Némesis

Rozo tu cuerpo mientras una extraña sensación de paz me rodea y se apropia de mis emociones. Los dos estamos inmersos en esta calma deletérea, sumidos en la penumbra de nuestra habitación. Te hablo y no respondes. No importa lo que haga, parece que hoy nada va a perturbar ese impávido visaje de tu rostro. Estás entregada a la inmutabilidad y no parece existir algo que logre alterar lo impasible del momento. El tiempo corre distinto. No es éste el tiempo del reloj. El transcurrir del nuestro es irregular, se nos escurre como arena entre los dedos. Y apretamos el puño y son menos los granos que se van al vacío, y relajamos un poco para no oprimir con las uñas la palma de la mano y entonces la arena se precipita velozmente, nunca en proporciones regulares. Así son estos instantes ahora frente a ti, discontinuos. Esta odiosa intermitencia que poco a poco me va acercando a la locura.

Yo sé que me escuchas, tu sola presencia me lo dice. Al menos tus pupilas dilatadas anuncian que algo de mí entra en tu cuerpo. Me voy alejando, quizá la distancia te motive, asumo que la proximidad inhibe el diálogo. Entiendo que has perdido la confianza y eso te ha vuelto hermética, insondable. Eres un estanque profundo: entrar ahora en ti es aventurarse en las aguas turbias de un cráter en el que todo se vuelve inasible. Y vuelco con movimientos entorpecidos y desesperados e intento recuperar tu presencia con mis brazos, pero sólo deliro porque estoy aislado y debo conformarme con el cosquilleo de las burbujas que mi propio movimiento crea en este entorno líquido, ese roce sutil del agua en mi cuerpo, ese que otras veces fue el de tus labios en mi pecho, el de tus nalgas abiertas y tibias en mi vientre. Y tú que no me miras a los ojos, tu atención está perdida en algún punto de esta pared que gradualmente nos va envolviendo.

Firme, recostada, no haces un leve intento por quebrantar tu rigidez. Está bien, me estoy habituando, a veces uno se acostumbra al sinsentido, y se sigue viviendo en aparente calma al tiempo que lo que está alrededor se vuelve cada día más confuso. La inercia de los años y el temor a lo incierto del destino nos conducen narcotizados a través de caminos plagados de tedio. Pero nuestras pasiones no merman, sólo son reprimidas. Así, llega el tiempo en el que contener esa mezcla caótica de sentimientos se hace imposible. Las frustraciones se acumulan y luego se esparcen. Nos entregamos con ingenuidad a un amor deforme, miserable, nutrido por el engaño hacia nosotros mismos. O bien, elegimos la aversión hacia quien se nos pone enfrente. En el peor de los casos deseamos incontroladamente, y ese cariño perturbado se transmuta en ira y da paso a los rencores y da cabida a la venganza. Es éste el odio que nos consume desde adentro. Entonces, añoramos que alguien más comparta nuestra infelicidad.

Pero tú y yo tenemos remedio, no disientas ahora de mis razonamientos. Aloja siempre una ilusión antes de llegar a esa postura abdicativa. Estoy cansado de decírtelo. No voy a hacerlo más. Déjame llevarte hasta la cama y morderte, quiero propinarte el más sutil de todos los maltratos. ¡Eso es!, pasa tus brazos por mi cuello, no importa que sigas obstinada en no mirarme, que te aferres a incrustar los ojos en el infinito.

Pero tú y yo tenemos remedio, no disientas ahora de mis razonamientos. Aloja siempre una ilusión antes de llegar a esa postura abdicativa. Estoy cansado de decírtelo. No voy a hacerlo más. Déjame llevarte hasta la cama y morderte, quiero propinarte el más sutil de todos los maltratos.

Te recuesto sobre las sábanas limpias, te desnudo. Lentamente, empiezo a recorrerte. Reconozco tu cuerpo con mi lengua, desde tus pies hasta los pezones rígidos que coronan tus tetas escasas, hermosas. Mis manos se internan suavemente en los intersticios que mis dedos van dejando libres entre tus cabellos, resecos, lacios y delgados. Me concentro en tu piel y los olores, en los pliegues que acumulan la humedad de tus poros, en tu vulva carnosa y rasurada. Tú casi no te mueves, mereces un premio por simular mejor que nadie la indiferencia.

Temblando, te entreabro las piernas y disfruto como nunca de la suavidad de tu carne. El viento que se filtra por los huecos de las ventanas te ha robado calidez, no tersura. Con dificultad, me introduzco en ti e intento dejarme llevar por los movimientos que tu humanidad sugiere. No son muchos. Vuelvo a los ojos cerrados y me enredo en recuerdos en los que ambos participábamos de esta orgía de sentidos. La nostalgia es una loba hambrienta. Entro una y otra vez, lo hago lentamente, pero con la fuerza necesaria para chocar con tus paredes internas. Me pregunto si eres capaz de sentirme. No dices nada. Como si el atrabancado vaivén de mi cadera te resultara imperceptible. En la mente sólo contengo la idea de la reconciliación. Intento transmitirte mi obsesión por estar dentro de ti, recuperar lo perdido, volver a tenerte. Exijo tu regreso.

Estoy fuera. Tus entrañas son un río de hielo. No hay pasado. No te puedo reclamar nada ahora que tus poros no transpiran y que tus pulmones no cargan más el aire que da vida al corazón. El fluido vivo que he dejado en ti no será, definitivamente, un remedio para los remordimientos que me devoran como gusanos necrófagos. No hay antídoto para reanimar tu pulso y sacarte de ese mórbido letargo en el que has estado desde hace ya varias horas. No sé cuántas. Es este correr del tiempo tan intemporal el que me angustia. Cierro tus ojos, no hay más que debas ver. Podrías entristecer y eso es algo que nunca te he perdonado. Que no me perdono. ®

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Publicado en: Febrero 2012, Narrativa

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