Geografía y hastío

Déjala que caiga, de Paul Bowles

Leer a Bowles es enfrentarse a arenas movedizas. Detrás de lo que parece ser una historia común y corriente hay capas de contexto que atrapan al lector y lo obligan a luchar… no contra otro, no contra el entorno, sino contra uno mismo.

Autorretrato de Paul Bowles.

Pero éste no es un halago fácil o rebuscado de esos que encumbran la obra de escritores que se han vuelto leyendas —si es que las leyendas todavía tienen peso en una época como la actual—. Es más bien una forma de decir que su escritura no es para todos y, definitivamente, no para mí.

¿De dónde viene esta sensación de hastío? Irónicamente, de la que es aclamada como una de sus mejores obras: Déjala que caiga (Alfaguara, 1980). La novela está trazada de principio a fin por el tema central en la escritura del neoyorquino por nacimiento y tangerino por antonomasia: un personaje que se siente vacío con su vida cotidiana de pronto se da cuenta de que su existencia carece de sentido, por lo que se asume perdido y derrotado. A partir de este descubrimiento se entrega, con los brazos abiertos y los ojos cerrados, a una aventura que le da un giro abismal a las cosas.

En medio de esta trama se desenvuelve el protagonista, Nelson Dyar, quien lleva un aburrido trabajo en un banco de Nueva York. Desesperado por romper esa jaula monótona que es su vida se toma en serio lo que para muchos representa un ideal de libertad contemporáneo: una invitación de trabajo al norte de África con la promesa de un mundo desconocido y pasmoso.

Es así como Dyar deja los Estados Unidos y viaja más de tres mil 500 kilómetros en barco para llegar a Tánger —siempre Tánger—, importante ciudad de Marruecos. El plan original era asociarse en una agencia de viajes con Jack Wilcox, un viejo conocido, y así vislumbrar paisajes diferentes.

Lo que para el lector es una fortuna, para este hombre es un azote de realidad, pues nada es lo que parecía. Las cosas desde el principio van mal, y se ve envuelto en un destino perdulario que involucra criminales, estafas, drogas y prostitutas, por decir apenas lo evidente.

Por más que me esforcé, las formas de Bowles, más que hipnotizarme y hacerme sentir parte de todo, me sofocaron con un ritmo lento, pesado, en el que a pesar de las acciones tuve la sensación de que no estaba ocurriendo nada importante.

No cuento más porque sería arruinar la experiencia que ofrece esta ficción con muchos tintes de realidad. Bueno, tantito más: hay un robo muy interesante que se desenvuelve con angustia, tensión y congoja. Éste fue el único arco que disfruté plenamente. Y sí, Paul Bowles tiene responsabilidad, pero tampoco nos engañemos: me gustan las historias de forajidos y bandidos donde quiera que me las tope.

Si hasta este punto la obra ofrece un mundo tan seductor, ¿a qué vino el pesimismo de los primeros párrafos? Pues a que, por más que me esforcé, las formas de Bowles, más que hipnotizarme y hacerme sentir parte de todo, me sofocaron con un ritmo lento, pesado, en el que a pesar de las acciones tuve la sensación de que no estaba ocurriendo nada importante.

No lo entiendo del todo, y me molesta porque este tipo de personajes “siempre–víctimas”, a las que todo les sale mal, son mi tipo de protagonistas. Pero jamás pude empatizar. Tal vez por la gran carga de detalles, tal vez porque explora demasiado el mundo exterior de los personajes mientras que a mí me envuelven más los rasgos etopéyicos.

Leer a Paul Bowles es enfrentarse a arenas movedizas. Porque, mientras parece que no pasa nada, de pronto estás hasta el cuello sintiéndote asfixiado y sin saber cómo salir a flote. Son tantos los estratos que tiene la obra que pareciera una obligación tener cientos de referencias para entenderla “como se debe…”, lo que sea que esa frase entrecomillada signifique.

