Emoción por el lector

La construcción del lector

¿Qué libro solamente con letras, sin ilustraciones, leía ese niño? ¿Y cuál era el que tenía ese adolescente sentado a la sombra de un árbol, a la orilla de la carretera? ¿Por qué ese hombre de la calle leía un libro sin pastas, y aquel otro, por qué leía un diccionario español–francés?

Libro en el suelo. Foto de ahplibrary.org/

Uno

El autobús recorre la avenida más grande de Cuautla. Se detiene en un semáforo. Si dentro, que está encendido el aire acondicionado hace calor, no imagino el sofoco que sentirá la gente allá afuera. Recargo mi cabeza sobre el cristal, cansado, un poco harto, lo cual sé que pronto me llevará a dormir. Espero abrir los ojos hasta llegar a la Ciudad de México.

Antes, la vista, sentido que tiene vida propia, detecta los objetos del ambiente. Se detiene en una pareja y un niño que están sobre el delgado camellón que divide la avenida en cuatro vías. Se trata de un pedazo de concreto amarillo, descarapelado y con pasto seco. El hombre y la mujer aguardan el rojo para acercarse a los vehículos y ofrecer refrescos, gansitos, bebidas energéticas y cigarros. El niño se queda debajo de una sombrilla clavada en la tierra que le cubre sólo una parte del cuerpo. Pienso en el calvario que debe vivir si el momento se convierte en horas y las horas en días, si aquella es una rutina constante para que —los que imagino son sus padres— consigan el sustento cotidiano. Quiero que el semáforo cambie de color porque, como muchos, parece que es mejor no ver, como si la ceguera los pusiera en igualdad de condiciones. No ocurre, y quizá como penitencia mi mirada me obliga a quedarme allí. Fue así como noté algo entre sus manos: un libro. Poca sorpresa representaría pues suele ser común que los niños interactúen con libros de colorear, folletines, ilustrados con caricaturas o películas de moda. Afiné mi malograda vista y juro que noté que aquellas páginas no tenían sino únicamente letras. Tengo la convicción de que hay una diferencia entre un libro comercial —cuyas empresas imprimen por miles con la finalidad de inundar el mercado y que suele llegar a las manos como objeto insustancial— y una obra literaria, cuya esencia tiene la posibilidad de cambiar la vida.

El camión avanzó y no me quedó sino imaginar con ilusión la fragmentada lectura en voz baja, el paso de las páginas con el dedo índice, el mitigar del ardiente aire por la sumersión en una buena trama. Tal vez nada de eso pasó, quizá estoy equivocado; sin embargo, el placer embriagador de aquel niño lector es alentador contra el desasosiego que causa saber a los tantos infantes que, como zombies, no pueden desprenderse de los teléfonos celulares1 que les proveen los padres para eludir una crianza responsable.

A mí se me enseñó malamente que la lectura es una aspiración, una forma de mejorarse y mejorar al mundo. Que leer abre ventanas y puertas que nadie me supo decir a dónde.

Semanas después, a orilla de la carretera que lleva a Morelia, detrás de una barda de piedra, vi a otro lector, ahora un joven de entre trece y catorce años. Sentado al pie de un árbol torcido, con apenas unas cuantas hojas, leía mientras las ovejas que pastoreaba comen heno del llano árido. De nuevo la imaginación: leía alguna novela apasionada en cuya escena dos personajes se juran amor eterno y se funden en un beso. Allí, en medio de la nada, el pudor y los suspiros de tales imágenes pueden liberarse a plenitud; ojalá así haya ocurrido.

¿Por qué me emociona tanto ver a alguien leer? ¿Por qué me genera gran ilusión, sobre todo si éstos se encuentran en espacios que parecieran no son los comunes para tal acto?

