El cristal

Detonador de drama social

Tres testimonios, tres visiones intimistas del consumo de drogas, particularmente al cristal. Su adicción los hizo y los deshizo, no siempre hay vuelta atrás.

Testimonio de una dama envuelta en el consumo de la droga en boga

Encender el fragmento de un foco es un ritual. La llama se convierte en calor indispensable para avivar el humo que ha de instalarse en el cerebro. Abrir más los ojos es el efecto, también agilizar la dinámica física.

Ana fuma de tres a seis globos diarios. Lleva veintidós calendarios sobre la vida y un par de ellos consagrándose al químico en cuerpo y mente.

Tiene su espacio predilecto, hacerlo en cualquier parte no sería lo mismo, por eso a ciertas horas del día el cerrojo de la puerta del baño corre hacia la derecha, y da privacidad.

No es humo artificial, quizá similitud de adrenalina en un concierto con cámara de gases. La boca acaricia solamente el químico gris, lo engulle con levedad para de inmediato dispararlo hacia el espacio. Ana sabe que si el jalón llega hasta los pulmones de manera directa pudiera ocurrirle lo que a su camarada, el que por no regular la dosis ahora tiene vista en un solo ojo: el izquierdo se apagó para siempre.

Ana sabe, siente, que el placer tiene su precio, y si con el consumo del cristal la adrenalina asciende, de igual manera crece el riesgo de bajar la guardia en las defensas del cuerpo.

“Si ya he tenido broncas; hay veces que como que me cae infección de tanto humo en los pulmones, porque me duele la espalda, acá en la parte de arriba, pero tomo pastillas para la infección y se me quita, pero sí me queda como algo pegajoso, como cuando andas resfriado, y tiras baba, pero la baba que me sale es blanca. La neta no me da miedo, al contrario, cuando fumo me da pa’rriba. Esta madre siempre me trae bien alivianada, me pone pa’ allá y pa’ acá, muy activa. Para andar así me tengo que fumar diario unos trescientos pesos de loquera, que vienen siendo seis globitos, o a veces compro un dieciséis, en dos cincuenta, que ya ese es por mayoreo, un buen bultito”.

Ana es desempleada, voluntaria, porque al parecer el trabajo no le seduce.

El placer del consumo, ante cualquier vicisitud económica, lo resuelve a como dé lugar.

“Ya picados y en la barra, uno saca dinero hasta por debajo de las piedras, porque si no le pongo me desespero, me desespero, me desespero, ando buscando por donde sea algo. Pos la neta sí, hasta ahorita siempre lo he resolvido (sic), porque si alguien conocido llega a tener en venta, me hace valer, no me deja morir ai te va, o fiado, o consigo dinero pa’ pagarlo. ¿Quieres que te diga la neta? Simón, sí he llegado a aventármela, sí he robado con tal de tener feria, y he agarrado lo que sea, nomás que valga de cien pa’ arriba, que te alcance pa’ una cura, donde esté prestado, y que te den de perdida cincuenta o cien, pero que alcance para una cura de perdida, un globo, algo que te cure la malilla que traes, con eso”.

Ana estuvo hace dos años y medio tirando tiempo tras las rejas, el móvil: robo con violencia. Se vino de la prisión al año y meses de estar por allá. Su jefa le hizo el favor de comprar un buen abogado, y la condena de tres años se convirtió en la mitad del tiempo.

Antes de entrar a prisión había probado el cristal, pero no se había prendido como ahora.

La boca acaricia solamente el químico gris, lo engulle con levedad para de inmediato dispararlo hacia el espacio. Ana sabe que si el jalón llega hasta los pulmones de manera directa pudiera ocurrirle lo que a su camarada, el que por no regular la dosis ahora tiene vista en un solo ojo: el izquierdo se apagó para siempre.

“Yo fumaba mota, antes de caer, pero ya cuando recuperé la libre, en un cotorreo que tuve unos compas sacaron el foco, pos lo agarré y ya el engranaje no me soltó, ahora ni mota, ni coca, puro foquito, cristal y cristal. Sí botaneo bien, me alimento bien. Y el sueño, pos cómo te diré, antes, cuando recién le ponía no me daba nada de sueño, no dormía noche ni día, pero como ya tengo bastante tiempo, ya si fumo en el día me puedo dormir en la noche, pero ya de tanto uso como que sí se te va quitando un poco el apetito, pero siempre le hago la lucha”.

Ana acaricia a su perro el Moquín. La lengua de su mascota lame los dedos de su dueña mientras ésta le espulga los corucos que le heredó un gato, otra mascota que hace unos días le quitó la vida la llanta de un carro. Por la manera de acariciar el pelo del Moquín parecería que Ana tiene entre sus brazos al hijo que no tiene. Y mientas el reventar de corucos entre sus uñas, por el amor a su perro, Ana fluye en su conversa.

