Ni puta ni peluquera

Ricardo es ahora Victoria y es enfermera

Ricardo será la primera travesti en Colombia —y quizá en el mundo entero— que tenga un busto de yeso en su honor en una plaza pública. La pieza está casi lista, próxima a ser exhibida en Sabanetica, un pueblo recóndito del departamento de Sucre.

Si el paciente pudiese alzar la mirada sabría que su enfermera luce una tímida barbilla. Pero está absorto, sumido en el dolor que le produce la inyección de varios chorros de glicerina en el oído izquierdo. La tratante le ha inclinado la cabeza con el fin de que el líquido llegue más rápido hasta el fondo de la cavidad sonora; la lubricación de un tapón de cerumen es un asunto delicado. “Ella es muy profesional. Ladear al señor ayuda a que el agua salga fácilmente por efecto de la gravedad. Es una técnica nueva y eficiente”, dice, sonriente, la doctora a cargo del procedimiento. El escenario es la sala de urgencias de la Clínica Regional de la Costa, el único centro médico del popular barrio Nelson Mandela, en el sur de Cartagena de Indias, Colombia.

Victoria, una travesti que en realidad se llama Ricardo, está en plena faena de voluntariado. Pregunta por los antecedentes clínicos del paciente, procesa los datos con atención y, mientras realiza el lavado auditivo, regala a los presentes una sonrisa coquetona. Vestida toda de blanco —incluidos los zapatos— se confunde en el servicio como una enfermera más. De hecho, lo es: tiene la suavidad propia del trato femenino. Ahora, por ejemplo, masajea la nuca del señor como quien hace dormir a un niño. Le ha disparado tantos chorros de glicerina que el hombre, un sexagenario que apenas oye, está bastante sentido. “Muy amable el muchacho”, diría el viejo al salir. En una región tan machista como la caribeña este simple reconocimiento podría considerarse un atisbo esperanzador.

Ricardo Urueta Caballero, enfermera en una ciudad en que las travestis son putas o peluqueras, ya ha conocido el rechazo de quienes la ven embutida en un mandil blanco. Hace pocos meses, mientras trabajaba en el hospital de Turbaco, un enfermo de cáncer en la próstata se rehusó a que ella le colocara un catéter porque “no sé ella o él qué es lo que es”. El médico enteró al paciente de que Victoria, apodada por entonces “la canalizaviejos” —por su habilidad para pinchar la vena de los ancianos—, era la mejor opción para él. Sí que lo era: de un solo pinchazo logró zanjar una seguidilla de dolorosos intentos en las arterias del viejo. Ella también ha debido lidiar con la idea irracional de que el VIH es algo así como el ADN de los homosexuales.

Pero quizás su paciente más difícil haya sido ella misma. Y su labor más titánica, extirpar los temores que de cuando en cuando la visitan. Verla arrullar ahora a un varón se torna sobrecogedor, sobre todo después de conocer el daño que le hicieron los hombres.

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Cuando era estudiante de Medicina Ricardo descubrió la forma más macabra de homofobia. Aún no vestía de mujer, pero ya era un gay deschabado. Tenía quince años, su cuerpo era pequeñito y estudiaba como un nerd. En suma, era el candidato perfecto para ser el blanco de la promoción. Un día, al desanudar la bolsa del sándwich que había llevado para merendar tuvo una aterradora imagen: un pene diseccionado se escurría entre sus panes. Sus compañeros lo habían cercernado del cuerpo muerto de un anónimo —con el que hacían prácticas de anatomía— y lo habían incluido como parte de su refrigerio. Ricardo se fue a quejar a la decanatura y consiguió que suspendieran a todo el salón.

Por esos días, su cómplice —porque el personaje de esta historia siempre tiene cómplices— era Bertucha, una estudiante de 37 años que lo cuidaba como a su propio hijo. Esto quedó patente, por ejemplo, cuando el profesor de Biofísica, un odontólogo cuarentón, se le empezó a insinuar sexualmente a Ricardo, y ella le aconsejó que camuflara una grabadora de voz en su cuerpo para obtener una prueba irrefutable del acoso. Los titubeos de Victoria durante la ejecución del plan lo llevaron al fracaso, y el agresor tomó represalias contra ambas: las reprobó sin ton ni son.

Un día, al desanudar la bolsa del sándwich que había llevado para merendar tuvo una aterradora imagen: un pene diseccionado se escurría entre sus panes. Sus compañeros lo habían cercernado del cuerpo muerto de un anónimo —con el que hacían prácticas de anatomía— y lo habían incluido como parte de su refrigerio. Ricardo se fue a quejar a la decanatura y consiguió que suspendieran a todo el salón.

