A diferencia de las tradicionales tienditas de la esquina, las tiendas de conveniencia, como las Oxxo, son cada vez más numerosas y han cambiado las relaciones entre clientes y los que atienden. Con algunas excepciones.
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A falta de una tiendita de la esquina en la colonia en la que vivo en la Ciudad de México no tengo de otra que irme a las comerciales a alimentar el capitalismo voraz que para colmo abusan de uno con la inflación de precios. Extraño cómo allá en Michoacán tenía para escoger dependiendo qué deseaba comprar, ya fueran los bolillos por el desayuno dominguero, las cervezas del mediodía, la verdura para los alimentos, raidolitos para espantar los moscos de temporada o dulces y frituras, entre tantas otras cosas.
Todas se encontraban en un perímetro cercano, posible de recorrer a pie sin que ganara el tedio y visitarlas, además de permitirle a uno hacerse de la necesidad, ofrecía la oportunidad de conocer personajes interesantes, dignos de narrarse. Por ejemplo, don P, quien siempre se la pasaba escuchando la radio, sobre todo el béisbol cuando tocaba partido. Llevaba una gorra de algún equipo gringo y te atendía con mucha amabilidad, aunque sin mirarte a los ojos, más bien lo hacía hacia la radio, como si en un ejercicio de imaginación visualizara lo que el comentarista describía.
Don P tenía la costumbre de hacer las cuentas a lápiz en el sobrante del papel revolución con el que solía envolver en forma de cono los vegetales o embalar el pan dulce. Había que ser hábil o confiar mucho en él para no perderse cuando la lista era larga. Su forma de sumar era rara pero correcta, según constaté varias veces cuando, a la vuelta de la esquina, escéptico, hacía las operaciones con la calculadora del teléfono. Afuera de la tienda de don P había unas máquinas tragamonedas, ésas que ya son ilegales. Yo tenía la costumbre de que, si me sobraban unos cuantos pesos, ponía a prueba mi suerte perdiendo casi en todas las ocasiones, excepto en un par que logré hacerme de cincuenta y cien pesos.
Se trataba del negocio al cual me gustaba visitar más porque las tres eran muy bonitas y despachaban con una cordialidad fácil de confundir con la coquetería. A pesar de que la madre las vigilaba y reprendía de vez en cuando, ellas parecían ser fieles a sí mismas y hacían de un momento tan banal como comprar una caja de cerillos una experiencia que quedaba grabada en la memoria por largo tiempo.
Otro ejemplo es el de doña M, que cuando ibas a su tienda cuestionaba todo respecto de ti, cómo estaba la familia, si seguías en el mismo trabajo… Al terminar el interrogatorio procedía a contarte la vida de los otros, así no supieras a quiénes se refería, mientras despachaba el cuarto o medio kilo de jamón y te daba a probar un poco antes de meterlo en la bolsa y pesarlo. El chismorreo de doña M no era tan incómodo, lo malo de las visitas a su tienda era lo tardado en atenderte y la costumbre de preguntar varias veces qué ibas a llevar, así se lo acabaras de decir.
En la tienda de don T, una de las más grandes —vendía, además de casi todos los productos, pastura y comida para animales—, atendían su esposa y sus tres hijas. Se trataba del negocio al cual me gustaba visitar más porque las tres eran muy bonitas y despachaban con una cordialidad fácil de confundir con la coquetería. A pesar de que la madre las vigilaba y reprendía de vez en cuando, ellas parecían ser fieles a sí mismas y hacían de un momento tan banal como comprar una caja de cerillos una experiencia que quedaba grabada en la memoria por largo tiempo. Desafortunadamente, tenían la mala costumbre de no ser regulares en sus días y horarios de atención, así como podían abrir a las ocho de la mañana podían hacerlo a las diez u once, o de plano hasta por la tarde, y a veces todo el día permanecían cerrados. Nunca supe a qué se debía, tal vez no se trataba de su ingreso principal, quién sabe; no obstante, aquello solía hacer que desviara mi camino hacia otras opciones, pues, sin importar el taco de ojo, lo primero es lo primero.
Tan distinta la experiencia de consumo acá, impersonal, distante, a veces grosera. En parte se entiende. Mientras que las tienditas locales casi siempre se encuentran en las casas de los dueños y éstos se dan el lujo de escuchar música o ver algún programa de revista en los tiempos muertos, en las de cadena hay que viajar desde quién sabe dónde y quién sabe cuántos kilómetros, para jornadas mal pagadas de ocho horas o más, con el atenuante de atender a centenares de individuos, donde me ha tocado presenciar malos tratos y menosprecio, como si ser dependiente de una tienda fuera algo indigno.
En una ocasión, cuando pedí una recarga de teléfono, al notar que iniciaba con 351 preguntó de dónde era la clave. “Michoacán”, respondí, lo cual abrió la puerta de la confianza y la melancolía para compartirme que su esposa provenía de por allá, entonces procedió a contarme su historia de amor sin importar la fila detrás de mí.
Cerca de casa hay dos Oxxo, un Seven Eleven y dos tiendas 3B. Voy a una u otra dependiendo de la necesidad, pero cuando debo comprar agua suelo ir al Oxxo, por ser el que provee la marca del garrafón. En la tienda ubicada en Mariano Escobedo, en la frontera con Polanco, casi siempre me atiende un hombre que ronda los sesenta años. A veces es serio, a veces jocoso, supongo que depende del humor en el que se encuentre. En una ocasión, cuando pedí una recarga de teléfono, al notar que iniciaba con 351 preguntó de dónde era la clave. “Michoacán”, respondí, lo cual abrió la puerta de la confianza y la melancolía para compartirme que su esposa provenía de por allá, entonces procedió a contarme su historia de amor sin importar la fila detrás de mí. En otro momento le menté la madre dentro de mi cabeza porque no quiso venderme un garrafón, según él porque llevaba uno apócrifo.
Hoy por la mañana fui a surtirme a ese mismo Oxxo. Tomé el agua e hice fila. Al fondo se escuchaban los requintos y la letra de “Toda una vida”, en voz de Los Panchos: “Toda una vida (toda una vida sí). Me estaría contigo. No me importa en qué forma, ni dónde ni cómo, pero junto a ti…”. Raro si pensamos en el predominio del reguetón y la música de banda en los espacios públicos. Dos lugares adelante de la línea, mientras pagaba, un joven veinteañero le dijo que aquello era música de viejitos. El hombre lo miró serio, sin decir nada, y le deseó un buen día al entregarle su ticket y el cambio. Cuando tocó mi turno le dije que no hiciera caso del comentario, al menos yo agradecía un poco de esa música que me recordaba las comidas familiares en la casa de la abuela, el infinito sonido de los boleros que a nadie le parecían extraños y sí un fondo perfecto para la alegría presente. El hombre sonrió y dijo que al menos el joven en algo tenía razón: sí era música de viejitos. “Si lo es, entonces somos viejos, ¿y qué?”, respondí. Ambos reímos, agradecí y nos deseamos que estuviéramos bien.
Volví a casa con los veinte litros de agua en el hombro, pensando que aquel encuentro es lo más cercano a las experiencias vividas en mi viejo hogar, quién sabe y tal vez existe la posibilidad de una nueva forma de encontrarse y dialogar en esos espacios, pues al fin de cuentas poco importan la geografía y la infraestructura, sino que todos de alguna forma somos iguales. ®