Una revelación filosófica

Conocerse a sí mismo en la cruda

Todo aquel que busca con desenfreno un medio que habrá de paliar las adversidades del abuso etílico ya está haciendo filosofía; se está conociendo verdaderamente, porque cada dipsómano desvelado es un Sócrates que sale trastabillante del simposio a buscar consuelo a su malestar en el mercado más cercano.

banquete-romano

La resaca como herramienta de autoconocimiento fue descubierta por Sócrates una mañana al salir de un banquete donde estaban convidados, entre otros, Agatón, Erixímaco, Fedro, Pausanias, Aristófanes, Alcibíades, Aristodemo y Diotima; cuenta Diógenes Laercio que en un documento citado por una de sus fuentes historiográficas, texto hoy perdido y que diversos estudiosos avalan como auténtico, Aristóteles contaba que su abuelo filosófico salía de tal reunión como una cuba, obvia libertad poética puesto que Cuba no existía cuando Sócrates sí, aunque para ser todavía más precisos, el ron y la coca-cola mucho menos, lo que elimina cualquier duda respecto a la expresión “salir como una cuba”, el caso es que Sócrates sale del simposio ebrio y trastabillante, habitual parrandero, nuestro hombre (no en La Habana, porque ya insistimos que estaba en Grecia y no en Cuba) desde entonces constató la relación clásica entre intelectuales, llámense éstos filósofos, escritores, artistas de toda naturaleza y procedencia y, sí, como lo sospechan, el alcohol; fue entonces, o quizá antes, Aristóteles no lo aclara, que el pensador vislumbró la infausta presencia del malestar soporífero, migrañoso, árido y lúbrico como aquello que Blake describiría de esta forma: “The road of excess leads to the palace of wisdom”, así entonces, elevando a categoría filosófica la condición llamada resaca, el filósofo comprendió aquella máxima susurrada por la pitonisa de Delfos en medio del delirio extático: “Gnóthi seautón”, exclamación ahora célebre que invita a entrar en contacto con uno mismo con el fin de conocerse y, por supuesto, emborracharse; conocer-se antes del estertor alcohólico no tiene mayor relevancia, pues es sólo en la inclemente desazón etílica cuando nos vemos ante —así dijo aquel famoso tejedor de argumentos y contra argumentos— la furia de los dioses, nos reconocemos ante el espejo de un maltrecho y trasnochado Narciso cuyo reflejo se revela como la imagen de un ser desgarrado, arrojado al mundo, un ente cuya pertenencia existencial se palpa en la categoría fenomenológica de la blanquizca-y-pastosa-lengua-color-espuma-de-mar; una boca abierta y gimiente, caverna ominosa que, como adivinara Platón, encierra tanto las mentiras más grandes como las más hermosas invenciones, categorías ambivalentes que fungen como condiciones puras del entendimiento, es decir, del entendimiento entre nosotros y los otros, al a priori comunicativo, especialmente cuando en medio de la juerga uno comienza a lanzar proposiciones, argumentos, falacias y demás explicaciones que comprenden y explican el mundo entero; en ese intercambio de sapiencia uno comprende el infierno que son aquellos que no viven la resaca y, por tanto, no acceden a los parajes del autoconocimiento profundo, Sócrates sabía bien —insiste Aristóteles— que al hablar jocundo entre copa y copa develaba lo enigmático que su cuerpo trémulo resguardaba, por ello se negó a escribir, por ello prefirió, ante el estercolero de lo petrificado en caracteres y la inmortalización en la quietud de lo ilustre, prefirió hablar, porque hablar no es otra cosa que enamorar, seducir y conquistarse a sí mismo y a los demás, lo supo bien después de lanzar un discurso que a todos conmovió durante la noche previa, en medio de aquella bacanal consagrada a los amores, aquí es preciso abrir un paréntesis para observar el importantísimo detalle de que ya desde la vetusta Grecia los hombres se reúnen al calor de la vid para hablar de traiciones, desazones, angustias y perplejidades del querer, en medio del festín dionisiaco un impoluto Sócrates se dio y otorgó placer frente a todos escuchándose hablar, pues en medio de la beoda congestión presenció el oropel de lo fugaz, la perfección de un atardecer que es todos los atardeceres y se agota cada día, el ideal que se afina en todas y cada una de sus repeticiones, el filósofo supo que a él lo que le gustaba era dispensar perlas sin temor a empobrecerse, mejor, mucho mejor y más libre es el prodigarse todo en palabras, orgulloso de saberse el hombre más sabio de Grecia frente a aquellos mendicantes de la palabra, pobres que acumulan con ridículo celo sus ridículos hallazgos en papel, temerosos del olvido y ansiosos de la posteridad; en medio de los temblores de la inoportuna cruda, Sócrates sabía que las palabras, bañadas con la pureza del alcohol, siempre habrán de prodigar a los achispados pensadores de barra —otra evidente libertad poética— la areté exclusiva de todo aquel que pretendiera esgrimir la verdad, en medio de la tremebunda desvelada supo, pues, que la cruda es el acceso para la máxima confidencia que puede hacerse un espíritu profundo, ya que mediante una buena resaca, pensó nuestro pensador, uno accede a las verdaderas e insondables manifestaciones de nuestro ser, la cruda es autoconocimiento porque Sócrates vislumbró, debido a que se conocía perfectamente a sí mismo, que él sólo sabía que no sabía lo que le quitaría el malestar; en conclusión, es oportuno observar, señalaba Diógenes Laercio diciendo, a través de una de sus fuentes historiográficas, ahora perdida, que Aristóteles recordaba lo dicho por el maestro de su maestro, es decir, que todo aquel que busca con desenfreno un medio que habrá de paliar las adversidades del abuso etílico, ese hombre, mujer o niño ya está haciendo filosofía, es decir, se está conociendo verdaderamente, porque cuando uno crudea, sepa usted que, a la manera de un simulacro que actualiza en su constante rehacer a la historia entera, cada dipsómano desvelado es un Sócrates que sale trastabillante del simposio a buscar consuelo a su malestar en el mercado más cercano. ®

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Publicado en: Ensayo, Febrero 2013

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