El Apocalipsis tibio

El fin de la historia y el aburrimiento

El motor de la historia ha detenido sus hélices desde que rige un mercado global cuyos fundamentos no se ven amenazados por una oposición viable. La dialéctica del amo y el esclavo ha alcanzado su síntesis cuando ambos se reconocen como iguales en los pasillos del centro comercial.

Dead god © Kirsi Salonen

Una de las consecuencias más desconcertantes de la muerte de Dios, de ese famoso deicidio que cargamos sobre la espalda desde el siglo XIX, es que mina desde su base los impulsos trasgresores, pues nos induce a creer que ya no quedan valores supremos por derrocar. Con el pretexto de que vivimos entre las ruinas de los viejos parámetros, mordiendo el polvo de puntos de referencia erosionados e inservibles, pero sin la perspectiva de un nuevo orden que recoja esos materiales y los reutilice en templos e instituciones de una nueva imagen del mundo genuinamente post-nihilista, cada vez más se afianza la cantinela de que lejos de ser un punto cero, una etapa transitoria de reconfiguración y crisis, la situación desorientadora que vivimos marca más bien un límite, la culminación de la historia de Occidente, el fin definitivo del sentido. Desde todos los rincones y con una insistencia abrumadora que ni siquiera tiene necesidad de echar mano de la coerción, se promueve una inmovilidad conformista, una interiorización del dominio, la renuncia a todo lo que se aparte del ideal de bienestar pequeñoburgués. El fin del mundo lo estamos viviendo ya, cómodamente apoltronados frente a la tele.

La muerte de Dios que Jean-Paul entrevió y cuya revelación puso en boca nada menos que de Cristo, deja un vacío abisal que en primer lugar desorienta, para el cual no hay brújula conocida que valga, y en el que todo parece confuso y vuelto de cabeza. Dicho de otra manera, el mareo y la orfandad a la que nos arroja la desvalorización de los valores supremos (Divinidad, Verdad, Bien, Fin), que Nietzsche preconizó y no se cansó de repetir, tiene una consecuencia doble, pendular y conflictiva: o bien prácticamente cualquier cosa puede ocupar el sitio desierto (lo que antes se consideraba feo ahora puede ser bello, piénsese en el kitsch; lo virtual parece tener mayor entidad que lo real; piénsese en las redes sociales de internet; lo voluble y cambiante importa más que lo permanente, piénsese en la moda; la vida importa menos que el dinero, piénsese en el narcotráfico), o bien abandonar por completo la esperanza y aceptar que ya no queda ningún valor en pie. Un círculo de valores cada vez más hospitalario y trivial o un mundo privado de valor. Si todo vale es porque nada importa.

¿Caemos sin cesar? ¿Hacia adelante, hacia atrás, de lado, erramos en todas direcciones? ¿Hay todavía un arriba y un abajo? ¿Flotamos en una nada infinita? ¿Nos persigue el vacío con su aliento?
—Nietzsche

Flotando en la desorientación que implica el desarraigo metafísico del hombre se abren dos caminos: cumplir la profecía de la serpiente del paraíso y entonces, muchos años después de la caída, atrevernos a “ser como dioses”, ocupar la oquedad vacante en el templo antes de que lo hagan los demonios o las telarañas (Kirilov, en Los demonios, de Dostoievski, lo enuncia con claridad: “Si Dios no existe, yo soy dios”), o bien, sentirnos rebasados por la inmensidad del desafío y refocilarnos en la comodidad, en los breves placeres que eclipsan la pesadumbre y el horror. Hacer de nuestra insignificancia el único absoluto o asumirnos como absolutamente insignificantes, dejar que el planeta se extinga bajo el peso de sus mismas trivialidades.

Una de las consecuencias más desconcertantes de la muerte de Dios, de ese famoso deicidio que cargamos sobre la espalda desde el siglo XIX, es que mina desde su base los impulsos trasgresores, pues nos induce a creer que ya no quedan valores supremos por derrocar.

Libertad todopoderosa e insignificancia son dos caras del mismo deicidio. Una vez que salta por los aires y se hace añicos toda idea de trascendencia, todo punto de fuga suprasensible a partir del cual poner en perspectiva nuestras vidas, todo principio organizativo inamovible y sacrosanto; una vez que la existencia se contagia de la constatación de que el devenir no conduce a nada y de que cualquier asidero será arrastrado por la fuerza de la misma corriente corrosiva, pues ya no hay raíz bien afincada, ningún punto de apoyo arquimideo que se resista a su flujo, la disyuntiva no cesa de plantearse: por un lado, exaltar la condición humana con una nueva visión del mundo que esté a la altura de esa libertad emancipada de absolutos; por el otro, refugiarse en el empequeñecimiento y la banalidad de un mundo a la deriva, que a falta de instrumentos confiables de navegación no tiene más remedio que abocarse al instante, a un aquí y ahora desligado del pasado y que da la espalda al futuro, en una palabra, a un punto muerto.

