Mastodon en Vega

Ferocidad y desparpajo musicales

Pareciera que el afán melódico de Mastodon fuera un acto compulsivo; no obstante, la frescura y, frecuentemente, la simplicidad armónica hacen ver que aquí de lo que hablamos es de genialidad emocional y sensitiva más que técnica o académica.

Copenhague, 16 de enero de 2012. Son las 20:06, pongo un pie fuera del tren. Estoy en la Estación Central de Copenhague. Sin llegar a la ebriedad, siento los efectos del par de litros de Royal Premium que tomé durante el trayecto. Buena cerveza, 5.4% de alcohol. Estoy solo y, como ya hace algunos días, desde que salí de casa no he parado de reproducir canciones de Mastodon en mi iPod. No apuro el paso, el lugar al que me dirijo está, a lo mucho, a un par de kilómetros de la Estación. Así que me lo tomo con cierta calma. Compro medio litro más de cerveza en el Seven Eleven y comienzo mi caminata a través de Istedgade. Esta calle está ubicada en Vesterbro (Puente del Oeste), un barrio adyacente al centro de la ciudad, con mucho movimiento debido a sus numerosas zonas habitacionales y al comercio de todo tipo. Istedgade es una de las calles más simbólicas de Copenhague. En la primera mitad del siglo XX fue famosa por albergar las viviendas de miles de trabajadores y obreros que, no con poca frecuencia, convocaban a huelgas multitudinarias. Así fue como Istedgade se convirtió en una especie de insignia de la comunidad proletaria copenhaguense.

En mi recorrido veo hoteles a diestra y siniestra. Algunos ‒me imagino‒ que a duras penas alcanzan a superar las tres estrellas. Luego, prostitutas y más adelante, grupos de yonquis escalonados en varias esquinas. Sigo caminando. Paso junto a la entrada abandonada de un edificio, de reojo alcanzo a ver a una pareja inyectándose. Si en el inicio todo era hoteles, ahora sólo veo sex shops. Vergas de plástico de todos tamaños, colores y ¿sabores? Puchas vibradoras con escaso pelambre púbico artificial, látigos, disfraces, muñecas inflables con aberturas estrechas y estratégicas.

Me acabo la cerveza, quiero otra. Me paro en un quiosco de paquis: cerveza fría y barata, pero también ligera e insípida. Me la tomo de tres tragos afuera de la tienda y ahí mismo deshecho la lata. Apuro el paso. La escenografía ha cambiado por completo, ahora son condominios, tiendas de ropa y restaurantes. Uno de ellos, observo, es grande y con la fachada completamente grafiteada. En lo alto se levanta un letrero a media luz donde se lee: Señorita. Alcanzo a ver a través de las ventanas que, en efecto, se trata de un restaurante de comida mexicana. El folclor chocarrero del mobiliario y el cliché sombrerudo, tehuanero y bigotón de las imágenes no dejan lugar a dudas.

Termina Istedgade, llego a un río y a la izquierda noto el bullicio. Un edificio negro, cuadrangular, sin ventanas y de tres plantas. Me acerco un poco más para distinguir en alguno de los personajes algo que me indique que he llegado a mi destino. Lo confirmo: un pelón con larga barba puntiaguda a la Rasputín va de la mano con una mujer de cabello corto anaranjado, de minifalda roja, mayas rasgadas y botas. El edificio es Vega, y ahí va a tocar Mastodon esta noche.

El lobby está iluminado, hay una decena de filas para el guardarropa. Pregunto a uno de los guardias de seguridad si puedo entrar con una mochila pequeña que cargo en la espalda. Me dice que no, y que tampoco la chamarra. Pregunto por la cámara, me informa que sólo si es digital y de bolsillo, y hace hincapié en que no debo entrar con nada más. Me formo en una de las filas. El ambiente es relajado. La mayoría son hombres de entre 25 y 35 años. Algunos acompañados de sus novias, metaleras, de buen gusto y algunas, también, de buen ver. Qué bueno que hay mujeres, aunque sean pocas, sería deprimente ver a puro cabrón alrededor. Llego al mostrador, entrego mochila y chamarra y paso la puerta de seguridad. No me basculean ni nada por el estilo. Entro al baño y me imagino qué fácil es drogarse en un concierto en Dinamarca. Salgo y subo al primer piso. Entro directo a un bar semilleno. Aquí ya es posible escuchar el estruendo de la música. Me asomo al salón donde la banda abridora Red Fang ya está dándole con todo.

