La barbarie admitida

Tres historias de muerte

Luego de que los sicarios cercanos a los capos desterraron a Yander y Javier y su camarilla, con el paso de los meses el Ejército y la Marina les tendieron una trampa, a pesar de que les entregaron muertos a varios Emes que durante un tiempo no pudieron atrapar.

Balas divinas

Salió a caminar desnudo por la calle, andaba armado. El cáncer de lo divino lo consumió. Gritaba que lo era todo. La mujer que lo acompañó esa noche se limitó a verlo desde el marco de la puerta. Las estrellas le recriminaban todos sus asesinatos. Innumerables. Un sicario que se creyó celeste.

Sicarios

Lo único que lo hizo regresar a la realidad fue escuchar su corrido a todo volumen. Entró a la casa y devolvió las llamadas perdidas. Tomó camino a una colonia de la periferia de la ciudad. Siempre fue gradual en la tortura. En la “oficina”, como le llamaba a la casa de seguridad, el rito comenzaba con golpes, luego aceite hirviendo por los brazos, luego en la espalda. Las heridas abiertas absorbiendo puños de sal se convierten en gritos. Terminaba al remover la carne con una tarjeta de crédito, con la que pagaba sus lujos.

A la víctima la encontró su compañero Javier en la calle principal de la ciudad mientras escuchaba al cuarteto norteño. La camioneta de lujo alertó el instinto del secuestrador y sicario: se estaciona y baja con pistola en mano. El cachazo sacó de balance al bailarín. Los músicos se detuvieron un momento, pero a la orden del sicario la tarola volvió a sonar. Las mujeres callaron y al derrapar las llantas la impotencia se les derramaba por las mejillas.

Los policías que lo pudieron interceptar dieron vuelta una cuadra antes: complicidad expresa.

Ya sospechaban los capos que algunos subordinados mataban gente por su cuenta. Les restringieron nómina y aumentaron la violencia de los insurrectos.

Laceraciones sin cauterizar y rajada la voz por los berridos de dolor en la casa de seguridad. Al “levantado” lo lanzaron dos veces del segundo piso antes de obligarlo a hablar por teléfono a algún familiar y pedir el rescate. Primero saciaban el hambre por violentar, luego, si alcanzaba el tiempo antes de morir la víctima, pedían dinero.

Sonaba el auricular y la víctima esperando que le contestaran del otro lado de la línea. Compadre, dos de tus pinshis matones me levantaron y me quieren reventar. Ya envalentonado le dio el aparato al Yander: Jefe, no vuelve a pasar. Ya sospechaban los capos que algunos subordinados mataban gente por su cuenta. Les restringieron nómina y aumentaron la violencia de los insurrectos.

Javier se fue a entregar al compadre del capo. El otro se encerró en su pensamiento, en el recuerdo infantil, en todas las amenazas con el rifle en mano para que no se metieran con su novia la gorda los vecinos de su cuadra. También él era obeso, y su padre procurador: traumas y armas de por medio. Los complejos se superan con violencia, eliminando a los burlones. Mataba a los que se mofaron en su niñez: trasnochó el castigo a su época de sicario.

Con el paso de los meses, cada herida abierta de las víctimas le cauterizaba el interior a Yander: sanaba. Entre balaceras contra enemigos de otros cárteles y el suyo; eliminar maestros, profesionistas, campesinos, por venir de los municipios que sus contrincantes controlaban, el matón imbatible.

La cocaína le naufragó en la sangre. La muerte le dilataba la pupila. Encalló en una volátil química corporal, la sensibilidad a flor de piel. La paranoia lo invadió. El cáncer de la adicción lo consumía. La corrupción policial lo protegía: nadie se le acercaba. Secuestró con uniformes y autos oficiales. Los forasteros primero chocaban contra las policías, luego contra los de casa.

Inmutable, rodeado de mujeres, dinero, de balas, drogas, de armas, de subordinados, Yander forjó su propia mitología: una leyenda urbana. Los funcionarios de gobierno lo conocieron por ser sanguinario; los civiles por ser el que organizaba balaceras que duraban hasta tres horas, persecuciones por toda la ciudad.

Dios lo despertaba en cada línea inhalada, su rival. El último suspiro de sus víctimas era como cocaína en las venas. Esa sangre no pudo perpetuarse, no tuvo hijos. La ira no transgredió los genes, aunque su mujer principal lo hubiera querido: “Si me voy a volver a casar, que sea con un matón”, decía en las reuniones sociales.