En los manuscritos que redactó con la intención de dar cuerpo a una obra que se intitularía La voluntad de poder, poco antes del colapso mental de 1889 que lo llevaría a ser internado en el manicomio de Basilea, Nietzsche está consciente de que al describir las líneas generales del nihilismo en realidad está contando “la historia de los próximos dos siglos”. El diagnóstico de toda la insensatez, el vértigo y el hartazgo que se respiran en el aire decimonónico, la historia clínica del escalofrío que ya siente traspasar su propio cuerpo, es asimismo el pronóstico del pathos implacable que dominaría la época actual. Entretanto, como escribe Ernst Jünger en Sobre la línea, aquellas proposiciones visionarias “se llenaron de contenido, de vida vivida, de hechos y dolores. La aventura espiritual se confirmó y se repitió en la realidad”.1

Los presagios nietzscheanos se hicieron efectivos en esta época convulsa, fastidiada, apocalíptica, una de cuyas mayores obsesiones, más allá de la aceleración tecnológica y de mitigar el sufrimiento, es nuestra inminente extinción. Sus apuntes visionarios se materializaron en esta época desencantada, destructora y voraz, que marca la debacle de una forma obsoleta de entender el mundo y sin embargo no está capacitada para gestar una nueva. Una época sin brújula, atascada en el meridiano cero del fin de lo antiguo y el surgimiento siempre pospuesto de lo diferente, en la que “no se soporta este mundo que aun así no se quiere negar”, y que por lo mismo no da paso a su superación, a una genuina etapa postnihilista, aquella en la cual, sin sentir ya necesidad de puntos cardinales éticos y metafísicos trascendentes, aprendamos a rodearnos de valores inmanentes, por fin antiplatónicos.

El nihilismo puede ser tanto una señal de debilidad como de fuerza. Es una expresión de la inutilidad del otro mundo, pero no del mundo y de la existencia en general.
—Jünger

Entre las descripciones más elocuentes que se han hecho en los últimos tiempos de esta sensación de impotencia y desesperanza, de quietismo y descreimiento posmoderno que carcome cualquier atisbo de cambio antes de que logre siquiera formarse, de esta asfixia insalvable de no tener un afuera adonde mirar, una alternativa de vida por construir y hacia la cual dirigirse, se cuenta el libro de Camille de Toledo Punks de boutique. “¿Contra qué, contra quién decir no?” —se pregunta De Toledo con un arrojo que ha sido templado por el desencanto. “¿Qué queda por perseguir cuando todo-ha-sido-ya-probado”. ¿Contra qué rebelarse, si la lucha de las ideologías es una antigualla, si después de la Guerra Fría no parece haber más vuelta de hoja que la democracia liberal?

En los manuscritos que redactó con la intención de dar cuerpo a una obra que se intitularía La voluntad de poder, poco antes del colapso mental de 1889 que lo llevaría a ser internado en el manicomio de Basilea, Nietzsche está consciente de que al describir las líneas generales del nihilismo en realidad está contando “la historia de los próximos dos siglos”.

Con todo el poder del sistema capitalista al servicio de la sumisión consumista, pero en especial, como ya había dejado escrito Étienne de La Boétie en su Discurso sobre la servidumbre voluntaria, con la anuencia de todos los que contribuimos a la perpetuación del statu quo, con el consentimiento de quienes padecemos la brutalidad del liberalismo y no obstante nos cruzamos de brazos, cualquier posibilidad de cambio es vista ahora con suspicacia, con fastidio, con una omnívora y paralizante desconfianza; a tal punto se ha adormecido la capacidad de indignación en la era del pensamiento único, a tal extremo ha llegado la neutralización de la disidencia en tiempos en que reina el bostezo que ya sólo queda pensar en nuestro fin.

El libro de Camille de Toledo se levanta por encima de los escombros de dos caídas que tienen mucho de simbólicas: la de las Torres Gemelas y la del Muro de Berlín, pero en realidad buena parte de su argumentación es una respuesta al estado anímico desencantado y enfermizo que provocó la popularización de las tesis planteadas por el pensador estadounidense Francis Fukuyama en su controvertido artículo “¿El fin de la Historia?”