Antes de decidirme a comprar una cerveza inspecciono el sitio. Subo al segundo piso. Se ve bien y no hay mucha gente, es fácil apañar un lugar. Me quedo un rato viendo a los teloneros. No están mal, stoner rock sabrosón. Para este momento ya me he bebido unos tres litros de cerveza desde que salí de casa y llevo media hora sin nada así que empiezo a sentir la abstinencia. Vuelvo al bar. Me preparo para el asalto a mano armada: el puto vaso de cerveza cuesta 60 coronas (150 pesitos). Al menos, pido de la mejor: Tuborg Classic.

Me coloco en el flanco derecho del primer piso. A mi lado una pareja se toquetea. Abajo veo a los más jóvenes apretujados contra una discreta valla de seguridad. La entrada de los fotógrafos es un indicio claro de que los de Mastodon están listos para saltar al proscenio. Una manta vertical con la portada del álbum más reciente, The Hunter, vigila en la penumbra por detrás de la batería. Reparo en la palabra que me servirá para describir el escenario en su totalidad: austeridad. Mastodon viene a tocar, no a payasear.

Excelente aperitivo, la voz viene de atrás, Brann Dailor desde su batería comienza el energético embate. Los coros de Sanders son impecables y adicionan una fuerza imprescindible para que el público salte con ese feroz entusiasmo que sólo se concibe con claridad en los conciertos de metal.

Empiezo a sentir la emoción previa, como cuando se camina por la oscuridad esperando a que algo de súbito se aparezca y provoque el grito, el sobresalto. Simultáneamente, los músicos comienzan a salir. Eso sólo los que estamos arriba lo podemos ver, puesto que los de Mastodon intercambian algunas palabras, mientras sonríen todavía detrás de los pilares de bafles Marshall. Hinds y Kelliher aparecen con cervezas en mano. Las luces se atenúan y los músicos toman sus puestos. Hinds cojea con guitarra en mano hacia el extremo izquierdo del entarimado, calza una sandalia en el pie izquierdo, parece estar enyesado. La multitud grita y silba, pero pronto todo eso queda en segundo plano porque la guitarra empieza a alargar las notas para que batería y bajo comiencen ese trepidante carrereo que supone “Dry Bone Valley”.Excelente aperitivo, la voz viene de atrás, Brann Dailor desde su batería comienza el energético embate. Los coros de Sanders son impecables y adicionan una fuerza imprescindible para que el público salte con ese feroz entusiasmo que sólo se concibe con claridad en los conciertos de metal.

Sin dejar espacio para el descanso, los de Mastodon ligan el final de “Dry Bone Valley” a “Black Tongue”,también incluida en la más reciente producción. Una pieza pesada, semilenta en la que la constante alternancia coral hace que las voces de Hinds y Sanders se confundan. De igual forma, las guitarras parecen concurrir en una competencia sónica que sólo se resuelve a través del solo de Kelliher hacia la mitad del track.

Escuché The Hunter un par de semanas antes de que saliera oficialmente a la venta. Lo descargué de manera ilegal de alguno de esos parajes de internet cuya reciente persecución ha puesto en boca de todos. Al escuchar la segunda canción, “Curl of the Blur”, mi primera reacción fue la confusión, pensé que aunque la producción era destacable, el archivo era una broma infame de un grupete que se había colgado de la fama de Mastodon para subir sus canciones pedorras a la red. Tras escuchar el disco en su totalidad caí en la cuenta de que no se trataba de ningún chascarrillo, era Mastodon haciendo gala del sonido más ligero y comercial de su historia. Despotriqué para mis adentros, me cagué en dios varias veces y luego me dispuse a escuchar el disco nuevamente, una y otra vez. Es verdad, “Curl of the Blur” es la canción más pop en el repertorio de los músicos de Atlanta, pero su calidad no está en duda. Después de una docena de reproducciones concluí que, como cada una de las más de sesenta canciones aparecidas en los cinco álbumes que conforman el currículum de la banda, “Curl of the Blur” es infalible.