“Con el consumo de cristal puede llegar a que te duela la cabeza, a sentir calentura y que te duelan los huesos cuando se te está bajando el efecto, cuando te pega la malilla, o a sentirte desesperada y buscar dónde robar, por dónde sacar algo para curarte. Sí he tratado de tumbarme el rollo, pero es una adicción fuerte, y pues tienes que tener mucho huevos para dejarla. Sí he dejado algunos tipos de loquera, yo antes me inyectaba cocaína, duré dos años y la dejé, también dejé las pingas, dejé la mota”.

Cuando ya la ansiedad ruge y el cristal se dispone de nuevo a recibir el calor de la lumbre, Ana platica sobre el tránsito de los preparativos del próximo ritual. Al romper un pedazo de plástico que protege la dosis, Ana observa con mirada de “amor” la textura del globo. Sabe ella de qué está hecho, o cuando menos de lo que le han dicho que es.

“Sé de algunos tóxicos que trae: un contenido de veneno para animales, ácido de baterías; muchos le meten corte de caballo, ese es un producto que usan para sacarle más ganancia a la mercancía”.

Cuando la lumbre sentencia el momento preciso para el ritual, Ana dispone sus sentidos todos para optimizar la inhalación. Perder la menor cantidad de humo es un reto inminente. En cuatro o cinco minutos su vida se transforma. La voz de Ana se torna entre cortada, pausada, difícil es articular las palabras, el cristal activa su efecto, se sumerge al interior del cerebro, del cuerpo.

Cuando ya la ansiedad ruge y el cristal se dispone de nuevo a recibir el calor de la lumbre, Ana platica sobre el tránsito de los preparativos del próximo ritual. Al romper un pedazo de plástico que protege la dosis, Ana observa con mirada de “amor” la textura del globo. Sabe ella de qué está hecho, o cuando menos de lo que le han dicho que es.

“Esto es como cuando amaneces muy aflojerado, pero al irle poniendo vas sintiendo unas ganas inmensas de platicar, y el rollo te sale hasta por los codos; ya después te pones a alzar, a barrer o lavar, en eso de trabajar te pones activo, y no sientes que la droga te llega, uno nomás se pone a tirar un salivero, o igual muchas veces cuando le pones en exceso, la sangre como que sí se te pone una madre caliente, o cuando le pones de más hasta alucinas”.

El sabor que le deja el humo en la boca es amargo, y es éste mismo lo que le mutila el deseo de fumar tabaco y le hace acrecentar el deseo de beber agua.

Ana cuenta ahora el cuento que vivió en esos días de exceder. “Yo una vez juraba que había visto a alguien arriba del techo de la casa, y anduve dando vueltas como loca, o muchas veces he oído ruido y me he viajado con que me andan persiguiendo lo policías, y sí, sí da un chingo de miedo, y sí se llega al pánico”.

Algunos de sus camaradas, bajo la loquera del cristal, han llegado a delinquir, dice Ana, “desde robo con violencia hasta asaltos”.

Si bien el cristal le permite ese experimento del placer mental y físico, en ocasiones censura el deseo por el placer sexual.

“Cuando no le pongo en exceso sí me dan ganas, pero cuando le pongo de más puedo estar con mi pareja pero no llegar al orgasmo; sí hay excitación, y se siente que la sangre hierve, pero hasta allí porque por más que uno desee, no se toca el orgasmo”.

Esta y otras consecuencias físicas, emocionales o sociales, son el costo de la adicción. Ana dice que por saber que la sociedad —la familia que sufre—, la rechaza, constantemente se trepa en depresiones, y fuertes, y aunque ha tratado de separase del los globos, del humo, del fuego, del cristal, no ha podido tumbarse el rollo: “Porque no se puede”.

Testimonio de Rosa: Tirar cristal es su modo de ganarse la vida. Y hasta que me truene

La miseria es el móvil del delito. El delito es la venta de enervante. El enervante es cristal.

Al preguntarle a Rosa los motivos para elegir como negocio la venta de droga, la respuesta, más que contundente, es certera: “La miseria”.

Qué es miseria, se le inquiere. “Pos la ruina”, responde.

Y aunque hay antecedente de lo que es estar en prisión, a ella no le tiembla.

Rosa abandonó la cárcel hace poco más de un año. Había ingresado por robo con violencia; vivió tres años tras las rejas.

Al salir de prisión Rosa encontró trabajo en el Café Combate, allí su salario semanal era de 550 pesos. “Ni para los camiones”, dice.