Publicado en 1989, exactamente un siglo después del colapso nervioso de Nietzsche, Fukuyama (a la sazón director delegado del Cuerpo de Planeamiento de Política del Departamento de Estado de los Estados Unidos de América) defiende que con el fracaso de los regímenes socialistas en Europa del Este se ha demostrado que no hay opciones al liberalismo que se sostengan por sí mismas, ni en lo político ni en lo económico, de modo que lo más cercano a la utopía es el American way of life. Punto final.

Con cada familia en vías de comprar a plazos su casita en los suburbios (incluida la TV por cable), la lucha de clases se ha quedado sin carburante. El motor de la historia ha detenido sus hélices desde que rige un mercado global cuyos fundamentos no se ven amenazados por una oposición viable. La dialéctica del amo y el esclavo ha alcanzado su síntesis cuando ambos se reconocen como iguales en los pasillos del centro comercial. El poder adquisitivo y el crédito hipotecario son la consumación última de la añeja polaridad entre tradición y revolución. No hay que engañarse: todavía “pasan cosas” y a un ritmo acelerado, pero es la agitación incesante en el seno del estancamiento final. Las imperfecciones en los gobiernos y los conflictos entre las naciones cesarán del todo cuando ese mercado global termine su expansión y haya un McDonald’s en cada rincón del planeta, cuando cada habitante pueda ir a la esquina por su cajita feliz.2

Los dos rieles sobre los que a partir de entonces habría de correr el tren de la realidad —un tren que aunque seguiría en marcha ya ha llegado a su última estación— serían la técnica y el consumo. La técnica entendida como una relación unidimensional de tipo productivo con el entorno, donde ya sea la naturaleza o los seres humanos se equiparan a meros recursos, sometidos a un régimen generalizado de explotación, dominio y movilización. El consumo entendido como la panacea, no sólo en sentido económico, sino también social y psicológico, como el nuevo dios vinculante capaz de reactivar cualquier crisis financiera, pero también con la suficiente plasticidad para mercantilizar toda forma de subversión que pudiera amenazar al sistema, y por supuesto con propiedades ansiolíticas y antihistamínicas que contrarrestan la sensación de asfixia y de desaparición del sentido.

Si en efecto la historia llegó a un punto de no retorno, si cruzó el umbral de la irreversibilidad, se debe en buena medida a que se ha completado el proceso de interiorización de la técnica, a que la explotación se asume como uno de los lazos constitutivos de la realidad; a que el liberalismo operó la alquimia última de transformar todo lo que toca en mercancía, incluso sus propias fracturas y debilidades; a que su misma lógica depredadora y en perpetuo movimiento está diseñada para neutralizar cualquier oposición, cualquier cuestionamiento; a que como sucede con mayor frecuencia en el mundo del arte, aun lo que se pretendía iconoclasta parece estar satisfecho con la institucionalización de su rebeldía.

Según esta filosofía terminal —si no es que funeral— el tiempo posthistórico que vivimos sería la fase de aclimatación a ese gobierno sin alternativas, a ese estado de cosas irreversible que nos arroja fuera de la historia humana. Una aclimatación que básicamente se reduce a “contentarse” (nótese la devaluación del ideal de felicidad) con los simulacros de lo nuevo que cada día salen a la venta, con aquel “eterno retorno de lo mismo” sobre el que escribía Walter Benjamin: resignarnos, en suma, a que “no habrá más nada nuevo sobre la Tierra”, que es otra forma de decir que sólo queda esperar el fin.

El motor de la historia ha detenido sus hélices desde que rige un mercado global cuyos fundamentos no se ven amenazados por una oposición viable. La dialéctica del amo y el esclavo ha alcanzado su síntesis cuando ambos se reconocen como iguales en los pasillos del centro comercial.