La temperatura va en aumento. Las percusiones tribales de la inconfundible “Crystal Skull” comienzan a invadir el ambiente. De pronto la voz de Sanders se distorsiona en un grito, un violento riff irrumpe de manera simultánea y el rostro del bajista-vocalista muestra esa mirada ensayada de malevolencia tan característica y que tan bien refleja su compromiso histriónico con el público. La voz de Hinds se escucha en el fondo, pero es Sanders quien narra angustiosamente: Into the black hole/ Searching the crystal/ Making the veins bleed. Tras la doble reiteración de los coros la canción adquiere un cariz distinto: vuelven los sonidos percutivos, esta vez con un rasgueo rítmico que acompaña discreto. Estos son los instantes que sirven de preámbulo al zigzagueo de la guitarra de Kelliher quien hace uso de una escala clásica, un digno homenaje a Paganini en la cúspide del torbellino metalero. Un cambio inesperado antes de recuperar el coro. Éste es el sello de Mastodon: el desparpajo musical donde la ferocidad rara vez amenaza a la coherencia. Por el contrario, los vaivenes y los cambios son parte fundamental de este complejo arsenal melódico.

Finalmente, una pausa, pero sólo para un saludo escueto, no obstante, cálido, seguido del ritual agradecimiento. Treinta segundos después ya estamos de nuevo montados en este meteoro que avanza impulsado por la oscura conjunción de los cuatro músicos de la capital de Georgia. Un juego rítmico de guitarras sirve como introducción, se prolonga durante poco más de medio minuto, es la calma antes de la tormenta. En efecto, justo antes de la línea vocal el tándem de tarolas y platos arman un estruendo y las guitarras se descontrolan lanzando coletazos en todas direcciones. El inminente ataque de la bestia comienza a hacer estragos en el barco. “I am Ahab”es el nombre de la pieza, una de las que componen el excelente segundo álbum de Mastodon, Leviathan, cuyas referencias a la más famosa novela de Herman Melville saltan naturales a la vista.

Mientras esto sucede el público se mantiene activo. Hay rincones de slam donde los “bailarines” se seducen a patadas y codazos, pero antes de que la violencia se apropie de sus corazones optan por darle la mano a su pareja de madrazos en turno y alejarse. Yo me doy una pausa con la cerveza. A estas alturas ya me he gastado un par de cientos de coronas, algo de lo que después podría arrepentirme, así que me concentro en la música e intento tomar un par de buenas fotos. Me muevo al ala derecha del segundo piso para obtener otra perspectiva. Disparo algunas veces la cámara y pronto me caen los de seguridad para verificar que mi cámara no es réflex. En primera instancia se van con la finta y me dicen que no puedo tomar fotos con esa cámara, pero rápido les muestro que la cámara es completamente automática al tiempo que los mando a chingar a su madre con el pensamiento. Son amables, se van a seguir haciendo su trabajo.

El setlist me ha parecido formidable. No se han limitado a tocar las rolas de The Hunter, es decir, no es un concierto meramente promocional, sino, por el contrario, el repertorio hasta ahora se ha enfocado en el ya mentado Leviathan y en esa virtuosa rara avis que es Blood Mountain.

Blood Mountain implica un cambio a tomar en cuenta en la trayectoria de la banda de Atlanta. Dejar atrás la firma que los vio nacer, Relapse Records —el titán del indie musical estadounidense— seguramente habrá sido una decisión difícil, pero, por lo que demuestra el tiempo, no equivocada.