Ricardo, que de niño había querido ser sacerdote para esconder su homosexualidad, pudo estudiar sólo los cuatro primeros semestres de la carrera. A los problemas de acoso por parte de su profesor se sumó el congelamiento de la ayuda económica que recibía de sus padres, que se separaron y con ello se desentendieron de su educación. De pronto se vio en la calle, obligado a trabajar para cumplir con su meta de ser profesional. Luego de desempeñar múltiples oficios, entre ellos el de cocinero, logró financiar sus estudios de Promoción Social en el instituto Colegio Mayor de Bolívar. Allí aprendió pedagogía infantil y gestó su amor, hasta ahora desbordado, por los niños. “Me encantan porque nos los puedo tener”, precisaría años después. Desde entonces ha integrado varios proyectos sociales que buscan mejorar la calidad de vida de los colombianos más precarios, en especial de los menores. Nada más alejado del estereotipo de delincuentes-superficiales-aprovechadores que recae sobre las travestis de Cartagena.

Si existe un momento cero en la homosexualidad, ¿cuál fue éste en el caso de Victoria? Ella recuerda que ha presentado un comportamiento femenino desde que tuvo uso de razón. De hecho, ayudaba a su hermana mayor a armar los vestiditos de las muñecas. La reacción de sus padres ante esto fue diferenciada: mientras su papá, con quien vive hoy, se mostró tolerante, su mamá, una enfermera que reside en Medellín, le hizo la vida de cuadritos. “Me pegaba a mí más duro que a mis hermanos”, recordaría Ricardo con amargura. En cierta ocasión Victoria llegó muy tarde a casa luego de salir a rumbear con el hermano del novio de su hermana, su primer enamorado. Encontró la puerta entreabierta —como invitándola a pasar—, por lo que supuso que su madre al fin había empezado a aceptarla. Se equivocaba. Adentro esperaba ella, furiosa, con un palo en las manos. Pero si bien las muendas que recibió por esos años dolían hasta las costillas, los golpes que más sellaron su alma fueron aquellos que provinieron de la lengua filuda de su progenitora. Como cuando le dijo que cómo se le ocurría estudiar enfermería, si esa era una carrera para mujeres.

Como es corajudo, Ricardo hizo de tripas corazón, y no sólo se matriculó en una facultad de enfermería, sino que empezó a obtener calificaciones sobresalientes. En el primer semestre se ganó una media beca; en el segundo, un diplomado; en el tercero, quedó entre los cinco primeros alumnos, y en el cuarto y quinto logró el primer puesto de la promoción. Hasta ganó el concurso Chico Simpatía. Sus premios aquella vez fueron, entre otras cosas, vales para sesiones de masaje, peeling en el rostro y clases de gimnasio. Su travestismo estaba gatillado.

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No todas las travestis de Cartagena han sido afanadas estudiantes de enfermería, como Victoria. De hecho, a la mayoría le bastó recibir un gesto de discriminación en la escuela para darse cuenta de que, en ámbitos como la educación y el empleo, no tendrían la misma suerte que los heterosexuales. Por eso se han atrincherado en los oficios tradicionalmente ejercidos por las mujeres atrapadas en cuerpos de varón: la prostitución y el estilismo. Eso es lo que les queda, dice Christian Howard, un activista del colectivo cartagenero por la diversidad sexual Calleshortbus. Por un lado, la prostitución se nutre de la llegada de extranjeros ávidos de cuerpos travestidos y, por el otro, el estilismo explota el afamado buen gusto homosexual. La primera está desperdigada en zonas de la ciudad como el Parque de la Marina y los alrededores de la Plaza de Toros, y el segundo llega desde salones de belleza de centros comerciales hasta modestas peluquerías de barrio. La una es nocturna y el otro es diurno. Como la paga que reciben por una u otra actividad suele ser muy mala, a no pocas les toca guardar la peineta para enfundarse la tanga.