Si bien los cimientos filosóficos de Fukuyama se encuentran en Hegel y en las elaboraciones sobre las objetivaciones del Espíritu que realizaron algunos de sus exégetas como Alexandre Kòjeve, de haberlo requerido bien pudo valerse de la habilidad argumentativa que despliega Leibniz en la Profesión de fe del filósofo, cuando al defender el principio de armonía universal, la perfección del “mejor de los mundos posibles”, descalificaba por impío, ilegítimo y desencaminado cualquier descontento frente a las leyes del universo. Cambiando la palabra “mundo” por la de “sistema” y refiriéndose no a las leyes del Cosmos sino a las del Estado, Fukuyama hubiera tenido a su disposición una formidable batería lógica para apuntalar su idea de que nada podía oponerse ya a lo establecido, de que cualquier inconformidad es injusta, ociosa y condenable en la medida en que la historia ha acrisolado la democracia liberal y ha encontrado en ella finalmente “el mejor de los sistemas posibles”, el gobierno-del-no-va-más. Calcando allí donde fuera conveniente a Leibniz —es decir, traicionándolo—, habría podido decir, por ejemplo: “En la democracia liberal ninguna indignación es justa nunca, ningún movimiento del alma fuera de la tranquilidad está exento de impiedad”.

¿Qué resabio deja en el ánimo la proclamación del fin de la historia? El sabor acre de la inminencia del sofocamiento, la sensación insoportable de que no hay escapatoria a la-estólida-solidez-de-lo-estatuido. Ese inconfundible sabor a hiel que dejan los bostezos que no terminan nunca, cuando la subversión, la posibilidad misma de cambio, los rescoldos de la utopía parece que se han apagado para siempre.

Hasta ahora nunca la sociedad había utilizado todos los recursos para conformar el destino de cada ser a una realidad expurgada de cualquier elemento que pudiese ponerla en tela de juicio.
—Annie Le Brun

Pero una vez que ya todo ha sido probado y además asimilado por el sistema, cuando todo se nos ofrece acabado, codificado, interpretado y listo para consumir, cualquier movimiento del alma es comprensible excepto precisamente la tranquilidad. A partir de que renunciamos a la idea de que puede haber algo nuevo bajo el sol, algo distinto de las ínfimas novedades que el liberalismo nos ofrece en las cajas del cereal, la tranquilidad se enturbia por las corrientes subterráneas del fastidio, por los remolinos despaciosos pero no menos virulentos del tedio. Orillados al papel de meros comparsas en una obra que ya ha sido escrita y en la que sólo pueden variar los detalles, no queda sino el estremecimiento ante lo absurdo de la existencia, el vértigo de estar al borde de un Armagedón anticlimático. Sin un sentido que podamos abrazar, sin un objetivo en el que podamos involucrarnos personal o colectivamente, cualquier forma de bienestar se nos antojará insípida, cualquier presentación de la comodidad nos resultará desasosegante, cualquier voluptuosidad nos arrastrará al hartazgo. La otra cara del fin de la historia es la consagración del aburrimiento. Sin embargo, el aburrimiento, ese aburrimiento en el que nos sentamos a imaginar nuestro fin, nuestra extinción planetaria sin una gota de miedo, también puede ser, paradójicamente, la piedra de toque que garantiza que el motor de la historia no se apagará. ®

Notas
1 El texto Sobre la línea fue el regalo de cumpleaños que Ernst Jünger le brindó a Martin Heidegger cuando éste cumplió sesenta años. Tiempo después, Heidegger le devolvió el presente, en ocasión del cumpleaños sesenta del primero, con el texto Hacia la pregunta del ser. El intercambio de regalos, tan tenso y sui generis como puede parecer, queda como “una memorable confrontación sobre el nihilismo como categoría para el diagnóstico de la situación de nuestra época” (Franco Volpi, El nihilismo).

2 No en balde, en El crepúsculo de la cultura americana, un libro sobre los efectos sombríos de la corporativización y el consumo de masas, Morris Berman insiste en denominar a nuestro mundo como McWorld.

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Publicado en: Destacados, Diciembre 2012, El fin del mundo y otros relatos apocalípticos

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  1. Jose Caballo

    En ocasiones tambien he sentido ese tedio y aburrimiento por todo lo que acontece alrededor. A veces creo que todo ya se ha hecho y solo queda repetir lo mismo hasta el hartazgo…

    Luego entonces, ese ultimo aburrimiento es la clave para provocar una especie de reaccion ante lo establecido?. Una analogia de la antimateria destruyendo y creando la materia nuevamente?…

  2. José Hernández

    Señor Amara me encanto su texto, es conciso y sin rodeos, espero sinceramente que aún quede al menos una ultima revolución, un ultimo rompimiento.
    Solo una cosa, en la ultima parte refiere usted que el aburrimiento puede ser el motor o la causa de que la historia no se haya acabado ¿podría usted explicarlo más a fondo? francamente no lo entendí.
    Un cordial saludo.

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