En 2006 el contrato firmado con Reprise Records constituyó el salto definitivo de Mastodon a las grandes ligas. La nueva circunstancia dotó a la banda de las herramientas necesarias para iniciar su consolidación en la escena metalera mundial. Fue como si a El Bosco de pronto se le dotara de todas las herramientas e instrumentos necesarios para plasmar en la tela todo su potencial creativo, detonando así su lado más macabro y más extravagante. En este sentido, el arrollador Blood Mountain exhibía una capacidad artística y colectiva no vista ni escuchada en las cenagosas aguas del metal desde las ya lejanísimas épocas de, digamos, Master of Puppets o The Number of the Beast.

Luego de un brevísimo agradecimiento, las notas arpegiadas de “Sleeping Giant”comienzan a zumbar en Vega. Los sonidos se extienden aliados a los haces multicolores de luces que cruzan el escenario y se esparcen hasta tocar intermitentemente los rostros del público. Un redoble certero anuncia que el prólogo ha terminado, que es momento de entrar de lleno en la sustancia melódica. A ese ir y venir de guitarras las letras contraponen un discurso abstracto, plagado de frases que se imprimen en el auditorio con mucho más ambiciones visuales que poéticas: Mountain flames/ Moon beheld/ Father snake/ Mind control. El cierre instrumental es ciclónico y sólo se ve interrumpido por la voz de Sanders que irrumpe en la atmósfera dotándola de un toque robótico: una suerte de fugaz maratón electrónico a la White Zombie, donde el repiqueteo del bajo conduce el bólido que pronto decae nuevamente en las notas alargadas de la guitarra de Hinds. Es el retorno a lo sideral después de una visita brutal a los abismos terrenales.

Hay rincones de slam donde los “bailarines” se seducen a patadas y codazos, pero antes de que la violencia se apropie de sus corazones optan por darle la mano a su pareja de madrazos en turno y alejarse. Yo me doy una pausa con la cerveza.

La hipnosis se ve interrumpida por los acordes de “Colony of Birchmen”, una pieza con todos los principios del metal progresivo más psicodélico que se haya escuchado en los últimos años: juegos vocales, efectos de reverberancia, ritmos sincopados en la batería y las guitarras, cambios súbitos en las melodías, desaceleraciones que evocan un auténtico collage sónico que en ni en sus momentos más caóticos pierde capacidad de impacto ni cohesión. Los primeros segundos avanzan en un ritmo marcial donde la batería, a través de toms y pedales, deja ir una andanada que sólo es parcialmente sofocada por la guitarra de Kelliher. El coro en segundo plano es ahora de Sanders. La primera voz es ahora de Hinds quien, con su incomparable timbre gangoso, se arrastra vocalmente siempre al límite de su tesitura. A pesar de dar la impresión constante de estar a punto de desfallecer Hinds se mantiene como un arma secreta, un recurso que aunado a su excelente capacidad instrumental con la guitarra lo convierten en un elemento fundamental de la banda. Se podría decir que Hinds, ese pelirrojo con pinta de borracho bonachón ‒esta noche en muletas­—, es el sello determinante de un concepto inconfundible llamado Mastodon, el cual lleva, por lo menos un par de lustros, definiendo la historia contemporánea del metal y que, sin temor a equivocarme, sentará algunos de los cimientos clave para cientos de bandas venideras.

Después de noventa minutos el concierto comienza a agonizar. Reparo en que el gran ausente ha sido el penúltimo disco, Crack the Skye. De éste, sólo “Ghost of Karelia” apareció a la mitad del acto. Estoy esperando “Oblivion”, el primer track de esa sensacional placa que los de Mastodon publicaran a principios de 2009. Pero no llega, en su lugar es precisamente la pieza que da nombre al disco de marras la que comienza a sonar. Crack the Skye es un álbum de siete canciones y cincuenta minutos, inspirado en temáticas de tragedias familiares, abismos negros interestelares, los mitos de Rasputín y la asombrosa recuperación de Brent Hinds después de sufrir una fractura craneo-encefálica. La estructura es un compendio de fantasmagoría lisérgica que evoca consistentemente atmósferas tenebrosas de ciencia ficción: no son raros los segmentos en que los tempos se desenvuelven a través de cadencias semilentas, auspiciadas por los teclados, cuya función parece ser la de extender las melodías hasta sus confines, lo cual agrega una sensación mulitidimensional en la textura del sonido.

