Misantropía catódica

Ver o no ver TV

La existencia de un invento como la televisión demuestra hasta qué punto los homínidos se detestan y se esfuerzan para escapar de sí mismos. Al igual que la mayoría de creaciones humanas la televisión está más allá del bien o del mal.

La vida humana es en extremo compleja. Tanto para los humanos como para el resto de las especies vivas que nos acompañan en el periplo posmoderno. (En este instante un trajeado testigo de Jehová interrumpe mi labor y, como accedo a prestarle un mínimo de la atención que me reclama, me trata de advertir de la inminencia del Apocalipsis y de que sus señales ya aparecen en la televisión, a lo que le respondo que no se preocupe mucho por mí, que vivo instalado en el Apocalipsis desde que tengo uso de razón y que no me hace falta ver televisión para darme cuenta de ello. Constatando que tiene poco que hacer conmigo, me felicita por mi clarividencia y nos despedimos con complicidad, a pesar de que son frustradas sus intenciones de venderme un librito para una mejor comprensión de la Biblia. En pleno contraataque, a punto estuve de venderle uno de los ejemplares de mi último libro. La vida, al fin y al cabo, es un ejercicio de autopromoción. Publicidad y más publicidad).

El otro día escuchaba decir a una amiga, hablando de relaciones íntimas, que la vida es mucho más simple de lo que a veces nos empeñamos en complicárnosla. Le dije que no era cierto que la vida tuviera que ser simple, y menos en ese aspecto, puesto que la mayoría de los humanos resiste mal la soledad, ese bien preciado para almas contemplativas y para aquellos que tratan de llevarse más o menos bien consigo mismos.

La existencia de un invento como la televisión demuestra hasta qué punto los homínidos se detestan y se esfuerzan para escapar de sí mismos. Al igual que la mayoría de creaciones humanas la televisión está más allá del bien o del mal. Como la energía atómica, es el uso que se le da lo que determina a posteriori si ha sido o no un invento provechoso. Y en ese sentido no habido medio de comunicación más demonizado por la clase intelectual que la televisión, la cual se apresta a aparecer en ella a la menor invitación para hablar de lo que sea, en un ejercicio básicamente de autopromoción.

La existencia de un invento como la televisión demuestra hasta qué punto los homínidos se detestan y se esfuerzan para escapar de sí mismos. Al igual que la mayoría de creaciones humanas la televisión está más allá del bien o del mal. Como la energía atómica, es el uso que se le da lo que determina a posteriori si ha sido o no un invento provechoso.

Recuerdo cómo en mi casa mi madre, sin duda imbuida por el jipismo y la nueva educación de la década de los sesenta, nos tenía racionado el tiempo de televisión que mi hermana y yo podíamos consumir cotidianamente. Una hora al día y estrictamente en horario de programación infantil, había que escoger. Hablo de los tiempos en los que en España sólo habían dos canales, purulentos y controlados por el Estado. Desde pequeño tuve la sensación de ser un freak entre mis compañeros de escuela, que no tenían tantas restricciones para bucear por programaciones que a mí me estaban vedadas. ¿Cómo llenaba el tiempo en que no veía televisión? Martirizando a mi hermana menor, inventándome juegos solitarios y por supuesto dedicándome a la lectura. Eso por sí solo no hace mi infancia mejor ni mis experiencias necesariamente más ricas, pero sí que claramente me convirtieron en un precoz inadaptado. En los recreos de la escuela, cuando los demás hablaban de eventos que sucedían en la televisión, yo no tenía mucho que aportar y oía hablar de experiencias de seres que eran para mí unos perfectos desconocidos y sus peripecias un enigma. Mi vivencia de la realidad era más plana por un lado y, por el otro, más tridimensional, física y con la profundidad etérea que da la vida de la imaginación. Al fin y al cabo, la cultura popular lleva décadas forjándose a partir de eventos televisivos que acaban configurando las idiosincrasias y leyendas personales de cada quien. Es la realidad, últimamente, la que se alimenta de la televisión, y no al revés.

Esa sensación de ser un inadaptado social ha permanecido hasta ahora, cuando ni recuerdo desde cuándo no convivo con un aparato de televisión en los lugares donde he vivido, y cuando la ha habido la he despreciado olímpicamente o la he usado para ver películas. Ver televisión me aburre sobremanera, y sobre todo hace que sienta que no estoy viviendo realmente. No quiero decir con esto que no haya programas de televisión que valgan la pena, y que incluso los haya muy buenos, sobre todo en las cadenas estatales donde todavía se preocupan por construir una televisión educativa o versada en aspectos culturales, y que emiten documentales de todo tipo y en general programaciones interesantes, incluso divertidas. No vamos a negar la importancia de programas como Los Simpson o las ocurrencias de Mr. Bean.

