La cámara fálica

Fotografías de Luis Fernando Moreno Coronel

Luz, culo, fotografía, piernas, baño, tubo, tanga, rockola, barman, desnuda, abierta, de rodillas, tacones, cámara, flash.

El país de la noche, el país de los antros, el país de la carne deseable de las mujeres, el país de los bajos fondos, a pesar de las múltiples miradas que sobre tales ámbitos se han hecho (textuales, visuales, documentales, analíticas,) se mantiene allí como un acertijo primordial.
Conforme más se logra incidir en sus espacios, un espectro avasallador que va desde la nostalgia de la juguetería hasta la magia de los duendes etílicos encerrados en las botellas, la esfera del bar de table–dance constituye un homenaje a lo efímero, una burbuja contraria al anhelo inmemorial de trascendencia que caracteriza la especie humana.
Entrecruzamiento de la necesidad y la escasez, efecto centrífugo del código monetario que sirve para satisfacer la narcosis cotidiana en busca de sexo, afecto, ilusiones y reafirmaciones masculinas, el espectáculo de table–dance configura una faceta más del pansexualismo cultural en el que vivimos. Prófugos de las convenciones, de los hábitos domésticos, dueños por un instante del secreto de la belleza que entraña el cuerpo femenino, los noctívagos y afectos al table–dance quisieran recomponer su vida en una noche, otorgarle un grado memorable de dignidad que el peso del mundo tiende a negar. El contacto con lo excepcional a precio módico. El vicio del voyeurismo, de los tocamientos, de los roces, de los “fajes”, de las eyaculaciones higiénicas, que llegan a ser aún más intensos que la coyunda rutinaria o los cortejos tradicionales.
Porque la esfera del table–dance implica un apropiación de lo oculto y un desprendimiento de lo reprimido: la belleza desnuda de aquellos cuerpos que se muestran en plena desnudez o en atuendo minúsculo, que compiten por lograr el mayor impacto sensual, la coquetería suprema, el reclamo de la hembra que invita al desfogue violatorio que jamás se consumará —al menos no en el bar—, la apariencia gimnástica que parece extraída de un sexy–cartel o revista porno construyen el reino de la fantasía viril por antonomasia: poseer a muchas mujeres hermosas en la vida. El bar de table–dance se aproxima a cumplir semejante delirio admirativo.
Las excelentes fotografías de Luis Fernando Moreno Coronel están hechas de luz multicolor y piel femenina. Justo allí donde choca el grado óptimo del impulso revelador. La perspectiva que emplea es móvil, y furtiva. Transcurre y sabe consignar el entusiasmo masculino que está a punto de volverse un reclamo bárbaro. El trance nómada del fotógrafo dentro del bar de table–dance no sólo es detectivesco, en el sentido de buscar los indicios o las evidencias de un crimen que no ha acontecido, y que quizás nunca sucederá, sino en cuanto a su fervor de autoconocimiento artístico. En sus imágenes no hay nada de fotorreportaje, sino una totalidad de educación estética y sexual.
El espesor de la luz, el trayecto clandestino, el registro veloz de las imágenes corporales atisban la certeza que anuda en los bajos fondos: la carne sacrificial (así sea en lo simbólico) y el ámbito del drenaje de la libido en exceso que sostiene en gran parte a la cultura urbana. El tubo fálico que centra el devaneo de las bailarinas, el aro acrobático que desafía la caída dentro de la caída, los tableros restallantes de gas neón, el cubículo del control audiovisual, el efecto en abismo de los espejos revelan que nunca el mundo había sido tan volátil y pleno al mismo tiempo, como cuando la belleza femenina (un monstruo en sí) se muestra disponible y expuesta.
La esfera del bar de table–dance inventa y reinventa el fetiche y la fetichización noche tras noche. El dezplazamiento del misterio femenino (lo vaginal, lo anal) que se tiende hacia un punto periférico: los tacones o los zapatos de altísima plataforma, por ejemplo. El júbilo de confrontar los límites de la inermidad, la pasión de ensoñar un poderío viril hecho de humo. Ante esto, el fotógrafo Luis Fernando Moreno Coronel obtiene sus tomas antológicas, a ras del escenario, donde el cuerpo femenino se agiganta y la mirada de los espectadores repta en busca de adoraciones y tributos. La baba lúbrica.
Hay una fotografía que condensa la riqueza de las demás. La reina del bar está sola en una silla, el top breve y la minifalda casi inútil, la cabellera rubia en capas, su perfil adolescente, las piernas formidables, entreabiertas y en reposo, la vista hundida en un horizonte a salvo de los riesgos de la noche. El antro acaba de abrir, y se ve atrás de ella a un empleado que barre el piso para darle un mínimo de respeto a la decoración improvisada y frágil, los muros tenebrosos siempre a punto de la catástrofe. En pocas horas aquello será un hervidero de hombres en busca de su complemento perfecto de viernes o sábado por la noche. Es el mejor momento para estar allí: en la frontera de la esperanza y la decepción. Eternidad pura y vital. La cachondería que suscita erecciones inmediatas.
En otra imagen, una muchacha transita desnuda por la pasarela y el universo se abre ante ella, aunque el universo en este caso sea un puñado de obreros que reecuentran así, en el pasmo admirativo, la razón de ser de su endeble y a la vez titánica capacidad de gasto en el ocio. La supervivencia que se une a la carnalidad más primaria. Y senos, bustos, pezones, glúteos, muslos, tobillos, abdómenes, tejidos adiposos en incómoda muestra, celulitis, fruncimientos anales de pronto abiertos, superficie de piel naranja, maquillaje extremo, despliegue de cirugía plástica y bondad del silicón, todo esto, y más, surge en las extraordinarias fotografías de Luis Fernando Moreno Coronel, que al final nos ilustran sobre la derrota masculina por el triunfo de la feminidad infinita. Mujer de table–dance. ®

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Publicado en: Febrero 2011, Fotografía

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