tacos y ya en casa metía cada taco en un pan. Le llamaba tortitaco. Hoy el salario ya me alcanza para jamón y queso.

A 104/ Leonera

Éste es un departamento que rentan, el deterioro sólo permite ofrecérselo a jóvenes, que son los únicos que no se preocupan por el aspecto a costa del precio. Las ventanas lucen periódicos amarillentos. Por las noches la música se cuela por todos lados, igual que las risas y el olor acre de la mariguana. Nos hemos encontrado muchas veces en la azotea, a donde subo no sólo a tender la ropa, sino a mirar este paisaje de tinacos y antenas de televisión. Ellos han instalado un sillón desvencijado en su reja. Es como una extensión de su departamento. Incluso creo que son dichosos, que a su manera gozan de estos privilegios. Que no les importa la ruindad de los muros, que son felices con su caguama y su grabadora.

Reconozco mi envidia, he perdido toda juventud y a ellos debo parecerles otra momia más. Me he descubierto sonriéndoles, como aprobando su modo de vivir, tratando de ser cómplice de algo que me hubiera gustado ser si no hubiera estudiado esa carrera técnica, pero la respuesta es indiferente. A ellos no les interesa nadie mayor a los 26 años. A las 10:30 su puerta sigue cerrada y la basura adentro. Seguro de que necesitan dinero he pensado en ofrecerles alguna paga si me ayudan con los trastes. Eso se verá.

Muchas veces al volver del trabajo los vi sentados cerca de la vía del tren. Ahí parecen sentirse especialmente cómodos. El tren suele traer historias, especialmente tragedias, como aquella del hombre que se despedazó con todo y carro. Mucha gente fue a verlo. Lo que más comentaron en el periódico es el hecho de que los ojos se le salieron del rostro y le quedaron colgando a la altura de las mejillas. Creo que ya quedó claro cuál es el espectáculo que ofrecen nuestras vidas.

105/ Mi casa

El montón de periódicos ya llegó al techo hace muchas semanas. Me siento agotado para hablar de mí. Lo haré después. Quizá.

106/ Matrimonio joven. Ella es jugosa

Si alguien ha hecho interesante las 10:30 es mi vecina, que usa unas batas ligeras para salir a tirar la basura. Siempre sale con lentes oscuros. Eso le permite evitar los saludos y otras molestias. Ella no pertenece aquí. Sabe que sólo estará un tiempo, pero ésa es una historia contada muchas veces y el tiempo simplemente pasa, igual que el tren. Para unos es una presencia constante. Para otros, menos que nada. Con esos lentes ella parece seleccionar lo que admite y lo que niega de la realidad. Yo para ella simplemente no existo.

Y menos ahora que me faltan dos dedos. Oficialmente soy un monstruo que se ha quedado en casa para inventariar la rabia mirando por la ventana. También sé el nombre de ella, pero no lo pronuncio para que no me embruje. La he visto a distintas horas paseando a su perro, que siendo muy pequeño hace una cacas enormes que ella ignora siempre. Sé que esto ha generado algunos de los ataques silenciosos en forma de pequeñas venganzas. Algunas veces las llantas del carro de su viejo aparecen ponchadas.

Sus muebles son nuevos pero lucen mal en tan poco espacio. Y es que los compró grandes porque así ve su futuro. Algunos adornos, igual que algunos regalos de bodas aún esperan en sus estuches, que pierden lustre amontonados.

Ella se queda en casa y escucha jazz. No lo comprende, pero alimenta sus fantasías de ser otra. De tener otro destino y no éste. Sus muebles son nuevos pero lucen mal en tan poco espacio. Y es que los compró grandes porque así ve su futuro. Algunos adornos, igual que algunos regalos de bodas aún esperan en sus estuches, que pierden lustre amontonados. Que duelen por ser recordatorios de una realidad odiosa. Pero no es tan dramático, eso piensa cuando sale apurada a la cita con su manicurista o su peinadora, que por cierto atienden en otra parte de la ciudad. Allá puede consentirse con un chai latte en un mullido sillón verde mientras juega con su teléfono de última generación y su buzón vacío de novedades.

