Peña Nieto o la política pin-up

La huida de la Ibero y #132

Brillante imagen de los spots televisivos, Peña Nieto pavonea su copete de muñeco play mobil, su bronceado sin defectos, su columna vertebral almidonada, su manicure impecable, su mirada de galán de telenovela en papel secundario, sus hombros de elegante geometría euclidiana.

A los estudiantes

Cuenta el filósofo y sociólogo francés Gilles Lipovetsky que durante el siglo XX una de las transformaciones más significativas en el ideal de belleza femenina se manufacturó en las trincheras de la propaganda y los medios de comunicación masiva.1 Desde entonces la chica pin-up forma parte de nuestra iconografía diaria. Con sus pantaloncitos ceñidos a las nalgas; con sus labios intensos como una rendija coloreada; con sus dientes blanquísimos alineados como niños en tabla gimnástica; con sus muslos plenos como neumáticos último modelo; con su top push-up como barra de contención del desbordante relieve mamario y, sobre todo, con la travesura de su sonrisa y sus provocativas poses, la chica pin-up se aloja en encendedores, broches, revistas, libretas, anuncios, calendarios, cajas de cerillos y cualquier anuncio con el suficiente espacio para acomodar sus caderas. La pin-up se antoja fácil, superficial y atrevida: nada más alejado de su erotismo que los sinsabores de los amores tormentosos, nada más inoportuno para su sonrisa que una propuesta de matrimonio. Lejos de cualquier fatalidad, la pin-up promete despreocupación, complacencia y jugueteos sin límite. La pin-up es más divertida que romántica, más pícara que pornográfica, más provocativa que seductora, más trivial que peligrosa. En resumen, con toda su juvenil pujanza de colegiala, la pin-up reina en los espacios de la trivialidad y la intrascendencia erótica con la misma comodidad con que los políticos priistas se pavonean en los noticieros de Televisa.

La comparación no es gratuita. No es casualidad que en más de un taller mecánico ―ese imperio casi exclusivo de la pin-up― el calendario con la conejita en turno conviva codo a codo con la propaganda de Enrique Peña Nieto. Mirándose el uno al otro con la lujuria insólita de los hermanos de sangre, la pin-up y el candidato priista comparten un origen común: el nacimiento de ambos no se debe a los esfuerzos de una madre sino a los del poderoso útero de la industria de la propaganda. La gestación en estos casos no dura nueve meses, sino el tiempo necesario para que operen los especialistas de la seducción mediática y televisiva.

En el caso de la pin-up, los astutos empresarios del entretenimiento introdujeron en el mercado, durante la primera mitad del siglo XX, representaciones eróticas de mujeres cada vez más osadas. Con el tiempo esas representaciones atrajeron no sólo a los varones, sino a un público femenino que veía con simpatía los inofensivos dibujos que sus prometidos cargaban en las billeteras. A despecho de las protestas de grupos defensores de la decencia y algunos feministas, la pin-up se ganó un espacio de respetabilidad: se le concibió más como un artículo de diversión y esparcimiento que como una ofensa a la dignidad de las mujeres.2 De hecho, durante la II Guerra Mundial las pin-up fueron dignificadas al grado de heroísmo, pues se pensó que las postales con dibujos pin-up eran elementos imprescindibles para mantener el ánimo de los soldados estadounidenses en el frente de batalla. Así pues, a lo largo del siglo XX, dibujantes como Alberto Vargas, Peter Driben, Gil Elvgren y fotógrafas como Bunny Yeager explotaron la belleza de jóvenes modelos para crear una imagen de belleza erotizada y lúdica en los medios publicitarios. Los elementos de fabricación no son difíciles de enumerar: un arsenal de encantadoras muchachitas, ejércitos de especialistas en imagen, cantidades a destajo de cosméticos, diseñadores de vestuario, y mucho, mucho dinero en propaganda. La fórmula no sólo resultó exitosa, sino fácilmente repetible. La materia prima estaba disponible y la maquinaria de la industria de la propaganda perfectamente aceitada.

Pese a las múltiples semejanzas entre la pin-up y Peña Nieto, hay diferencias considerables. En contraste con el estereotipo pin-up cuya erotización no entraña ningún peligro, Peña Nieto encarna no el peligro imaginario, sino el corroborado ejercicio de las prácticas priistas y autoritarias que desde siempre han atentado contra la democracia.