Es difícil abstraer una virtud que sobresalga de las del resto cuando hablamos de Mastodon. Crack the Skye es el sonido de una banda forzando a sí misma todos sus límites y explorando la profundidad colectiva de su identidad musical. Su mayor virtud: mantener al oyente en el vagón delantero de una vertiginosa montaña rusa en un día de eclipse solar.

De pronto se encienden las luces. Los músicos siguen en el escenario, pero ahora no son cuatro, sino ocho. La banda acompañante, Red Fang, está de vuelta, aunque desprovistos de instrumentos. Se colocan por parejas en los micrófonos y la música de uno de los más evidentes tributos a Pink Floyd, esparcidos en el amplio repertorio de Mastodon, da inicio. Se trata de la sui generis “Creature Lives”. Su parsimonia alucinógena brinda el momento perfecto para una despedida entre camaradas. Al final, un “Happy Birthday”toma por sorpresa a todos en el público. Es cumpleaños del consentido de la banda, Hinds, quien no pierde la oportunidad para lanzar una consigna antes de despedirse: “¡Smoke weed!”

No hay encore, algunos chiflan pidiendo otra, pero somos más los que estamos satisfechos con lo que hemos visto: una banda que cultiva la melodía con ahínco, que encuentra con aparente facilidad una solución igualmente práctica que virtuosa para cada compás y después la proyecta hacia el resto de los instrumentos. Pareciera que el afán melódico de Mastodon fuera un acto compulsivo; no obstante, la frescura y, frecuentemente, la simplicidad armónica hacen ver que aquí de lo que hablamos es de genialidad emocional y sensitiva más que técnica o académica.

Salgo de Vega y tengo esa extraña sensación de vacío tan característica después de un prolongado lapso de euforia. Caigo en la cuenta, al ver el reloj, de que lo que me sobra es tiempo para llegar a la estación. Así que camino con calma, a la caza de una tienda nocturna con oferta de cerveza barata. No tardo mucho en encontrarla. En la fila dos parejas conversan entre ellas. Por el tono de la conversación me percato de que se han encontrado de forma inesperada:

‒¿Cómo están?
‒Bien.
‒¿Qué hacen aquí?
‒Fuimos a ver a Mastodon.
‒¿Cómo estuvo?
‒Imponente.

Compro tres frascos de 33 cl. Abro uno y sigo caminando. Llego a la estación. Reviso la pantalla, para confirmar que el tren viene a tiempo. Me siento en una banca a tomarme la última cerveza. Escucho a Mastodon en el iPod intentando acomodar ideas y recuerdos con la intención de escribir esto. De pronto, llega un personaje con botella en mano. Me sonríe y me pregunta en inglés que si se puede sentar. Recorro rápidamente sus rasgos: rubio, barba, sin colmillos, ¿cincuenta años? Mi cerveza lo atrajo, pues inmediatamente después de sentarse levanta su pomo para brindar. “Soy de Finlandia y soy alcohólico”, me confiesa haciéndome sentir ipso facto en una reunión de AA. Al menos, pienso, el tiempo se me va a ir volando. Hablamos un rato, no tiene casa, pero sí muchas ganas de platicar. Me dice cómo llegó a Dinamarca hace quince años, dejó su trabajo y ahora vive en la calle. Reitera ser alcohólico unas tres veces más. Después de un rato me pregunta de dónde soy. De México, contesto. Sonríe, luego se ríe y luego se carcajea. Yo hago lo mismo. Brindamos, termino mi cerveza, miro el reloj, es tiempo de bajar a los andenes. “Me voy”, digo. No responde, sólo me observa durante algunos segundos. Después dice: “De México”, se vuelve a reír y continúa: “¿Y qué rayos haces aquí?” “Es una larga historia”, contesto mientras me encamino a las escaleras. Bajo al andén, el tren ya está ahí, subo y dejo atrás Copenhague, una vez más. ®

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Publicado en: Febrero 2012, Música

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