Kanthaswamy

Religión y crítica social en el cine popular de India

La industria cinematográfica india es de las mayores y más diversas del mundo, pero no todo es Bollywood. También existe Kollywood, que tiene sus particularidades.

I. un breve repaso esencial

Resulta inevitable: se escucha el término cine indio e inmediatamente el imaginario colectivo provoca que se remita a películas interminables protagonizadas por adoradores de vacas que se visten de manera graciosa, hablan raro y bailan a la menor provocación; en gran medida, gracias a una exposición continua de clips virales totalmente fuera de contexto en la que hasta se podría retomar la teoría del crítico español de cine Miguel Weinrichter conocida cómo Efecto Kimono, que trata de explicar que en el exotismo y en lo ignoto de ciertos aspectos culturales orientales estriban los motivos para otorgarle a las películas asiáticas un valor erróneo y desproporcionado, o bien, todo lo contrario y negárselo, estigmatizándolas de paso (la teoría habla principalmente de Japón, así que en este caso podríamos rebautizarla algo así como Efecto Sari). También por las referencias fílmicas en su música o sus videos de artistas como Basement Jaxx, M.I.A., Black Eyed Peas, Devendra Banhart o Shakira, y en última instancia por el ya conocido éxito cosechado por Slumdog Millionaire, de Danny Boyle (2008).

Kollywood, cuyo epicentro se localiza desde 1916 en el distrito de Kodambakkam, en la ciudad de Chennai, se ha convertido en la segunda de mayor relevancia, con 130 producciones gestadas de manera anual, sólo detrás de Bollywood y sus 250 filmes llevados a cabo en el mismo tiempo.

Menos frecuente llega a ser el comentar que los responsables de producir esta cinematografía se encuentran plenamente conscientes del hecho de que India es una nación que se toma demasiado en serio este arte. Más allá del mero entretenimiento e independientemente del aspecto comercial, éste es un estilo de vida que provoca que 14 millones de indios asistan diariamente a las salas de cine y un porcentaje muy alto permanezca hasta el final del programa triple que éstas ofrecen, dedicando así la mitad de una jornada a ver películas en las que se enarbola ciertos valores y tradiciones, así como una apropiación idiosincrática. Prácticamente es una doctrina que con devoción se sigue al grado de que el país se puede llegar a colapsarse por cuestiones fílmicas (un escándalo protagonizado por alguna Súper Estrella, no actor o actriz, Súper Estrella, que es cómo se le considera a las celebridades de mayor trascendencia; alguna boda opulenta o alguna cinta con implicaciones históricas —es casi un hecho que un filme cuyo marco sea la independencia de India como colonia británica será el más taquillero del año). Por ello, las características de esta cinematografía, que no pasan de ser simples curiosidades a la mayoría de los ojos occidentales, ahí son paradigmas.

Esa misma identificación que el público desea con anhelo es la que llevó a cabo, desde la llegada del cinematógrafo a India en 1913, la creación de diversas industrias fílmicas regionales, llegando al momento a 24, que tienen como principal particularidad el idioma o dialecto en que se producen las películas (tomando en consideración que en ese país sudasiático hay quince idiomas y dos mil dialectos), que coexisten en paralelo con el cine hablado en hindi de Bollywood, el cual, como es sabido, desde siempre ha coptado la atención (habría que decirlo, de manera un poco injusta) al momento de abordar el tema, llegando inclusive al punto de que la gente suponga que cine indio y Bollywood son sinónimos, entre otros motivos, porque para fines pragmáticos cualquier lengua local, para oídos poco acostumbrados, suena exactamente igual. Una de esas industrias regionales es Kollywood.