La imagen política de Enrique Peña Nieto, el hermano gemelo de la pin-up, apeló a ingredientes en principio muy similares: un ejemplar con aceptables dotes estéticas para el promedio de belleza en los políticos mexicanos, cantidades de cosméticos a discreción, suma dedicación de especialistas en vestuario, pericia de creativos fotógrafos y ríos de dinero destinados a la propaganda. El resultado está a la vista: un galán de galanes con porte, elegancia y distinción. Brillante imagen de los spots televisivos, Peña Nieto pavonea su copete de muñeco play mobil, su bronceado sin defectos, su columna vertebral almidonada, su manicure impecable, su mirada de galán de telenovela en papel secundario, sus hombros de elegante geometría euclidiana. Su mentón amable y sus quijadas perfectamente recortadas agradecen en los mítines a centenas de mujeres que lo aclaman con la conciencia política del ¡Enrique, bombón, te quiero en mi colchón! Él contesta sonriente y agradecido. Provocativo pero respetuoso; incitador pero caballero; lúbrico pero decente; los afeites de Peña Nieto están lejos del romanticismo de Humprey Bogart o la deliciosa perversión de Marlon Brando. Su erotismo reproduce más bien la seducción facilona de una modelo pin-up bien portada y enfundada en traje y corbata. De discurso articulado como los rompecabezas y reflexivo como las disputas de los talk shows, la imagen de Peña Nieto está destinada a las masturbaciones inocuas y a los amoríos sin consecuencia (con excepción de uno que otro hijo extra marital, clandestina pero elegantemente concebido, como puede atestiguar Maritza Díaz Hernández).

Sin embargo, para vanagloria del equipo de producción, la imagen política de Enrique Peña Nieto implicó vencer un desafío no contemplado en el caso de la pin-up: lograr un mínimo de coherencia discursiva y agilidad mental. En efecto, seguramente hubo que bregar a contracorriente. Puede sospecharse que bajo la nómina debieron incluirse onerosos gastos de entrenamiento. Las clases seguramente fueron variadas e instructivas, con títulos como: curso intensivo de gesticulación, dicción pausada en cuatro pasos, curso de desacartonamiento elemental, lógica de primer grado, mnemotecnia de escritores mexicanos y nociones de sentido común (Niveles 1-3).

Tomando en cuenta la calidad de la arcilla primigenia, el resultado a este respecto no es del todo desalentador: un ejemplar con un grado mínimo de operatividad ante escenarios dispuestos a todo detalle y públicos perfectamente controlados. De hecho, casi no se nota cuando se le olvidan el nombre de Carlos Fuentes, la enfermedad de que murió su esposa, o cuando se mueve con la parsimonia de un robot medianamente aceitado. Es posible que su condición posea un inédito encanto. Fruto de una mezcla única, Peña Nieto ostenta una belleza híbrida: es la insólita combinación de una pin-up y la capacidad discursiva de un dinosaurio del cretácico.

Pero la política pin-up no se limita a la imagen del candidato. Peña Nieto vende un ideal de vida para las masas. A despecho de sus seguidoras se casó con una estrella de la farándula. Tartamudos intelectuales y protagonistas de pasiones de teleprompter, la pareja es bella, buena, sofisticada y comprensiva. En videos de YouTube se muestran complacientes y preocupados por mimar a sus hijas. Ellas son accesibles y simpáticas hasta que les mencionan a la prole. En la prensa rosa la pareja vende su boda, su familia, su sexualidad, su recato y su decencia ante un país ávido de felicidades de pixel y telenovela. Es un ideal de pareja respetada, admirada y aplaudida por las masas en reconocimiento de su fotogenia, de su virtud mediática, de su éxito profesional y material. Alejada de cualquier complejidad emocional y cimentada en el sentimentalismo de TVNotas, la familia forma parte del producto Peña Nieto. El paquete es “all inclusive”: además del erotismo de vodevil y el coqueteo de bambalinas, se le vende al público una decencia familiar de maquillaje, una moral de antifaz y mascarilla, un decoro y dignidad de propaganda, un ideal cuya profundidad se equipara a la de las pantallas planas.

Pese a las múltiples semejanzas entre la pin-up y Peña Nieto, hay diferencias considerables. En contraste con el estereotipo pin-up cuya erotización no entraña ningún peligro, Peña Nieto encarna no el peligro imaginario, sino el corroborado ejercicio de las prácticas priistas y autoritarias que desde siempre han atentado contra la democracia. La política pin-up de Peña Nieto aspira a esconder el saldo deplorable de su gestión al frente del Estado de México en el sex appeal del melodrama: ocultar el horror de la sangre de la represión de Atenco en el destello de las uñas perfectamente cuidadas; disimular la muerte de cientos de mujeres asesinadas en la corbata bien escogida; justificar el rezago educativo en el brillo de las mancuernillas doradas; defender la fatuidad de un gobierno de privilegios en el discurso ribeteado de dudosas cifras oficiales perfectamente memorizadas. A diferencia de la pin-up, Peña Nieto está lejos del seductor inofensivo; cerca está la ambición del que pretende devorar con un manotazo de autoritarismo y la ayuda de la industria informativa a un país entero.