El colmo de esta situación antitelevisiva ha sido cuando en varias ocasiones he tenido que escribir guiones para comerciales que iban a programarse en televisión. Que algunos de ellos se hayan producido y emitido todavía me parece un misterio. La publicidad pocas veces ha hecho merma en mis decisiones de consumo y me parece un hecho del todo increíble que pueda modificar la de los demás. Es cosa sabida además que las cosas realmente interesantes y apetecibles no pasan por la publicidad masiva, por lo menos no en horas de máxima audiencia.

Las encuestas sobre audiencias y hábitos televisivos son sobrecogedoras. Una inmensa mayoría, del mundo entero, consume varias horas de televisión al día. Cada día. Y los niños aún más, hasta llegado el punto en que sin la televisión constantemente prendida en el hogar muchas madres y padres no podrían realizar en modo alguno el quehacer o dedicarse a sus propias actividades, siendo el teletrabajo una opción cada vez más extendida. Paradójicamente la televisión aplaca niños al mismo tiempo que, por el carácter de la programación, los hace más violentos.

Ver televisión me aburre sobremanera, y sobre todo hace que sienta que no estoy viviendo realmente. No quiero decir con esto que no haya programas de televisión que valgan la pena, y que incluso los haya muy buenos, sobre todo en las cadenas estatales donde todavía se preocupan por construir una televisión educativa o versada en aspectos culturales, y que emiten documentales de todo tipo y en general programaciones interesantes, incluso divertidas. No vamos a negar la importancia de programas como Los Simpson o las ocurrencias de Mr. Bean.

Me imagino que en algunos casos la televisión funciona como una opción a la cantidad de antidepresivos que deberían consumirse de no existir esa posibilidad de esparcimiento, o de abotargamiento mental, según se mire. Quizás, quién sabe, contribuya a atenuar la violencia doméstica. A la televisión no hay que pedirle más que entretenga, que nos haga pasar las horas de una manera más relajada y cómoda, induciéndonos a vivir con la frecuencia de ondas cerebrales más bajas, en perpetua somnolencia a merced de anuncios que prefiguran la perfección de la sociedad de consumo (y obnubilan el deseo) y siempre bajo la verborrea de parlanchines profesionales. Sobre todo ahora que prolifera esa subespecie conocida como tertulianos que se ocupan desde los temas del corazón, del corazón de las celebridades y estrellas de televisión, al deporte o la política. Vean si no cuántas horas de televisión, de bajísimo coste, produce una jugada polémica en cualquier partido de futbol donde los opinadores y jugadores retirados examinan al derecho y al revés las decisiones arbitrales. De auténtica náusea. O como en España, donde existen larguísimos programas donde un conjunto de personas se dedican a analizar las vidas de otras personas que por supuesto también aparecen en televisión (si no, no valdría la pena) y no escatiman ni en insultos ni en procacidades (que por cierto son los factores que venden el programa y los hace atractivos para los anunciantes). La mayoría de la gente cree estar más cerca de esos personajes que de sus propios vecinos o familiares, porque sin duda acaban sabiendo más de sus intimidades. No los culpo en absoluto, las intimidades de la gente cercana tampoco nos aseguran una gran diversión ni suelen aportarnos ningún tipo de riqueza. En todo caso agudizan el escarnio.

Aunque reconozco que ver regularmente televisión, en lugar de aislar, como se cree, es un inmenso acto de amor a la humanidad, ya que esa caja nos la hace llegar en cantidades desorbitadas por segundo desde todos los rincones del mundo y en todo tipo de actividades, ya sea jugando al golf, surcando los mares en yates o muriéndose de hambre o nadando en el lodo entre sus pertenencias después de una gran tormenta.

En este sentido, me considero un misántropo, ya que las dosis de humanidad que puedo tolerar son más bien bajas y preferiblemente en interacción, ya sea en directo o a través de internet. En este caso, ver televisión para saciar la curiosidad no me parece un buen argumento. Asomarme a esa caja diabólica, como a los pescadores de Chacahua, me produce un vértigo insufrible. Definitivamente, ver televisión se trata de un acto que implica demasiado amor a la humanidad para mi exigua capacidad. ®

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Publicado en: Legendario Deja Vu, Septiembre 2011

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