Ahora, y desde hace seis meses a la fecha, la manutención es relajada. Con la venta de cristal dispone del presupuesto requerido para pagar renta, comprar comida, ayudar a su pareja y a su madre en menesteres de la cotidianidad, que también cuestan.

El curso de la entrevista es interrumpido por el sonar del timbre. Si suena dos veces, la solicitud es de cristal, para lo que Rosa está más que lista en hacer la tranza; si el timbre suena una vez, el envoltorio debe ser de mariguana, y caer en las manos del cliente, a cambio de dineros.

Las ganancias, dice, luego de acomodar en la billetera el monto de la venta, llegan dependiendo del fluir de clientes.

“Todo depende de cómo esté la venta; por semana levanto unos dos mil pesos, eso es cuando está bien, cuando no, pos agarro de mil pa’rriba”.

Los mejores días son viernes, sábado y domingo: “La raza está prendida y consume siempre”.

Haciendo cuentas de cuánto es el porcentaje de ganancias, Rosa cuenta cómo es el bisnes: “Compro un medio que me cuesta quinientos varos, a eso le saco como dos mil pesos, la ganancia es de mil quinientos, y eso lo vendo en una semana, o menos”.

El curso de la entrevista es interrumpido por el sonar del timbre. Si suena dos veces, la solicitud es de cristal, para lo que Rosa está más que lista en hacer la tranza; si el timbre suena una vez, el envoltorio debe ser de mariguana, y caer en las manos del cliente, a cambio de dineros.

En su cotidianidad cuida de su aspecto, se alimenta bien, se baña y se cambia, usa garra de marca, le gustan las gorras y los lentes, escucha música de Marco Antonio Solís, de los Yonic’s: el pelo bien arreglado le da presencia y facilidad a la hora de intentar el ligue: le gustan morritas, “Si están buenotas, mejor”.

Por eso Rosa no fuma ni toma, no se droga, nunca. “Porque la neta no me nace, nunca he sido loca, alguna vez cuando morra de unos catorce años probé la mota, pero hasta ahí, me puse bien malía y no la volví a consumir”.

Y si ha de responder sobre qué contiene el cristal, lo que vende, el comentario es limitado: “Sé que tiene un menjurje, pero ni en cuenta, no sé lo que de veras tiene. Y simón, sí sé el daño que puede causar: desde quedarse arriba, o que te pases, que alucines y te mates, todo eso. Pero pos lo vendo porque es más grande la necesidad”.

La caja de la gorra azul que lleva Rosa cae sobre sus cejas; su mirada, muy a pesar de la historia de vida que le ha toca lidiar, es inocente, casi transparente. Si de responder lo que el cristianismo enseña, ese sentimiento de culpa, ella es segura al emitir el monosílabo: “No”. No hay tal remordimiento.

Y seguirá en eso de la tranza clandestina, ilegal, felizmente: “Porque está muy dura la vida como para ponerse a trabajar y ganar quinientos pesos, sé que los ganas honradamente pero vale madre. No, no me da miedo caer al bote, y la neta han dicho que me van a reventar, que me han puesto el dedo, pero hasta ahí, nunca me ha pasado nada”.

La construcción de esa plaza, en la cual lleva seis meses, en una colonia al norte de la ciudad, donde a decir de la entrevistada, es más fácil, la hizo en menos de un mes. El correr de la voz de la raza que está prendida del cristal es la más eficiente publicidad, y vender conlleva riesgos, como el de no dormir para atender el changarro: “Los clientes llegan de las cinco de la tarde en adelante, aunque en la mañana, a partir de las siete, es cincho que lleguen unos cinco, pero hay veces que a las tres de la mañana suena el timbre, y si no me levanto es un pedo, los locos se ponen a gritar, y cálmate, no dejan dormir, pero así es esto, parte del trabajo, y si no me levanto me tumban la ventana. Pinchis morros son muy enfadosos, son un alguate y si no traen feria llegan empeñando ebribare: gorras, relojes, cámaras, camisetas, pantalones, todo por una madre”.

Qué si para qué tanto alcanza lo que gana con la venta, llega como pregunta. La respuesta es con un sonido desde su voz: “Uuuuhhhh”, después una lista de objetos, prendas, comidas.

—¿Y vas a seguir en esto?

“Claro que sí, hasta que me truene, y si no me truena lo seguiremos haciendo, pero la neta es que algún día me tiene que tronar”.

La voz de la jefa que se quiebra por el hijo que fuma. Violencia, la consecuencia

Testimonio de doña Panchita, madre de José, que cuenta cómo el cristal lo transformó.“Ojalá que m’ijo nunca hubiera dejado de fumar mariguana”.