Por ello no es de extrañar que el candidato haya reaccionado con patente insensibilidad y mentira ante los cuestionamientos de los estudiantes de la Universidad Iberoamericana sobre la represión en Atenco. A la letra Enrique Peña Nieto contestó: “Voy a responder a este cuestionamiento sobre el tema de Atenco, hecho que ustedes conocieron y que sin duda dejó muy en claro la firme determinación del gobierno de hacer respetar los derechos de la población del Estado de México, que cuando se vieron afectados por intereses particulares tomé la decisión de emplear el uso de la fuerza pública para restablecer el orden y la paz, y que en el tema, lamentablemente hubo incidentes que fueron debidamente sancionados y que los responsables de los hechos fueron consignados ante el poder judicial. Pero reitero, reitero (sic), fue una acción determinada que asumo personalmente para restablecer el orden y la paz en el legítimo derecho que tiene el Estado mexicano de hacer uso de la fuerza pública. Como además, debo decir, fue validado por la Suprema Corte de Justicia de la Nación”. Sin embargo, el dictamen de la Suprema Corte de Justicia señaló no sólo las violaciones graves a las garantías individuales, sino a los derechos fundamentales de los manifestantes por parte de las autoridades policiacas durante el operativo en Atenco. Además, la Comisión Nacional de Derechos Humanos documentó centenas de manifestantes torturados y golpeados, decenas de mujeres sexualmente ultrajadas, el impune asesinato de Javier Cortés Santiago, de catorce años, y de Ollín Alexis Benhumea, de veinte años, además de la violación generalizada de los derechos humanos de 209 personas.

A todo esto Peña Nieto respondió con una supuesta “validación” de parte de las autoridades judiciales mexicanas y una defensa del uso de la fuerza del Estado para reprimir a una población inerme. Su respuesta, oronda y suficiente, está preñada de un autoritarismo que emparenta a Peña Nieto con Gustavo Díaz Ordaz, quien a propósito de su gestión y del movimiento estudiantil contestó en una entrevista en 1977: “Pero de lo que estoy más orgulloso de esos seis años, es del año de 1968, porque me permitió servir y salvar al país, ¡les guste o no les guste!” Asimismo, como en su momento Díaz Ordaz, la política de Peña Nieto se concentró en crear una realidad por medio de la exhibición mediática. Prueba de ello son los spots patrocinados por el PRI y el tratamiento informativo por parte de varios medios, entre los más cínicos los diarios de la Organización Editorial Mexicana, para tergiversar lo que aconteció en la Ibero.

En los labios de la política pin-up el lenguaje de la democracia se envilece: la tolerancia es el escudo del desdén y la indiferencia, esa acumulación que un buen día repara que “hemos sido tolerantes hasta extremos criticables” y para remediarlo decide jalar el gatillo; el respeto es el recurso hipócrita de la complicidad, esa simbiosis tácita en la que se aseguran las impunidades presentes y futuras.