Wilson Castañeda, director de Caribe Afirmativo, un grupo en defensa de la población LGBT, piensa que los cartageneros tienen una doble moral frente a los homosexuales. Cuando ven a una pareja de turistas gays besándose en la boca en alguna de sus calles toleran —con gesto cosmopolita— esa muestra de amor, pero cuando son algunos de sus paisanos, especialmente dos afros, los que se cogen de la mano, pegan un grito al cielo refunfuñando: “¡Qué se habrán creído esos hijueputa!” El Caribe, explica Wilson, es una zona profundamente machista, religiosa y heteronormativa. Ello se debería a que cerca de 70 por ciento de sus habitantes son afrodescendientes. “Cuando tú le dices a un afro hablemos de diversidad, él te dice eso es de los blancos, ellos son gays; los negros no somos homosexuales”. Esta concepción de la homosexualidad como debilidad de la raza ha llevado a las ciudades del Caribe colombiano a estar relegadas en materia de diversidad sexual frente a urbes como Bogotá, Medellín y Cali. De hecho, un estudio realizado por Caribe Afirmativo en Cartagena en 2010 revela que sólo 6.7 por ciento de sus habitantes considera que las travestis son sujetos de derechos. La mayoría, 29.9 por ciento, las ve simplemente como unos individuos peligrosos.

Hasta hace pocos meses la Policía impedía que las travestis ingresen a la zona turística de Cartagena porque “afean la ciudad”. Incluso ahora algunas discotecas gays les restringen el acceso de acuerdo con ciertos cánones estéticos. “Les dicen: tú estás muy fea o estás muy mal vestida, tú no entras o ya hay cinco adentro”, cuenta Christian Howard. “En el imaginario colectivo”, añade, “la travesti está posicionada como una rumbera, deschavetada, drogadicta, peleonera, ladrona, asesina”. Wilson Castañeda, por su lado, reconoce que ha habido algunos avances en este tema impulsados por la actual gestión municipal —como dictaminar la atención preferencial de las travestis en los hospitales—, pero aclara que los cartageneros están lejos de alcanzar un clima de tolerancia sexual: su organización logró documentar doce casos de travestis asesinadas por homofobia entre 2007 y 2010. La cifra crece a 197 en todo el país.

“En este contexto”, remarca Howard, “Ricardo la enfermera es un caso completamente atípico. Es una muestra de berraquera, de talante, de agallas. Tú no haces eso si no estás completamente segura de lo que quieres y de lo que eres”. Desde que la comunidad travesti la oyó presentarse como una enfermera en un concurso de belleza el año pasado Victoria se ha convertido en el norte de muchas trans que están atrapadas entre la prostitución y la peluquería. La lógica es: si ella puede trabajar dignamente, por qué nosotras no. De algún modo, Victoria es el empujoncito que las travestis estaban esperando.

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“¡¿Él es el que estabas esperando?!”, grita, indignado, alguien, mientras el cronista se acerca presuroso a Ricardo y le da la mano. Están en la avenida principal de Nelson Mandela, si se le puede llamar así a esta trocha polvorienta. El sujeto de la bulla no puede creer que el foráneo haya esperado por veinte minutos la llegada de un personaje supuestamente tan irrelevante. Pero así como hay miradas socarronas que rodean a la pareja y parecen decir ‘Uy, el maricón se consiguió novio nuevo’, las hay también de aquellas que recorren el cuerpo de Victoria con deseo y el del visitante con celos. Por ejemplo, un vendedor de tienda se ríe ruidosamente mientras transita el dúo. Ni bien lo pierde de vista Victoria murmura, pretenciosa, que el susodicho anda enamorado de ella. Los ojos chispeantes del comerciante lo ratifican.

Ricardo Urueta vive en la parte alta de una ladera del barrio Villa Fanny, que colinda con el Nelson Mandela. Es un lugar donde el agua del alcantarillado está regada por el suelo y los niños juegan cerca de ella sin cuidado. Hoy la anfitriona luce un top rosado que resalta sus bíceps tonificados, unos jeans celestes despercudidos y unas zapatillas de diseño geométrico. Su aspecto físico está pulcramente cuidado. Su cabello, aún hidratado, está peinado en forma de cola de caballo, sus lentes de contacto grises enverdecen sus pupilas y su nariz es refinada y puntual. Su piel ha sido levemente tostada por el sol. Su mirada, a pesar de ser traviesa, es triste: sus ojos tienen el sello de quien ha lagrimeado más de la cuenta. Cuando ella y el cronista arriban a la puerta de su morada Victoria se apresura en traer una silla para el visitante. En otros dos asientos aguardan, coquetos, Juan, un gay veinteañero, y el Jesú, un afro también homosexual. No es una coartada por la diversidad sexual, sino que, como ya se ha dicho, Ricardo siempre necesita cómplices.

—Yo quiero ser la reina de la diversidad sexual para cambiar el paradigma de las dos reinas anteriores ―dice la anfitriona esperando la aprobación de sus amigas—. Ellas solamente han sido reinas para figurar en los medios. Yo no las veo trabajar por la población LGBT.