Niño y joven son para mí la representación del lector real y una anatomía lectora tan distinta a la mía. A mí se me enseñó malamente que la lectura es una aspiración, una forma de mejorarse y mejorar al mundo. Que leer abre ventanas y puertas que nadie me supo decir a dónde. Ellos leían como quien hoy patea un balón, mañana ve un programa de revista y pasado sale con los amigos para compartir las experiencias vividas. Leer es la sangre que uno no se cuestiona el trayecto en el propio cuerpo, es la sonrisa que se dibuja en el rostro y no se mide la gesticulación ni importa los demás comprendan de qué reímos, es el dolor por la pena que tal vez simple, se siente como la más profunda de todas.

Dos

Camino por la que dicen es la avenida más lujosa de Latinoamérica: la Masaryk, en Polanco. En la glorieta donde se encuentra la estatua del primer presidente de Checoslovaquia (Tomáš Garrigue Masaryk) veo a un hombre en condición de calle abrir un morral desgastado y sacar un libro. Doy unos cuantos pasos sin poder dominar la obsesión por saber qué lee. Vuelvo fingiendo que mi atención está en otro lado, pero en realidad contorsiono la cabeza para divisar el título. Se trata de un maltrecho diccionario Español–Francés.

Desilusionado —de nuevo la pretensión literaria— retomo el rumbo. Entonces pienso en que tal vez aquel hombre gusta de leer y no tiene forma de hacerse de un libro distinto; no le queda, como al Dr. B, personaje de Novela de ajedrez, de Stefan Zweig, más que consumir el único ejemplar que llegó a él. Regreso, respiro hondo y tímidamente le pregunto si le gustaría una novela —en casa tengo varias de las cuales no tendría problema en desprenderme—. El hombre me mira con una combinación de miedo y sospecha de locura. Guarda el libro, se pone de pie ágilmente y se aleja mientras noto cómo los transeúntes hacen juicios silenciosos sobre lo que han de suponer se trata de un tipo molestando a otro.

Tres

En Zamora pasó algo parecido. A temprana hora, durante varios días seguidos veo a un viejo sentado sobre un desnivel al pie de una puerta. Tiene la vista fija en un grueso libro sin pasta. Sigo de paso debatiéndome si intentar lo que salió mal la primera vez. Para el tercer día cojo valor —estoy decidido a abordarlo con mejor asertividad— y, cuando estoy cerca, detrás escucho una voz estruendosa que dice frases incoherentes. Se trata de un joven el cual no me cabe duda de que está bajo el influjo de alguna sustancia. De pronto percibo cómo las oraciones comienzan a dirigirse a alguien que supongo se trata de mí, pues no hay nadie más a la redonda más que el viejo y yo. Volteo y hace ademanes que ignoro. Temo que si me detengo algo salga mal, así que sigo de paso apostando a un último vistazo para descubrir la lectura. Sería la adrenalina que no noté sino hasta después lo intrusivo que fui: me coloqué muy cerca, tapándole con mi cuerpo —como si de un eclipse se tratara— el incipiente sol que alumbraba las páginas; sin embargo, logré ver con claridad los párrafos de una Biblia. El lector no se inmutó, tal vez ni notó mi presencia. Seguí mi rumbo con un nuevo fracaso, contrarrestando un poco la sensación, convenciéndome de que al menos aquel hombre tenía en sus manos uno de los libros de ficción más famosos del mundo, con muchas historias fantásticas que podrían hacerle pasar un buen rato. O bien, si es que se trata de un hombre de fe —qué culpa tiene de mí perspectiva religiosa—, textos que le permitirían alimentarla.

Cuatro

A cuatro casas de la de mi abuela vive don Wistano junto a su hermano. Al primero lo conocí cuando trabajaba en un centro cultural. Asistía habitualmente, sobre todo a las actividades literarias y siempre ocupaba las primeras sillas. Era crítico con los eventos y principalmente con nosotros, los organizadores. Se quejaba de que eran pocos y los difundíamos mal. A pesar de eso me caía bien porque era un tipo listo y buen lector. Cuando nos encontrábamos, antes o después de las actividades, platicábamos de las lecturas en turno de cada uno.