Para Yander, la virilidad no era sólo el plomo y la hormona: era quitar la vida, llevarse el último suspiro del enemigo, cortar el hilo que amarra el alma al cuerpo. La muerte es de origen divino, para el sicario también. Un tío fue sacerdote, el linaje celeste lo conoció.

Los insurrectos regresaron al terruño, a adueñarse de la plaza: lo lograron. Reinaron, pero era muy poco dinero para mucha ambición, y entre ellos comenzó la lucha.

Luego de que los sicarios cercanos a los capos desterraron a Yander y Javier y su camarilla, con el paso de los meses el Ejército y la Marina les tendieron una trampa, a pesar de que les entregaron muertos a varios Emes que durante un tiempo no pudieron atrapar. Los insurrectos regresaron al terruño, a adueñarse de la plaza: lo lograron. Reinaron, pero era muy poco dinero para mucha ambición, y entre ellos comenzó la lucha.

Duéñez, un Eme de antaño y de la camada de Yander y Javier, se alió con policías y durante días plantaron retenes en las colonias que recorrieron juntos, en los linderos de la ciudad donde rentaban casa de seguridad. La misión era atraparlo.

Yander, sin cártel y sin sicarios, operó con narcos foráneos un tiempo: murió a fuego cruzado. Queda la duda de si los mataron los Emes o fueron los del final de abecedario: Divina vida, divinas balas, divina muerte: sobre el cofre de una camioneta blanca, amarrado de los brazos, cuasicrucificción, dos varillas como lanzas atravesaron el costillar. Gólgota en una carretera. Gólgota interior ahogado en la sangre coagulada por los cortes que hicieron a la tráquea. Le robaron todos los suspiros de sus víctimas, todo ese cáncer que le consumió el alma. Los primeros rayos del sol evaporaron el frío, una llamada anónima avisa sobre dos cuerpos, Yander y su padre.

Los imitadores de la muerte no son eternos.

No todas las cruces guardan muertos

Dalia regresa de ver a Ramiro, un capo de mediando rango en Tijuana. Se encontraron en uno de los antros de la Revo. Su novio la espera, pero no hará aspavientos por la verticalidad del narco y del sutil tono del armamento y el estatus que porta su rival de amores.

Daniel terminó una vez más la operación “Pozole” en el sótano. Las venas de su retina a punto de reventar, la mirada brava siguió a Dalia hasta el final del restaurante. Se detiene ella en la barra y le regresa el contacto visual.

Dalia sabe que no habrá reproches. Se da el tiempo necesario para que el coraje se le acumule en los puños a su amante en turno. De eso vive, de colgarse de la cartera de los traficantes y de las balas de los sicarios.

Pasa por encima de la tapa que protege el “laboratorio”, se lava las manos y le pregunta si el “trabajo” fue terminado. Él no responde, los gritos le explotan en la garganta por celos. Se delatará su habla. Asienta con la cabeza solamente.

Los sonidos habituales de la colonia Libertad se cuartean en los oídos de los amantes. Mientras, el drenaje se lleva lo que fueron seres humanos.

Las noches de Tijuana son un suspiro. El sol se cuela por las delgadas cortinas, un fino hilo que humedece con luz la negrura. Cada uno en una esquina: Dalia sentada en una silla fría, Daniel del otro lado, a medio quebrar tal vez por la culpa o por el cansancio.

Los sonidos habituales de la colonia Libertad se cuartean en los oídos de los amantes. Mientras, el drenaje se lleva lo que fueron seres humanos. La noche consumió los cuerpos que no soltaron la información tras el interrogatorio. El ácido los volvió olvido para las estadísticas del crimen organizado en el gobierno de Felipe Calderón Hinojosa, presidente de México.

El cerrojo de la puerta dio vuelta. El único mesero del restaurante llegó. Dalia y Daniel fingen armonía. Odilón se cuelga el mandil y comienza a lavar los trastes, la dueña de la marisquería tapa con una alfombra la puerta del sótano. El que financia el negocio se alista para irse de nuevo, se coloca la kangurera al pecho, la gorra le aplasta las ideas, y sale del lugar.

La estatura promedio del Daniel lo hacía sentir menos, su contrincante es alto y fornido, ropa de marca ajustada a la osamenta y a la pretensión viril de Ramiro. El sicario era más del tipo bonachón, aunque en el momento de “trabajar”, rápido para detener enemigos y desaparecerlos por las noches. Incluso, los enemigos no imaginaban su destino.

Esa célula de narcos era pequeña, unidos por el gusto por los Halcones de la Sierra. Medio traficaban, medio mataban, sobrevivieron al tiempo y a las balas. No podían asesinar de otra manera sin dejar huellas, era demasiado dejar en la calle los cuerpos. Tijuana nunca duerme.

