Traición y muerte en el Taller de escritura

El asesinato del profesor

El asesinato del profesor del Laboratorio de escritura creativa fue resuelto fácilmente después del interrogatorio a todos los alumnos. Quién lo hubiera pensado…

Ilustración: ClubdeEscritura.com

La vida parece sencilla y dice el refrán que nosotros somos los que la complicamos.

No estoy muy segura de que esto sea cierto, porque hay sucesos que acontecen sin control alguno sobre ellos; tanto es así que ni siquiera tenemos la capacidad de entender cómo o con quiénes se originaron. Tal parece que sólo somos vehículos para hacerlos posibles, sin que estemos conscientes de la manera en que participamos para que sean una realidad.

Mi grupo de Laboratorio de Escritura Creativa estaba formado por diez personas, todas ellas talentosas, muy creativas y hoy, muy sorprendidas, pues a la sesión de hoy el maestro no llegó. Se nos hizo inexplicable porque una hora antes nos había enviado el link de la sesión, así que todos estábamos en ella, menos él. Pasaron unos minutos en los que cada uno de nosotros trataba de encontrar la razón de su ausencia; fue Ricardo el que insistía en que Jaime llegaría sólo unos minutos tarde y nos invitaba a esperarlo para no perdernos la clase. Ángeles decidió marcarle y su celular la mandó a buzón.

Mi teléfono sonó y me impactó que precisamente me llamara la mamá de Jaime; puse el altavoz para que todos pudiéramos escuchar.

Margarita, su mamá, dijo entre sollozos: “Jaime, mi hijo querido, está muerto, fue asesinado esta mañana entre las 9:15 y las 9:30 en su departamento”. El llanto cortaba sus palabras, se interrumpía por segundos para poder seguir hablando y casi gritaba cuando dijo: “No es justo, no es justo, Jaime nunca le hizo daño a nadie. ¿Por qué, por qué?”, gritaba y, entre sollozos, ansiaba una respuesta. Tomó un respiro hondo, muy hondo, como buscando consuelo en el aire que aspiraba y dijo: “Te aviso para que por favor me acompañes y les comuniques a sus alumnos lo sucedido”. El llanto ahogó nuevamente sus palabras y entre dientes se le oía murmurar preguntas, su amor a su hijo, su desconcierto, su inconformidad, su profundo dolor.

Yo estaba completamente muda, no podía articular palabra alguna, sentía un nudo en la garganta que no me permitía llorar y mucho menos hablar. Hice un gran esfuerzo para que de ese intrincado nudo saliera un “Te acompaño”, “entiendo tu dolor”, “estoy contigo”, “Voy para allá”.

¿Para allá? Ni yo sabía qué estaba diciendo cuando ella, sin más, terminó la llamada.

“Ricardo parece celoso”, “Ricardo parece celoso”, provocaba que la escuchara más allá de mis oídos, realmente estaba golpeando mi cerebro y aumentando mi percepción para, observando a Ricardo en la pantalla, tratar de descubrir si esas palabras estaban relacionadas con lo sucedido.

En ese momento, sin poder contenerlo, se inició en mí un abundante llanto, cargado de confusión, impotencia y mucho dolor, no entendía lo que mis compañeros decían, ¡no estaba yo ahí! Mis piernas se doblaron, mis manos temblaban, mi boca estaba seca, en contraste con mis ojos, de los que salían tantas lágrimas, que mojaban mi cara, mi blusa y la libreta dedicada al taller.

Volteé a ver mi libreta y pude observar cómo se empezaban a borrar algunas de mis anotaciones y, entre ellas, tres palabras que llamaron fuertemente mi atención: “Ricardo parece celoso”. Fue como un flashazo, como si toda la luz de mi atención las iluminara y quisieran decirme algo.

¿Qué me querían decir? ¿Era tan sólo una frase? ¿Qué podría significar?