Kollywood, cuyo epicentro se localiza desde 1916 en el distrito de Kodambakkam, en la ciudad de Chennai (capital del estado de Tamil Nadu, ubicado al sudeste, donde el idioma oficial es el tamil), se ha convertido en la segunda de mayor relevancia, con 130 producciones gestadas de manera anual, sólo detrás de Bollywood y sus 250 filmes llevados a cabo en el mismo tiempo. Si bien es cierto, Bollywood ha ejercido su influencia en la gramática, los códigos y las fórmulas (es muy común que a un éxito suyo le proseguirá una serie de remakes hechos en telugu, malayalam, bengalí o cualquiera otra lengua con sólo unos cuantos meses de diferencia), también cabe mencionar cómo en los últimos años esa insistencia de occidentalización (películas con una duración estándar, estética saqueada descaradamente del mundo publicitario, temáticas que se han ido orientado a un nicho específico que goza de un status social acomodado, filmando sus propios avatares en zonas exclusivas de Mumbai e inclusive en ciudades extranjeras cosmopolitas que cuentan con comunidades indias), le ha robado parte de su espíritu y razón de ser, lo cual ha sido aprovechado por los mercados coterráneos (en el caso que esta oportunidad nos confiere, el kollywoodense) para replantear y reinventar sus discursos, generar propuestas aún más arriesgadas tomando la delantera ya varios pasos y haciendo, inclusive, eco en lugares como Sri Lanka, Malasia y Singapur, en los cuales uno de los idiomas que se habla es precisamente el tamil. No es casualidad que de aquella área geográfica provenga un filme como La película más cara en la historia del cine de la India. Tres años de realización. Efectos especiales de algunas secuencias realizadas por Industrial Light and Magic. Animatronics cortesía de los estudios de Stan Winston. Coreografías de acción montadas por el legendario Yuen Woo Ping. Música a cargo del ganador del Oscar por Slumdog Millonaire A.R. Rahman. Co-estelarizada por la ex reina de belleza de la India y Miss Mundo Aishwarya Rai, conocida también como la reina de Bollywood (haciendo una de tantas incursiones al cine de Kollywood). Estos ingredientes para una película de éxito en la zona tamil no significarían nada sin el elemento principal: la super estrella RajinikanthKanthaswamy(Susi Ganesan, 2009).

II. La película

Una aldea sureña proletari, se vuelve famosa en todo el país de la noche a la mañana hasta tornarse en todo un fenómeno mediático gracias a que en el templo de Murugan (en el hinduismo, el dios de la guerra, bajo el mandato de Shivá, contra el ejército de los demonios) todas las encomiendas pedidas escritas en un papel que se atan a un árbol son cumplidas por más complejas que éstas lleguen a ser (la mayoría de ellas referentes a dinero para solventar preocupaciones inmediatas como salud, vivienda sustentable o suministro de agua potable); los creyentes, desde luego, adjudican estos hechos a la divinidad. Sobra decir que los milagros no son precisamente producto de Murugan, en realidad todo es obra de Kanthaswamy (Vikram), un playboy millonario con un origen humilde como repartidor de comida, quien funge como jefe de un comando de élite dentro del Buró Central de Inteligencia desempeñándose, junto con sus subalternos (quienes, además, son sus mejores amigos desde la adolescencia), en hacer cuantiosos cateos a políticos corruptos y banqueros fraudulentos involucrados en redes de lavado de dinero, aprovechando los decomisos en su trabajo y su condición económica para ayudar a los más necesitados, porque él ya sabe lo que es vivir con carencias y ser humillado por provenir de un estrato inferior, convirtiéndose en una figura superheroica que porta un traje en forma de gallo, lo cual podría sonar entre extravagante y absurdo, pero que cobra lógica al ser este animal una de las representaciones de Murugan (de hecho, que el personaje principal se llame Kanthaswamy es totalmente referencial, ya que ése es otro de los nombres con el que se le conoce a la deidad), montando elaboradísimas puestas en escena que dejen constancia de su existencia y de su labor tanto para los pobladores como para las autoridades.

Así, entre sus investigaciones, Kanthaswamy está empeñado en demostrar que los bienes del empresario Ponnusamy (Ashish Vidyarthi) son mal habidos; sin embargo, este último, para lograr la evasión fiscal finge una repentina crisis nerviosa que supuestamente le paraliza la mitad del cuerpo. La hija de Ponnusamy, Subbulakshmi (Shriya Saran), una extrovertida bailarina de danza, piensa que la condición física actual de su padre es real y que el responsable es nuestro protagonista, por ello decide tenderle una trampa para vengarse, seduciéndolo y tratando de que abandone la operación, sin sospechar que a su vez él la estará utilizando para poder acercarse a las cuentas de su padre y completar por otra vía su misión. Así empieza un juego entre verdades y traiciones. Paralelamente, el escéptico jefe de policía local (encarnado por Mansoor Ali Khan) quiere descubrir quién está realmente detrás de las acciones de Murugan, poniendo en riesgo los planes y la identidad de Kanthaswamy.

¿Debo de señalar que todo lo anteriormente planteado es apenas el inicio de la película?