Esa célula de narcos era pequeña, unidos por el gusto por los Halcones de la Sierra. Medio traficaban, medio mataban, sobrevivieron al tiempo y a las balas.

Todas las lanzas del sol se achatan en las banquetas de TJ al mediodía. Se escuchan pasos que cimbran el piso. Con las manos en la cabeza del rehén, Daniel pide disculpas a los dos comensales que estaban en el lugar y movió la alfombra con el pie y abrió el matadero.

Ni un solo sonido salió. Llegaron los demás matones, entraron. Media hora después aumentaba el sonido del agua a presión mientras se abría la portezuela. La ironía de los hambrientos hombres: “Yo quiero un vuelve a la vida con mucha capsup”, dijo Daniel y los demás ríen, demasiada clase para una colonia como la Libertad que bautizaron con balas.

Dalia, al paso de los meses sólo miró desde la caja registradora cómo bajaban al sótano y escuchar cómo se limpiaba al terminar. Daniel siempre sonríe al acabar, lo bonachón no se quita con la muerte.

No todos los asesinos son detenidos. Daniel y sus amigos, dos años después, viven en Estados Unidos, mirando la espalda de las cruces que sostienen la barda fronteriza de Tijuana, de la Libertad. Dalia…

Bolas de carne y hueso

—Ya tenemos lleno el rancho de camiones de la semana —dice con aplomo disminuido por un poco de culpa. Se escucha, habla para sí nada más. Lo mira y lo sigue dando vueltas con milimétricas pisadas que se repiten. La cara desorbitada del sicario empieza a balbucear. Hablar de los robos que hacen en la carretera Zacatecas-Durango es el pretexto para soltar la sopa.

Le vuelve la mirada y la pupila a medio enfocar y pastosa: Si dices algo, vamos a matar a tus niños y tu doña. Los terreneamos a todos. Suena el teléfono. Mira el identificador de llamadas y deja que se pierda en el limbo de los mensajes de voz. Las tarolas y las tubas suenan de nuevo, y contesta. Indicaciones. Asiste. Desiste de regresar la mirada al que lo confiesa.

pozolear

Irían a “levantar” a un diputado. Fueron a su negocio pero encontraron al padre, se lo llevaron. Al entrar con la comunidad menonita circularon lento, por el frente de la casa, esperaban que vieran al progenitor del político, capturado. En el momento que sale el representan popular el polvo se levantó como burlándose. El regreso de los sicarios era inminente.

Primero mandaron un pliego petitorio de camionetas. Costeables los caprichos. Luego un rancho para esconder los robos carreteros. Tambos de aceite para autos, varios. Cumplió el legislador.

Así pasaron los meses, y el abasto fue continuo. Llegó el momento de la confianza. El secuestro y la lealtad son complementarios para el bien de las víctimas. En el embarcadero bajaban las provisiones. Y ¿si le alcanza para helicóptero? Es lo que nos falta. Usté sí sabe de esto y del negocio. ¿No se quiere venir? Ya deje a los polacos que se hagan garras entre ellos. Acá nos divertimos más. Usté es de nostros ya.

El padre regresó caminando. Sin mensajes, nada que decir. La instrucción de los narcos era que no los molestaran en la propiedad en comodato. Silencio. Por un camino rural vieron la polvareda. La ciudad de Zacatecas era uno de los destinos. Le siguieron dos autos. Al llegar se dispersaron. El sicario necesitaba vomitar una semana de “limpia”.

El matón se dejó ver por la ventana. El dueño de uno de los ranchos ocupados saldría rápido, esperando que hubieran decidido abandonarlo. La esquina quebrada por la geografía hizo mantener al malandro quieto, de la intoxicación parecía que baila música tribal al hablar.

Mientras su cuerpo se detenía la boca aceleraba el paso para hablar: Se hace una bola de carne luego de media hora. Tiramos como tres cuartos del tambo, lo ponemos a calentar. Antes de chingarlos, les pasamos el cable. A la mitad ya se van yendo, hay que calcularle bien para antes de desmayarse el chingazo con el machete. Luego la pedacera, se debe desaparecer a todos. Aunque sean secuestrados.

Según el ritual no se deben colocar demasiados miembros, tal vez porque no alcanza el calor. O la bola queda demasiado grande. La mecánica de la muerte es trance, “andar caliente” le llaman los narcos. Brazo y torso. Cabezas y piernas. Algunas apiladas dentro de la casa esperando fusión. ®

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Publicado en: Mayo 2013, Narrativa

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