Respiré lento, profundo, con mucha atención y calma, queriendo recuperarme a mí misma, porque verdaderamente había perdido el control. Tomé otra respiración muy larga queriendo oxigenar mi cerebro para poder pensar con claridad. Fue así como pude empezar a escuchar a mis compañeros con atención, todos expresaban su dolor por la pérdida, de manera personal cada uno elogiaba al maestro reconociendo su talento, su extrema generosidad para compartirnos sus conocimientos, su habilidad para ofrecernos sus experiencias e invitarnos a tomarlas como guía en la construcción de nuestro incipiente camino de escritores. Sin embargo, la frase que me había impactado sobre Ricardo retumbaba en mi cabeza: “Ricardo parece celoso”, “Ricardo parece celoso”, provocaba que la escuchara más allá de mis oídos, realmente estaba golpeando mi cerebro y aumentando mi percepción para, observando a Ricardo en la pantalla, tratar de descubrir si esas palabras estaban relacionadas con lo sucedido.

Ricardo habló de que todo tenía una razón de ser, y dijo: “A los muertos hay que dejarlos ir y que disfruten del eterno descanso”. “Jaime ya había cumplido con su misión”. “Tranquilos, compañeros, esto ya no tiene retorno”, “Seguro que un hijo de la chingada tenía sus motivos para hacerlo”.

Todas sus palabras y el tono en que las expresaba eran fríos, distantes, hasta agresivas; conecté con la frase y por qué la había escrito en mi cuaderno. Recordé exactamente el momento y entendí con justificación por qué la había escrito: el maestro le hizo algunos comentarios sobre su texto, con delicadeza y atención, aunque sí puntualizaba que lo podía mejorar si cambiaba solamente algunos detalles. Al escucharlo, Ricardo cambió su expresión facial, lo percibí enfadado y reprobando los comentarios de Jaime. Fue en ese momento cuando yo escribí la nota en mi cuaderno, ya que así lo dejó ver Ricardo.

¡Sí! Ahora lo puedo afirmar, estaba celoso del sorprendente talento del maestro. Pero, de ahí a quererlo matar y a matarlo, eso era una exageración.

La espina ya estaba clavada en mi mente, que, aunada al dolor por la partida de Jaime, me hacía perder objetividad y buen juicio para captar las señales que daban mis demás compañeros.

Cuando escuchaba a Ricardo seguir argumentando con gran aplomo la inobjetable partida de Jaime, me invadía un escalofrío desde la cabeza hasta los pies, dejándome helada, contagiada por la frialdad con la que él hablaba.

Simultáneamente a las sensaciones que surgían, crecían y bajaban, estableciendo una especie de círculo emocional sorprendente, observé a Ale que se acercaba a Ricardo, con extrema confianza, apoyando sus razonamientos y su extraña manera de consolarse y de motivar calma y aceptación en nosotros.

Sin razonarlo, me hice consciente del tono y el énfasis en las palabras que Ale estaba usando con respecto de Jaime: “Ya ves, Ricardo, que el maestro se ensañaba contigo y a mí siempre me dejaba al final de todos”. “Con esa misma actitud prepotente debe haberse relacionado con los demás”.

Acompañamos a Jaime a su última morada, fuimos copartícipes del dolor que flotaba en el aire y de las lágrimas de muchos de los presentes.

Por momentos, y de manera intermitente, yo observaba a Ale y a Ricardo, quienes se mantuvieron unidos y ¡vaya sorpresa!, sin derramar una sola lágrima por el inesperado deceso de nuestro maestro.

Se dijo durante el velorio que debido a que no existía una herida de bala ni de ningún instrumento punzocortante, la causa de muerte podría ser envenenamiento.

Los médicos indicaron que era indispensable realizar una autopsia, que horas después aclaró las causas reales del asesinato: una mortal descarga eléctrica.

Faltaba ahora descubrir cómo, quién y por qué lo hizo. Nadie sabía nada, yo empecé a caminar de un lado a otro del velatorio buscando calma y autocontrol.