Victoria cuenta que participó en el último concurso de belleza de la diversidad sexual, en octubre pasado, y quedó entre las cinco finalistas. Asegura que le arrebataron el premio sólo porque no es parte del mundillo de las peluqueras. “No ganaste porque no eres estilista”, le confesó en privado un jurado.

Victoria cuenta que participó en el último concurso de belleza de la diversidad sexual, en octubre pasado, y quedó entre las cinco finalistas. Asegura que le arrebataron el premio sólo porque no es parte del mundillo de las peluqueras. “No ganaste porque no eres estilista”, le confesó en privado un jurado. Victoria le retrucó con ironía: “Si hubiera sabido eso no hubiera estudiado tanto, me hubiera quedado sentada detrás de un secador”. Ricardo, primo lejano de la ex reina de belleza de Colombia Catherine Daza, sueña con conquistar la corona este año para desterrar los prejuicios que hay en torno a las travestis y ayudar a que ellas, cada vez más, dejen de ser prostitutas o peluqueras.

Mientras al cronista esta tarea se le antoja ardua, colosal, varias personas se encargan de arruinarle el pesimismo: se acercan a Victoria con afecto y palabras de cariño, incluso con comida, como una mujer que llega con un trozo de carne asada y la obliga a degustarlo. “Se ve que te quieren”, hace notar el visitante. Ella lo admite, pero pone en perspectiva estas valoraciones: la respetan porque ven en ella a una chica harto trabajadora. Si hasta la han nombrado secretaria de la junta de acción comunal de Villa Fanny. Pero la verdad es que no siempre la valoraron tanto. Cuando recién llegó al barrio, hace tres años, algunos vecinos la agredían con la mirada y —lo peor de todo— desplegaban contra ella mentiras comprometedoras. En una ocasión le atribuyeron la autoría de un ultimátum dirigido a ciertas familias que debían abandonar la zona en 24 horas so pena de muerte, una práctica propia de los paramilitares. La ira de la comunidad fue tal que los insultos que le prodigaron no la dejaron dormir.

Cierto día, Ricardo volvió a su casa y encontró sobre su almohada una piedra del tamaño de su cabeza. Al costado, una teja del techo partida a la mitad ratificaba la magnitud del ataque. Su papá había dejado intacto el cuadro de la agresión para persuadirla de que se mudara a Medellín, con su mamá, o a Turbaco, donde posee una casa. Pero ella creyó que retirarse así equivaldría a reconocer una falta que no había cometido. Así que denunció al gestor de la patraña, un homosexual que vivía en Nelson Mandela, y decidió quedarse a vivir en Villa Fanny.

Victoria ha tenido desde entonces múltiples oportunidades de mudarse a un barrio con mejor estatus, más limpio, más seguro, más tolerante. Pero siempre ha tomado la misma decisión: seguir en la cumbre terrosa de su colina. ¿Será que desde allí puede observar mejor el mundo o que puede camuflar mejor su travestismo y hasta desatar una legión de seguidores? En realidad, lo que quiere Victoria es ver felices a los pobres.

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Ricardo será la primera travesti en Colombia —y quizá en el mundo entero— que tenga un busto de yeso en su honor en una plaza pública. La pieza está casi lista, próxima a ser exhibida en Sabanetica, un pueblo recóndito del departamento de Sucre. Ella ha llegado hasta allí como miembro del colectivo Legión del Afecto, que da asistencia social, artística y médica a los desplazados del conflicto armado interno y de las inundaciones. Cuando Victoria pone un pie en este lugar la tratan como a una reina. “Me dan paseo por el mar, me quedo en las cabañas; es de lo más bueno”, cuenta orgullosa. De hecho, la última vez que lo visitó, el año pasado, un grupo de trescientos niños salió a recibirla en caravana. La valoran tanto aquí que fue el lugar donde la bautizaron como mujer, Victoria. Pero ¿cómo así llegan a querer tanto a un homosexual en el Caribe al punto de convertirlo en una diva comunal?

—Porque nosotros les brindamos un momento de alegría ―dice Victoria tratando de ocultar su melancolía―. Y no soy yo el único homosexual: la mitad del grupo es gay. De hecho, nuestro símbolo es una mariposa. La época más bonita del año es diciembre porque les llevamos regalos. La época más triste es el invierno porque la gente pierde sus casas. Recuerdo que íbamos a los mismos refugios a curar y suturar a los heridos.

