Trece segundos

El personaje de este cuento tiene el don de ver el futuro… más precisamente, sólo lo que acontecerá en los próximos trece segundos.

El futuro se aproxima…

Lo supe a los cinco años y fue muy divertido. En la adolescencia me regaló gratos momentos. Durante la juventud hizo de la mezquindad la patria de mis fracasos. Ahora, que me dicen abuelo, se ha consolidado en mí como una industria de negligencias.

Saber qué ocurrirá, con sólo trece segundos de antelación ¡es nada, es terrible!

Para escuchar de los demás lo que uno quiere oír se necesita tener cierto olfato y sagacidad, no es cosa fácil. Como toda experiencia de la adolescencia, las que me dio esta extraña facultad fueron particularmente caóticas y confusas. A los once años aún no sabía si podía ver un poco de futuro o simplemente cambiar un poco de la realidad a mi antojo.

El dilema se disipó una noche en la que me estaba masturbando en la sala. En la videocasetera había puesto una de las películas pornográficas que mi padre escondía en el clóset de su alcoba. Ni en mis peores pesadillas habría deseado que mis padres me descubrieran semidesnudo y así frente al televisor. Vi el espanto de mi madre; sus ojos desorbitarse, como si hubiera visto la muerte.

La visión edípica me excitó tanto que eyaculé. En ese instante supe que no podía manipular la realidad sino que simplemente me adelantaba algunos segundos a los hechos. Corrí al baño y me encerré; mientras me limpiaba escuché cómo mis padres abrieron la puerta; escuché la voz de mi madre que me llamaba.

Mi madre me envió a platicar varias veces con el cura de la colonia. Dejé demasiadas evidencias en la sala como para haber salido ileso de ésa. Ninguno de los dos habló del tema conmigo.

En algún momento de la juventud creí que podría darle utilidad remunerativa; hacerme rico para pagarle a bellas mujeres, seducir a otras tantas. No tardé en percatarme de que ese don era una maldición que empezó a vaciar mis bolsillos, pues me creó un trastorno psicológico caracterizado por una intensa ansiedad; también desarrollé un tic en la pierna derecha.

Ni en mis peores pesadillas habría deseado que mis padres me descubrieran semidesnudo y así frente al televisor. Vi el espanto de mi madre; sus ojos desorbitarse, como si hubiera visto la muerte.

¡Mierda!, trece segundos no sirve de nada. ¿Por qué no puedo ver dos o tres horas por los menos? Bueno, he de decir que, pese a todo, me considero un hombre adelantado a su tiempo, como todos aquellos visionarios: Julio Verne, Tesla, en fin.

Cuando Amanda, mi mujer, parió a Irma, desarrollé un cuadro depresivo porque la ansiedad se tornó en una angustia que, como herramienta de la resignación, labró miles de mis días y mis noches. Por increíble que parezca, estudié Filosofía; fue la única disciplina donde logré encontrar algo de paz porque despertó y fomentó mi imaginación, al igual que la literatura y la teología, aunque en menor medida. Esto también tuvo un fuerte impacto en mis bolsillos, pues conforme el sentimiento de angustia fue desapareciendo, el de la paranoia comenzó a ganar terreno.

La memoria y la imaginación tuvieron un alto precio para mí y mi familia. Filosóficamente, el hecho de conocer tan sólo un segundo del futuro antes de que suceda cambia radicalmente la hondura de la existencia de cualquiera. Uno empieza a engañarse, a creer que de ese pedacito de futuro se puede extraer más aprendizaje que del pasado. Luego, al cabo de unos años, cuando uno se da cuenta de ese error, es propenso a cometer otro, el de poblar ese pedacito de futuro con los inventos de la imaginación.

Muy tarde en la vida logré un equilibrio entre la ansiedad, la angustia y la paranoia; esa extraña vecindad en insana convivencia, también afectó mi criterio y en el ADN de mis decisiones se instaló la negligencia. Desde entonces sé que la determinación no forma parte de la familia de las valentías.

La verdad es que nunca supe qué hacer con esos trece segundos. Durante una época, cuando Irma ya estaba en la universidad y no requería tanto mi atención, tuve unos buenos momentos en los que, al desentenderme de ese don, quizás viví los mejores días de mi vida.

Tuve la fortuna de tener un intercambio epistolar con un ex procurador de Justicia de la nación, quien posee la prosa más limpia y elegante en este idioma; tuve el privilegio de sentarme a conversar en el despacho de un ministro de Justicia chileno, que alguna vez fue parte del gabinete de Salvador Allende. Vi morir a un hombre que minutos atrás había sido apuñalado; hace mil noches confundí la felicidad con la muerte de mi madre enferma.

No fui buen padre ni esposo; no amé a mi mujer y sigo peleando con Irma. Desde que estudia su doctorado en feminismo tolero menos sus comentarios. Soy un sexagenario lleno de prejuicios. Puedo aceptar que existan los homosexuales, pero no verlos besarse en la vía pública. No creo en la diversidad sexual ni en la igualdad de género. Prefiero que me consideren obtuso y no hipócrita.

Cuando se es joven uno cree que llegará más sabio, más dispuesto a disfrutar la vida. Conforme pasa el tiempo, apenas quedan rastros de esos deseos. Si la resignación no fuera tan ancha la vejez sería más corta y miserable. En la opulencia o en la miseria, casi al final nos enteramos de que hay una hebra de infelicidad que cruza nuestra convivencia, la forma en que nos amamos y hasta en la que celebramos.

Esta mañana me vi en el espejo; mi barba rala y blanca; mis ojos, y en su mirada un gran drama. Es extraño, pero no me desagradó verme. Tomé mi eterna maleta de piel y me fui a trabajar.

Esta tarde que regreso a casa me siento bien caminando por la carretera. Algunas veces me he ensopado y deshidratado el mismo día; el clima de Los Altos es extremoso y abrupto.

Camino por la orilla de la carretera en el sentido del tránsito, el viento que antecede el paso de los tráileres es nítido y abrumador, como un réquiem atroz.

Veo vísceras, huesos, carne, sangre y la maleta de piel desparramados por la carretera, como “El jardín de las delicias” del Bosco sobre la carpeta asfáltica de Yahualica. Al ver esto me pregunto: ¿Cómo es posible que de toda esa viscosidad y carnalidad surjan el idioma y la vista? Es maravillosa la vida.

Se acerca un tráiler. Cruzo la carretera. ®

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Publicado en: Narrativa

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