El caldo de queso que sirve doña Pachita es tan espeso como el recuerdo que tiene sobre su hijo.

José era buen muchacho, hasta que cumplió los dieciocho y dejó de serlo. Antes de llegar a esa edad trabajaba y compartía su salario con doña Panchita, su madre. Y sí se drogaba, pero lo hacía con mariguana; después le pegó al cristal y así fue el inicio de las desavenencias.

“Ni me recuerdes porque me voy a poner a llorar”. Doña Panchita advierte a Rosa, su hija, quien (ironías de la vida) vende cristal, que si concede la entrevista al reportero, ella no responde de cómo se ponga, “Porque me duele mucho lo que pasa con mi hijo desde que fuma esa cochinada”.

En un cuarto de cuatro por cuatro en la colonia Gómez Morín, la doña atiende a su marido y cuatro nietos. Ella tiene cinco hijos, José es el más chico, y “el más perdido”.

“Desde que mi hijo empezó a fumar cristal, se pone muy violento, muy agresivo, queriendo golpear a su papá, diciendo que lo va a matar”.

“Ni me recuerdes porque me voy a poner a llorar”. Doña Panchita advierte a Rosa, su hija, quien (ironías de la vida) vende cristal, que si concede la entrevista al reportero, ella no responde de cómo se ponga, “Porque me duele mucho lo que pasa con mi hijo desde que fuma esa cochinada”.

Don Luis, quien ese momento está encima de un colchón, comiendo el caldo de queso, interviene en la conversación sólo para ironizar: “Cuando entré a la casa y vi a José con dos cuchillos, le dije: Qué onda mi Rambo; solito se calmó, no hace nada, nomás puro grito”.

Por la expresión de su rostro a la doña no le es tan fácil lidiar con la actitud de su hijo, y tal vez no le venga en gracia la ironía de su esposo. “Porque José se pone necio, agresivo y tira todo lo que tiene a su alcance”.

José no siempre ha sido así, el hijo menor tuvo días, años, de ser buen muchacho, pero una mujer se atravesó a su paso, y esa mujer le enseñó a fumar la droga, también le dio un hijo, el Mono, al que ahora la doña cuida, porque ninguno de los dos se hizo responsable.

“Pero antes de todo esto él era muy buen hijo, trabajaba y de lo que ganaba me daba la mitad, y él se compraba ropa; trabajaba de albañil, pero ya que agarró la droga se fue desobligando, y si me daba dinero al ratito me lo andaba quitando o refiriendo, pero era por la misma droga; algunas veces me daba dinero y luego me lo quitaba, nomás para comprar droga, y si él agarraba dos mil pesos, los dos mil los compraba de droga. Siempre se ponía muy violento, muy estúpido”.

Dice la doña que a pesar de que su hijo se ponía violento nunca le levantó la mano. “Yo tuve problemas porque José le quería pegar a su papá, y a su hermano, otro hijo mío, con el que se agarraba; una vez se picotearon, José le quebró los vidrios del carro y el otro agarró un cuchillo y le cortó una pierna, un desastre con mis hijos, y lo he vivido en carne propia”.

Después de la tormenta que José provocaba con el efecto del cristal, doña Panchita conversaba con él, “Yo le decía llorando que dejara eso, que no consumiera esa droga, que pensara que el día que yo les hiciera falta no sería lo mismo. Le daba muchos consejos y me decía que sí quería cambiar pero no lo lograba. Él cuando no tenía dinero era otra persona, igual que su papá, éste cuando anda borracho se transforma. José buenisano era muy a todo dar, platicábamos, nos reíamos, pero nomás se llegaba el sábado y lo mismo, otra vez a batallar por la droga.

“Mi hija habló con él, pero no, nunca lo hizo, José decía que si algún día venían por él de algún hospital, que él los iba a matar, a putazos pero los iba a matar”.

José hace un año que no se aparece por su casa. Ni por teléfono se comunica. Nadie sabe dónde está. Doña Panchita su madre dice que se lleva la vida con el alma en un hilo, pensando que tal vez le haya pasado o le pase algo malo, como la vez aquella que lo quisieron matar y le echaron un carro encima cuando José regresaba de su trabajo pedaleando una bicicleta. José se vio muy mal, y “la bicicleta quedó jirita”. Los rosarios seguirán desde la existencia de la madre, para que Dios cuide a José. Y tal vez ella continúe implorando la línea con la que cierra su conversación:

“Ojalá que mijo nunca hubiera dejado de fumar mariguana”. ®

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Publicado en: Agosto 2011, Apuntes y crónicas

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