Al contener varios subtextos reconocibles y tangibles, Kanthaswamy bien puede servir como un buen primer acercamiento al cine kollywoodense para el no avezado. Por un lado, se exhibe un apunte interesante hacia diversas aristas de la religión: del fanatismo al lucro en su nombre; de las creencias de arraigo como fenómenos de masas a la descomposición de la teología (en un momento cómico de la película éste superhéroe de la clase obrera castiga a un trío de amigos cuya súplica perseguía fines totalmente hedonistas). Por otra parte, se hace una incisiva crítica al inequitativo estado financiero que mantiene a un país notoriamente dividido (en pleno clímax, Kanthaswamy pone en evidencia en una avenida céntrica y ante el escrutinio del ojo público a un funcionario que ha traicionado sus promesas de campaña, prefiriendo desviar fondos y despilfarrarlos en contratar a una cantante pop para un show privado, en una secuencia impresionante).

Un aspecto que tal vez pueda llegar a desconcertar al espectador occidental es la participación del famoso comediante Vadivelu. El actor interpreta a Thengakadai, un torpe vendedor de fruta, quien decide desentrañar por su cuenta el caso de Murugan, viendo la oportunidad perfecta para ser reconocido en el pueblo… aunque en sus constantes intentos todo le salga terriblemente mal.

Pero sobre todo estamos ante un auténtico espectáculo masala (término empleado para referirse al cine multigenérico, el cual toma su nombre de la mezcla disímbola de especias para la elaboración de un aderezo) orquestado por Susi Ganesan (un protegido del respetado director Mani Ratnam, después de haber fungido como su asistente en la segunda y tercera parte de su festejada trilogía relacionada con las repercusiones del terrorismo en la población civil —Bombay, 1995, y Dil Se, 1998), que pone más cerca que nunca a India con México al ser la primera película de aquel país filmada en nuestro territorio. Así, la trama a la mitad de la película da un giro decisivo y se traslada a este escenario: mientras que la pantalla de Kollywood se engalana con un espectacular número musical realizado en varias zonas locales (desde la Plaza de Toros México hasta Taxco ¡con todo y danzantes aztecas y chinas poblanas!) y escenas hiperkinéticas de acción filmadas de una manera ultraestilizada en Valle de Bravo y el desierto de Durango, en donde Ganesan se desentiende un poco del tono completamente serio de la narrativa que venía siguiendo para regodearse gozosamente en el uso indiscriminado de la parafernalia que la posproducción puede ofrecer, presentando secuencias en ralentí o en time lapse, con filtros ambarinos, jump-cuts, pantallas fragmentadas y más, las cuales hasta para Tony Scott podrían llegar a resultar excesivas, hermanándose formalmente con sus colegas Ram Gopal Varma (una suerte de Luc Besson indio) y Sanjay Gupta (director especialista en reversionar películas sumamente conocidas como Reservoir DogsKaante, 2002— u OldboyZinda, 2005).

Un aspecto que tal vez pueda llegar a desconcertar al espectador occidental es la participación del famoso comediante Vadivelu. El actor interpreta a Thengakadai, un torpe vendedor de fruta, quien decide desentrañar por su cuenta el caso de Murugan, viendo la oportunidad perfecta para ser reconocido en el pueblo… aunque en sus constantes intentos todo le salga terriblemente mal. Para ello, las intervenciones de Vadivelu se realizan en forma de sketches autónomos que aparecen de súbito (siendo inexistente la interacción con los personajes principales), presumiendo un humor a base de un exagerado slapstick y de irritantes rolling-gags. Estos repentinos saltos en la historia se explican de una manera muy sencilla: al ser el cine masala un divertimento incluyente se debe de pensar en satisfacer a la mayor cantidad de sectores posible, con segmentos destinados específicamente a un cierto tipo de consumidor nato que asistirá a la sala de cine esperando desquitar su inversión. Y si se reflexiona un poco, nuevamente se puede encontrar similitudes con nuestro país, siendo la conexión directa el otrora teatro de revista, en donde se pagaba y se exigía por variedad: vedettes, comediantes, música interpretada por orquestas, baile. Hablando de mujeres en el entretenimiento multitudinario, es de llamar la atención que para los estándares ortodoxos indios Susi Ganesan haya optado por dirigir números musicales en donde lo mismo aparece la estelar femenina ataviada sólo con una toalla haciendo el playback de una canción cuya letra tiene un contenido sexual demasiado explícito, que una actriz secundaria luciendo un look minifaldero; los mismos musicales que provocaron duras críticas tanto para ellas, que de putasno fueron bajadas, como para la película, convirtiéndose en un injustificado fracaso de taquilla.

Para finalizar, Kanthaswamy comprueba durante tres horas que el cine popular indio y el nuestro no son tan diferentes después de todo. Es buen momento pues, de descubrirlo, pero esta ocasión bajo otra perspectiva. ®

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Publicado en: Cine, Julio 2011

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