Esa misma noche, con todos nosotros presentes, comenzaron las investigaciones por parte de agentes del Ministerio Público, quienes nos fueron llamando a cada uno para hacernos preguntas acerca de nuestro comportamiento y de lo que habíamos observado en las demás personas.

La mamá de Jaime nos pidió que cooperáramos porque realmente era inexplicable lo sucedido. Al primero que llamaron fue a Ricardo. Estuvo con los investigadores aproximadamente veinte minutos. Al regresar al espacio en el que nos encontrábamos estaba notoriamente afectado, pálido, molesto, podría decir que un poco fuera de sí.

Me parecía muy raro su comportamiento, la manera en que hablaban y como se comunicaban entre ellos. Estaba convencida de que los dos eran cómplices del asesinato de Jaime…

A la segunda persona que llamaron fue a Ale. Después de quince minutos regresó hecha un mar de lágrimas, no nos escuchaba y se veía sumida en sí misma con un llanto continuo. Posteriormente, Ángeles fue la interrogada y después de cinco minutos regresó con un llanto callado, abundante; lo único que podíamos observar era que, de tantas lágrimas vertidas, su cara y su ropa estaban empapadas. Siguió Roberto, que estuvo dentro unos siete u ocho minutos, y al salir tenía los ojos húmedos, rebosando de lágrimas y trataba de limpiar su garganta para detener su llanto.

Norah, Eri, Gaby, Marisol y Lupita fueron pasando, algunas salían sin poder hablar, otras hacían preguntas, a las que nadie tenía respuestas.

Finalmente, me llamaron, me preguntaron lo que había observado y yo les hablé de mis apreciaciones sobre la actitud de Ricardo y también sobre Ale, así que los acusé a ambos como sospechosos. Me parecía muy raro su comportamiento, la manera en que hablaban y como se comunicaban entre ellos. Estaba convencida de que los dos eran cómplices del asesinato de Jaime; la intuición me decía que uno o los dos lo habían matado.

La persona que nos estaba cuestionando me dijo que el caso estaba resuelto, que después de habernos interrogado a nosotros, sus alumnos, que éramos los que habíamos tenido contacto con él más cercano al momento del deceso, le habíamos ayudado a despejar las dudas y poder tener una conclusión y que, además, la culpable indirecta había aceptado y había dicho lo suficiente como para poder estar seguros de cómo había sucedido el hecho, pero ¡no me dijo cuál era esa conclusión!

Salí de ahí espantada. Dentro de mí había una esperanza de que no hubiera ningún responsable de su muerte, confiaba en el aprecio que le teníamos al maestro, la admiración que todos habíamos demostrado por él, pero las palabras del policía investigador me hacían pensar que había un responsable directo que estaba entre nosotros.

Así que se convocó a una rueda de prensa con nosotros, los papás de Jaime, el investigador y un periodista de un noticiero local. Todos estábamos con la boca abierta y el corazón estrujado al escuchar las declaraciones del investigador a cargo:

Les queremos decir que si bien lo que sucedió parecía un desafortunado accidente que aparentemente fue provocado por la señorita Alejandra Rodiles de la siguiente manera: La señorita Alejandra asistió al departamento del señor Jaime García, como aparece en el acta que se elaboró con las declaraciones de ella y de todos ustedes, en la que se establece que acudió con mucho enojo a hablar con el maestro para protestar por el trato desigual que estaba recibiendo durante sus clases.
El maestro se estaba bañando y la señorita Alejandra desde la puerta hizo una llamada para decirle que estaba ahí y que por favor le abriera. Al recibir la llamada, el profesor se envolvió en una toalla y contestó desde su teléfono celular conectado a la corriente eléctrica. Al momento de poner su celular en su oreja recibió una descarga eléctrica que lo tiró al suelo desmayado, la señorita Rodiles escuchó por unos segundos que el ahora occiso se quejaba de la descarga, acto seguido dejó de hablar, con el teléfono abierto y sin emitir ningún sonido.
La actora, aterrada, huyó del lugar sin saber lo que en realidad había pasado. El profesor volvió del desmayo unos minutos después y con una mirada borrosa, tirado en el suelo, envuelto solamente en una toalla, descubrió a Ricardo parado frente a él, observándolo y pensando que ya estaba muerto. El profesor, con voz débil y entrecortada lo saludó y le dijo: “Parece que me golpearon, me duele todo el cuerpo”, “Lo último que recuerdo es que recibí una llamada de Ale”.
Ricardo respondió con fuerte encono, con furia: “Ya me cansé de ti, Jaime, ya me cansé de tus correcciones a mis escritos frente a todo el grupo”. Pero lo que más cansado me tiene, lo que me tiene harto y me hizo llegar hasta aquí para terminar con tu vida es que me hayas robado el amor de Ana Clara”.
Jaime respondió: “Estás equivocado Ricardo”.
“De ninguna manera Jaime, Ana Clara me dijo que está perdidamente enamorada de ti, que tu manera de ser, que tus poemas, tus cuentos, tus historias y tu trato amable, cercano, amoroso, la llevaron a enamorarse de ti profundamente, que no quiere hablar conmigo, que no quiere volver a verme. Que ustedes están muy enamorados y que ella desea pasar el resto de su vida contigo. Que considera que tú eres el amor de su vida y que no quiere perderte por ninguna razón. ¿Y sabes qué, Jaime? ¡Eso duele y duele mucho, más de lo que me encabrona y me chinga estar viviendo estos sentimientos encontrados que tú provocaste”.
“No, Ricardo, déjame explicarte”.
“No necesito ninguna explicación, la enamoraste, Jaime, reconócelo, cabrón, usaste tu talento, usaste tu trato tan educado y deferente para enamorarla. ¡No, Jaime, no se vale!”
“Ricardo, las cosas se fueron dando, los sentimientos fueron aflorando…”.
“No, Jaime, no me importa, aquí tirado en el suelo voy a terminar con tu vida, como tú estás terminando con la mía, como tú terminaste con mis ilusiones y mis sueños”.
“¡No, Ricardo, yo no lo busqué!”
“¿No lo buscaste? ¿A quién quieres engañar?, en este momento me aprovecho de ti, de la posición en la que estás, de tu fragilidad después de un desmayo, tenías que pagar las consecuencias. Voy a sacar ventaja de esta situación ideal para hacerlo, para terminar contigo.
Ricardo se montó encima de él. Llevaba en la bolsa de su saco un aparato que emitía descargas eléctricas que colocó en el área de su corazón y al mismo tiempo le decía: “A mí me partiste el corazón Jaime y ahora te pago con la misma moneda”.
Dejó ir las descargas con saña, mientras el maestro le suplicaba que se detuviera, que las consecuencias iban a ser muchas para él, pero él no hizo caso, siguió aplicando las descargas sobre su corazón hasta que logró que se detuviera y Jaime falleció junto a él, frágil, sin tener fuerzas para defenderse, cediendo a la potencia de las descargas eléctricas que fueron incesantes hasta que terminaron con su vida.”
Ricardo estaba paralizado, no había en él ninguna muestra de arrepentimiento, sus ojos estaban secos, su boca estaba cerrada, su respiración era agitada. Logré observar algunas gotas de sudor corriendo por su frente. Los dos policías lo esposaron. Ricardo no ofreció ninguna resistencia.

Todos nosotros estábamos inmóviles, callados, impresionados; los papás de Jaime lloraron con profundo dolor. Su mamá decía entre dientes: “¡No es justo, no es justo, no es justo!” Su papá decía: “¿Por qué? ¿Por qué?”

Todos nosotros, sus alumnos, no podíamos creer lo sucedido. El dolor y la sorpresa nos habían paralizado y lo único que decíamos al unísono, como si estuviéramos de acuerdo, como metidos en la misma pena: “Que descanse en paz, que descanse en paz, que descanse en paz”. ®

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Publicado en: Narrativa

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