Partí de ese trabajo y dejé de verlo a pesar de que sus rumbos eran los míos. Cuando pasaba por su casa era inevitable pensar en él puesto que había algo que atraía la atención poderosamente: desde dentro, su hermano día y noche mantenía la radio encendida entre estaciones, elevando el volumen de la estática de forma desesperante. Desconozco si tiene algún padecimiento, pero no hay poder humano que logre hasta hoy que apague el aparato. Imaginé que, si hasta la casa de mi abuela llega el desquicio del chirrido, aquello debía ser una tortura para don Wistano, quien no creo que comparta la manía de su hermano. Los vecinos aprendieron a convivir con el ruido y se aunó a los otros no menos frustrantes: los autobuses, las bocinas afuera de los negocios y los desmanes de los borrachos en una tienda de bicicletas.

Estoy de visita con la familia, paso una semana en la que me pongo al corriente de los cambios y permanencias del barrio, entre ellos pienso en don Wistano. “Allí sigue”, dice mamá, sin más. Los hermanos no le caen muy bien porque en una época tuvieron la costumbre de apartar la calle con cubetas y cobrar por estacionarse.

Reviso en mi biblioteca y selecciono varios, una dotación que le permita pasarla bien así dejemos de vernos por otra larga temporada. Salgo y ya no está, pero no desisto, al fin y al cabo sólo nos separan unos metros. Toco la puerta varias veces sin respuesta No sé si el ruido es tan alto o me ignoran.

Voy por un encargo al mercado. Afuera de la casa veo a don Wistano recargado en la pared texturizada con las manos detrás, en la parte baja de la espalda. Me da gusto verlo y lo saludo emocionado: “¡Buenos días, don Wistano!” Responde escuetamente y sin mirarme. Lo justifico creyendo que tal vez no me recuerda.

Al regreso sigue allí e intento volver a sus recuerdos preguntándole qué ha leído y si ha visitado el centro cultural. Imagino que responderá con algún reproche. No es así, dice otra cosa. No hay interés.

Reflexiono: qué tal y don Wistano se escapaba de aquella locura a través de los libros, con algodón en las orejas y elevando la voz de las palabras en su cabeza. ¿Y si se ha quedado sin ellos? Tengo una tercera oportunidad y no pienso desaprovecharla. Reviso en mi biblioteca y selecciono varios, una dotación que le permita pasarla bien así dejemos de vernos por otra larga temporada. Salgo y ya no está, pero no desisto, al fin y al cabo sólo nos separan unos metros. Toco la puerta varias veces sin respuesta No sé si el ruido es tan alto o me ignoran. Dejo los libros sobre el piso, arranco una hoja del cuaderno que llevo en el pantalón, saco la pluma del bolsillo de mi pecho y escribo: Para don Wistano. Hago un último intento con una fuerza que casi abre la puerta. Regreso cual niño que ha tocado un timbre y se echa a correr. Me asomo hasta después de unos minutos. Los libros ya no están. Quién sabe si alguien habrá pasado y se los llevó, si el hermano de don Wistano los tomó y los tiró, ¿cómo saberlo? Elijo creer que la tercera fue la vencida y si desaparecieron fue porque llegaron a donde tenía que estar, con él.

Ojalá la vida me siga dando oportunidades de emocionarme con lectores ajenos y encontrarme con distintas anatomías lectoras, porque para ellos tal vez no significa el gran triunfo o el suceso transformador, mientras que yo en su figura es donde puedo reconocer mi propia construcción como lector. En este ámbito los otros suelen ser mi brújula, espejo e inspiración. ®

Nota

1 “Priorizar el móvil frente a la interacción personal deteriora las habilidades sociales de los menores, puede propiciar conflictos emocionales o afectar a su rendimiento académico. Marcar límites de uso claros o que los padres den ejemplo son algunas pautas para fomentar un buen uso del ‘smartphone’” (Carolina Pinedo, El País, 27 de enero de 2024).

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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