Por ejemplo, en el prólogo del libro el mismo Bowles señala que el título de la novela está inspirado en Shakespeare. La escena tres, del tercer acto de Macbeth, ésa en la que Banquo, “al salir del castillo con su hijo, hace una observación de pasada a los hombres que hay afuera referente a la lluvia que se aproxima, y ellos le responden con el brillo del acero y esta admirable frase de cuatro palabras, sucinta y brutal: ‘Let it come down’”.

Todas las obras son ecos y respuestas a otras obras, ya lo sé. Harold Bloom me lo dejó en claro. Pero la cosa no para ahí.

Un dato complementario que no es necesario para la ficción, pero sí para un entendimiento más profundo de la obra, es el contexto de viajero permanente de Bowles. Según el músico, la primera escena de la novela la escribió a bordo de un barco rumbo a Colombo —Sri Lanka—, al pasar cerca de unos acantilados y atestiguar, de noche, las luces de Tánger reflejadas en el cielo. Esto en 1949.

Gran parte de los primeros dos capítulos se escribieron en India, cuando exploraba de día y escribía de noche en medio de ese lugar común y mañoso donde las “grandes incomodidades resultan en grandes obras”.

El tercer capítulo, “La era de los monstruos”, está basado en los viajes por Marruecos, España y Argelia que llevó a cabo en 1950, mientras que el capítulo final llegó en 1951.

Como es evidente, no resulta extraño que la geografía sea una de las mayores virtudes del libro. La aventura se siente, sí, pero en mi experiencia no fue placentera. Más que un salto de fe que uno da, me dio la impresión de que era un punto de no retorno, en el que todo se trataba de avanzar sin rumbo, pero avanzar con aquella idea de que lo que está a la vuelta de la esquina podría sorprendernos. Pero que nos sorprenda no quiere decir que nos complazca. Por ejemplo, encontrarse hasta la coronilla de arenas movedizas.

Según el autor, el Tánger que está en la novela es una ciudad “vieja”, una que ni siquiera existía más al momento de la publicación original en 1952. Y es que ese mismo año los conflictos políticos cambiarían para siempre el destino de aquel lugar.

No sé para el lector que esté dispuesto a darle una oportunidad a Déjala que caiga, pero, para mí, ese Tánger se quedó anclado en el tiempo y se negó a envejecer, más por nostalgia que por terquedad.

Me dan envidia las demás reseñas que leí de otras obras de Paul o Jane. Intuyo desde la inconformidad que cualquier otro título me hubiera atrapado de manera más rápida y contundente.

¿Odio a Paul Bowles? A veces sí. Pero para nada me disgusta su obra. Lo prefiero en sus cuentos como “Allal” y ese momento de las serpientes que enaltece lo cotidiano y la mística en un solo punto. Lo prefiero en “El Escorpión”, con la vieja de memoria nebulosa que mata arácnidos con los callos mientras desciende a la locura. Lo prefiero incluso en “La hiena”, donde toma un aire más clásico, pero en un vuelco inesperado le da un tono descarnado y desesperanzador a la historia.

Se cuenta que durante el desarrollo de uno de mis videojuegos favoritos, “The Legend of Zelda: Majoras’ Mask”, el productor Eiji Aonuma estaba tan estresado con los tiempos de entrega y el desarrollo que tuvo pesadillas que terminaron siendo un motor creativo para la historia. No me pasó igual. Pero sí tuve pesadillas con Paul Bowles. Una recurrente en la que nos sentamos en un bote de remos que reposa sobre un lago tranquilo. Nos miramos sin decir nada por horas. De pronto nos hundimos y entre las bocanadas de agua y el susto él me rescata. Mientras que yo no pude hacer nada más que fallar en morir, él me dice que fue una gran aventura y me presume su nueva novela: Déjala que caiga 2.

Dicen los críticos que esta novela es la mejor de Paul Bowles. ¿Se trata en realidad de una joya literaria? Sin duda. Pericia narrativa, técnica bien cuidada, un instinto guiado por la inteligencia. Lamentablemente, no soy un hombre fino y los ornamentos no son de mi agrado. ®

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Publicado en: Éstos son nuestros papeles

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