Por esos días también alegraba a la gente sacudiéndose al ritmo de los bailes Mapalé. Se ponía un vestidito sugerente y, junto con otros miembros de Legión del Afecto, protagonizaba celebrados actos dancísticos. Aportaba calor humano allí donde sobraba el sol. Pero no todos la veían con candor. En una ciudad cercana, Sincelejo, cierta vez un hombre le pidió que bailara sólo para él. “Le doy la plata que usted quiera”, le dijo. Victoria le preguntó al coordinador del grupo si podía hacerlo, y éste le respondió que no. El solicitante, al enterarse de la negativa del jefe, se desesperó, la tomó del brazo raudamente y le exigió que, maldita sea, moviera las caderas. Ella lo hizo. “Tuve que bailarle. No me había dado cuenta de que el hombre era paramilitar. Me dio mucho miedo”. Esa es la palabra capital de su vida, su Rosebud: miedo.

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―Todos los días oro ―murmura Ricardo cuando ya está caída la noche y a lo lejos se divisan las luces fulgurantes de la industria cartagenera―. A Dios hay que buscarlo en el interior de uno mismo, no en el templo, donde uno no sabe quién es bueno y quién es malo.

Ella, a sus 22 años, sabe quién es bueno y quién es malo. Bueno es, por ejemplo, el profesor de Medicina que le regaló dos implantes en las nalgas por su cumpleaños y no le pidió nada a cambio.

―Malo es… ―la voz de Victoria se entrecorta―. Malo es… ―la voz de Victoria se apaga.

Bebe un sorbo de gaseosa y se queda pensativa, muda; mira el suelo, tirita. La noche suena a grillos. Fue a los cuatro años. El marido de su tía. Su mamá no le creyó.

―Todos los días oro ―murmura Ricardo cuando ya está caída la noche y a lo lejos se divisan las luces fulgurantes de la industria cartagenera―. A Dios hay que buscarlo en el interior de uno mismo, no en el templo, donde uno no sabe quién es bueno y quién es malo.

―Tan marcado pero tan marcado quedé que les he tenido miedo a los hombres todo este tiempo ―dice enrostrando súbitamente al cronista―. Sólo he empezado a perder el miedo con Andrew, el último de mis tres amores. Pero todavía sueño que me cogen, que me aprietan el brazo, que me jalan el pelo. A veces me despierto gritando.

El ultraje se repitió a manos de su profesor de Biofísica, ese que la pilló grabándolo en secreto. La decana de la facultad de Medicina tampoco le creyó. Ni a ella ni a Bertucha, la testigo, que fue calificada como disociadora.

―Fue horrible ―solloza Ricardo con los ojos cerrados.

El cronista le da unas palmaditas en el hombro mientras ella dibuja con los labios el puchero triste de un niño.

* * *

Victoria parlotea con otra enfermera en un pasillo de la Clínica Regional de la Costa. Se tienen cogidas de las manos como dos colegialas cómplices. El cronista pretende escabullirse en la intimidad de la conversación, pero es detectado en seco y expulsado en medio de risotadas. Así, hilarante, Vicky luce toda una fémina, sólo delatada de vez en cuando por alguna carcajada mayor o la aspereza, también mayor, de sus manos. El visitante captura al vuelo un chisme en torno al actual trabajo de Victoria: como vacunadora del Programa Ampliado de Inmunizaciones del gobierno colombiano salió la otra vez —jeringa en mano— en un canal de televisión y un periódico. Era una campaña de vacunación por el Día del Niño. Claro, nadie le preguntó ni su nombre ni su sexo. Pasó como una enfermera más, diligente y guapetona.

La noticia de una súbita intervención quirúrgica revuelve el pasillo. Victoria camina presurosa detrás de una doctora. Una anciana con una úlcera en el pie aguarda echada sobre una camilla. Necesita que su herida sea vendada. Ricardo lo hace con prolijidad y sin aspavientos. Parece no afectarle el olor fétido que se esparce en el consultorio. La mujer, sorprendida, le pregunta por qué no lleva mascarilla.

―Mire, doña, yo sé que algún día todos nos vamos a morir. Y nosotros, cuando nos morimos, nos descomponemos. Eso hiede mucho más feo.

Fuera de la clínica y ya camino a casa Ricardo le contaría al cronista que una de sus mayores aspiraciones es reducir todo gesto de incomodidad del paciente. Si la mascarilla va a generar algún tipo de distancia psicológica entre ella y la persona que atiende —justo cuando ésta necesita más apoyo emocional—, Victoria prefiere no usarla. Es su forma de decirle al paciente que lo acompaña en su dolor. Éste suele corresponder el gesto con jugos, frutas y meriendas. A veces ya ni le toca almorzar. “Hay algunas enfermeras que son muy aristocráticas”, dice respingándose la nariz con un dedo. Y sonríe. Ella, menuda, tímida, noble, es de la plebe. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas, Diciembre 2011

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