Pero hasta las farsas mejor planeadas tienen su némesis. A partir de lo sucedido en la Ibero el movimiento “Yo soy #132” irrumpió con ímpetu para intervenir la podredumbre del tinglado político mexicano. Su frescura y energía se extendió con rapidez por los campus universitarios. Ante la presión, los expertos diseñadores de la política pin-up de Peña Nieto asistieron de emergencia al prototipo en desgracia. La pin-up, acosada y señalada por su herencia autoritaria, es entonces obligada a recular. En la comodidad del hogar, en el programa de Televisa Tercer Grado se echa a andar el plan de control de daños. Peña Nieto se deslinda de Carlos Salinas, de Ulises Ruiz, de Mario Marín, de Tomás Yarrington, de Pedro Joaquín Coldwell, de todo rastro de autoritarismo y corrupción proveniente de su estirpe partidaria. Peña Nieto abunda en respeto a todos; magnánimo, reserva los juicios para los tribunales. Al mismo tiempo, la pin-up clama, con una mueca a los reflectores, su respeto y tolerancia a las expresiones de enojo y oposición. Ante las objeciones en la reunión con el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad la audiencia es la primera sorprendida. Iluminado por un rayo de origen desconocido, parece que Peña Nieto se entera de repente de muchas cosas: aclara que la Suprema Corte de Justicia no validó el operativo en Atenco, sino que deslindó responsabilidades (luego Peña Nieto intuye que “validar” y “deslindar” no son sinónimos); que la policía atentó contra los derechos humanos de los manifestantes (luego, Peña Nieto sospecha que los manifestantes son humanos y más aún tienen derechos); que los operativos de este tipo deben ser cuidadosamente planeados y seguir protocolos específicos (luego, Peña Nieto columbra que los policías no pueden golpear manifestantes cuando les plazca). En concreto, Peña Nieto acepta, en un acto de contrición, que la experiencia en Atenco le dejó muchas lecciones (luego, el candidato tiene capacidad de aprendizaje). Peña Nieto concluye que lo sucedido en Atenco conforma una pedagógica experiencia aleccionadora del legítimo uso de la fuerza del Estado (luego, la represión es parte necesaria de la maduración democrática).

Frente a las cámaras, el ejercicio de reflexión de Enrique Peña Nieto se extiende. Humilde y repetitivo, la pin-up insiste que por desgracia algunos integrantes de las fuerzas policiales incurrieron en excesos. Ahora para todos es claro. Si un grupo de amigos una tarde deciden violar a una mujer entonces cometen un exceso; si asesinan a un adolescente incurren en otro exceso; si torturan y arrastran a un tipo bañado en sangre perpetran un exceso. Un amargo sabor se asoma a la boca de los interlocutores. Saben que el frío lenguaje de la pin-up oculta otro drama. Después de todo, la palabra exceso se utiliza con frecuencia para decir, por ejemplo, que uno tiene exceso de peso; no para referirse a un crimen. Aún más, Enrique Peña Nieto adorna sus labios de cinismo y en un acto conciliatorio recurre a Mahatma Gandhi: “No hay camino para la paz, la paz es el camino”. No hay cita más oportuna. Seguramente Gandhi habría ordenado los excesos de Atenco.

En realidad, en el mea culpa de Peña Nieto asistimos a un espectáculo mediático en el que, amparado por la terminología legaloide, el eufemismo se transforma en mascarada de la impunidad y el totalitarismo. En los labios de la política pin-up el lenguaje de la democracia se envilece: la tolerancia es el escudo del desdén y la indiferencia, esa acumulación que un buen día repara que “hemos sido tolerantes hasta extremos criticables” y para remediarlo decide jalar el gatillo; el respeto es el recurso hipócrita de la complicidad, esa simbiosis tácita en la que se aseguran las impunidades presentes y futuras; el exceso, esa palabra de nutriólogo y gimnasio, es por fin la trasmutación del terrorismo de Estado en jerga de régimen alimenticio y anuncio de yogur bajo en calorías. George Orwell lo sentenció hace décadas: Ante la ignominia lo primero que sucumbe es el lenguaje.

Más allá de la política pin-up, la verdadera reacción de los estudiantes ante la actitud del candidato en la Universidad Iberoamericana fue el rechazo de un público mucho más avezado que las escenografías de mala comedia a las que está acostumbrado Peña Nieto. Desde su enclave de privilegios los jóvenes de la Ibero le espetaron en una cartulina de claridad inobjetable: ¡Somos fresas no pendejos! Durante su accidentada escapatoria de esa casa de estudios Peña Nieto tuvo que soportar la auténtica rechifla de una juventud que le echó en cara su mentira, hipocresía y banalidad. Casi de inmediato decenas de miles de ciudadanos y estudiantes de diversas escuelas y universidades empezaron a coordinarse en el movimiento “Yo soy #132” para persiguir con sus gritos de repudio, desaprobación y reclamo a Peña Nieto y a una clase política que no se entiende sin la complicidad perversa de la propaganda televisiva. Desde entonces la pin-up sonríe cada vez menos; se ha dedicado a correr. ®

[1] Lipovetsky, Gilles (1999). La tercera mujer : permanencia y revolucion de lo femenino. Barcelona : Editorial Anagrama, pp 157-163.

[2] Meyerowitz , J. (1996) Women, Cheesecake, and Borderline Material: Responses to Girlie Pictures in the Mid-Twentieth-Century U.S. Journal of Women’s History, Volume 8, Number 3,pp. 9-35.

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Publicado en: Destacados, Elecciones y democracia, Junio 2012

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