Multi 2

La semana pasada se fue la luz en medio de una tormenta. Yo la oí caminar con sus tacones de un lado a otro. La oí abriendo la puerta y luego cerrándola. No había a dónde ir. Cuando pasó la lluvia salió al balcón a fumar un mentolado. Su perro ladraba desde adentro y rasguñaba la puerta. Ella le marcó a su marido, que seguro estaba con otra, incluso con su legítima esposa. Ella le rogaba que viniera, que sin luz aquello es un tormento, algo que no sentía merecer. Al final dijo varias veces sí en tonos descendentes como su ánimo. En la oscuridad todos escuchamos las mentiras de un marido que sabe muy bien como mantener la calma en estas situaciones. Todo se arregla mañana con algún regalo de boutique.

¿Quién soy yo para ofrecer consuelos? Me he quedado con el oído pegado a la puerta escuchando los rumores y siseos. Soy incapaz de abrir la puerta y fumar con ella. Los del 104 han salido con la botella en la mano. Para ellos esto es un juego divertido. El silbato del tren se anuncia con más fuerza. Su faro resplandece entre toda la oscuridad. No alcanzo a adivinar si ella ha entrado a otro departamento. Al final, se han cerrado varias puertas. Ya no importa si no hay luz. Yo sigo aquí en la ventana como un idiota. No hay nada que mirar.

A la mañana siguiente del apagón amaneció un aroma inconfundible de aguas negras. Si hubiéramos tenido luz habríamos visto la televisión para enterarnos por las noticias del desbordamiento que nos venía del Río de los Remedios, que no es otra cosa que un caudal de desgracias. Un embalse a cielo abierto donde aparecen cuerpos hinchados o perros del tamaño de una vaca a punto de estallar. La mierda ha llegado hasta nuestros tobillos. El 101 y 102 inundados. Algunos muebles están encaramados en las escaleras y más arriba. Yo he dormido bastante bien con dosis triple.

Me han tocado la puerta, pero no abrí. No hice ruido, como fingiendo que no estaba. Pero todos mis vecinos saben que perdí dos dedos y que mi amargura me tiene amarrado a este sillón, donde me han visto mientras los miro. De cualquier modo no abrí. No hay nada en lo que pudiera ayudar. Los del 101 han habilitado la azotea como su propia casa. Con gran facilidad amueblaron y se han mudado para allá antes que los del 102 pudieran reaccionar. Vinieron a hacer una nota periodística y han dicho que lo perdieron todo. Lloraron con la convicción de que pronto estrenarán algo. Y mientras tanto, ahora viven encima de nuestras conciencias. El domingo pasado hicieron una carne asada que terminó en tragedia porque alguien cayó al vacío. Esta vez los mirones fueron discretos y lo disfrutaron todo sin salir de casa. Incluso con cobertura en medios. También internet.

Se pensará que hubo luto, pero no. Aquel domingo hubo más alcohol que de costumbre y algunos vecinos terminaron en el convite, que terminó cuando alguien pasó el sombrero para la colecta del cajón del muerto. Para entonces, las billeteras se habían quedado en otro pantalón y era hora de acostar al niño. Siempre hay que huir antes de la cruda. Amaneció nublado y eso hizo un día silencioso y aburrido. Yo seguí con pastillas dobles haciendo intermedio para comer algo. Hay condenas que se pasan mejor dormido.

Nunca se ha visto todo, y menos aquí. Tal parece que los amantes furtivos llevaran un letrero gigante como sus culpas. No hay verdades, pero nos gusta engañarnos. Es más fácil seguir simulando que tratar de revelarnos. Mi vida no es mejor que las otras. No es peor que las otras. A mí me faltan dos dedos, pero a todos nos falta algo. Yo ya no estaré aquí mañana a las 10:30. Mi incapacidad laboral ha terminado, pero yo no volveré a la planta, me iré con el próximo tren antes de que vuelva el camión de la basura. ®

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Publicado en: Mayo 2013, Narrativa

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