La seducción del inocente

Notas sobre la bebida más vendida del mundo

Coca-Cola es la gaseosa más popular del mundo, con 45 mil botellas vendidas por segundo y ganancias anuales que superan los 500 millones de dólares. El autor ofrece más datos sobre esta famosa bebida.

Cada día tres mil turistas visitan ritualmente su museo en Atlanta, donde, según J. G. Ballard, se exhibe la creación original “en un hervidor de tres patas como un milagro equivalente al nacimiento de la Virgen”.

Aunque estas estadísticas sean viejas apenas terminen de escribirlas dan una idea del impacto cultural y el poder económico de lo que en el principio fue una simple gaseosa creada en 1886 por John Pemberton, un farmacéutico escocés de 54 años, intentando imitar la “Vin Mariani”, una bebida con distribución en Europa y Estados Unidos que combinaba vino de Burdeos con hojas de coca y entre cuyos consumidores se contaban Thomas Alva Edison, Emile Zola, la reina Victoria, Buffalo Bill y “al menos tres papas”.

La Coca-Cola original no era diferente a los demás tónicos de la época que los farmacéuticos inventaban y vendían libremente en sus negocios, hasta que Pemberton sustituyó el agua original de su fórmula por agua con gas, lo que permitió darle un sabor original; pero fue Asa Candler —empresario al que Pemberton le vendió su formula en 1888— quien definió la marca ante el público al crear la tradicional botella de vidrio permitiéndole a los compradores reconocer el envase incluso cuando estuviera roto. Tan original fue el diseño que hoy figura en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MOMA).

Con estos cambios y una agresiva política comercial, Coca-Cola fue elegida en 1938 la “bebida por excelencia de Estados Unidos”, y apenas cuatro años después el presidente de la compañía, Robert Woodruff, comenzó la tarea de expandir el negocio fuera del país, aprovechando la II Guerra Mundial.

La estrategia de Woodruf era “estar en el frente y no en la retaguardia”; para él, Coca-Cola debía convertirse en un emblema patriótico “dispuesto a sostener la moral de las tropas dondequiera que sea, nos cueste lo que nos cueste. Coca Cola será en adelante la recompensa del combatiente, su nostalgia de la vida civil”.

Doscientos cuarenta y nueve hombres conocidos popularmente como “los coroneles de la Coca-Cola” se encargaron de seguir a las tropas a los diferentes frentes de combate para crear las fábricas que cumplirían la promesa de Woodruf de venderle gaseosas a los soldados a cinco centavos.

La empresa confirmó su lugar como símbolo americano cuando el general Wainwright se fotografió, en plena campaña, con una Coca-Cola helada, un bate de béisbol y una hamburguesa: tres elementos que habían llegado a convertirse en emblemas del “American way life” en el mundo.

La estrategia de Woodruf era “estar en el frente y no en la retaguardia”; para él, Coca-Cola debía convertirse en un emblema patriótico “dispuesto a sostener la moral de las tropas dondequiera que sea, nos cueste lo que nos cueste. Coca Cola será en adelante la recompensa del combatiente, su nostalgia de la vida civil”.

Los comunistas franceses, preocupados por esta invasión silenciosa amparada, según ellos, en parte por el Ejército estadounidense, denunciaron un plan de “coca-colonización” de Europa, y el diario Le Monde comparó la publicidad de la empresa con la propaganda nazi (porque ambas “embriagaban a las masas”), explicando que la gaseosa amenazaba “no sólo la salud sino la civilización francesa”; mientras, mostrando la ambivalente respuesta ante el producto, la hija de Winston Churchill bautizaba un destructor estrellando en la proa una de sus botellas.

Pese a su status de “símbolo americano” y las denuncias en su contra por actuar como “agente secreto del imperialismo”, los sucesivos presidentes de la compañía demostraron que su única lealtad permanente era con la compañía, instalando plantas embotelladoras en países socialistas como Bulgaria, Yugoslavia, Checoslovaquia, Rumania, Vietnam y China y negándose a negociar con cualquier gobierno que intentara conocer el contenido exacto de la fórmula original, como India, donde terminaron sus operaciones en 1976, renunciando a un mercado de 600 millones de personas.

Este pragmatismo comercial —que podía disfrazarse de patriotismo si la ocasión lo requería, aunque Coca-Cola sólo era fiel a Coca-Cola— junto a la práctica que la empresa había adquirido para movilizar rápida y efectivamente a sus delegados durante la guerra, les permitió establecer una inmensa y eficiente red de distribuidoras por todo el mundo acompañadas de publicidad que volvieron reconocible el logo de la compañía en cualquier país, sin importar el idioma ni la ideología de sus habitantes, como demostró una gran encuesta hecha en Argentina, Brasil, Egipto, Israel, Gran Bretaña, Guatemala, India, Unión Soviética, Tailandia y Kenia, donde 82% de los participantes identificaron el logo de la Coca-Cola y sólo 40% el de la ONU.

“Hay máquinas de Coca-Cola en el desierto de Arabia”, decía Tomás Eloy Martínez, “a cien kilómetros de Riyad; en las montañas inaccesibles de Albania y al pie de la Muralla China… En la II Guerra Mundial, en el juicio de Nuremberg, en Vietnam, la botella en forma de maní truncado era el símbolo de la intocable felicidad norteamericana”.

En 1986 la compañía reunió a los representantes de sus 12 mil embotelladoras para celebrar sus primeros y muy exitosos cien años en su base central de Atlanta, donde una inmensa Estatua de la Libertad cerró el desfile triunfal con una gran botella de Coca-Cola en la mano aprovechando el fervor por Reagan para recordar que ambos símbolos habían nacido el mismo año y representaban la cara de unos benevolentes Estados Unidos en el exterior; como corolario, la empresa anunció que ese año los norteamericanos habían consumido más Coca-Cola que cualquier otro líquido, incluida el agua corriente.

“Quizás llegue un día”, dijo Roberto Goizueta, presidente de la empresa, “en que los consumidores cuenten con un grifo de Coca-Cola en sus casas”.

Veinte años después, y tras las guerras preventivas de George W. Bush, esta declaración suena demasiado apresurada y la empresa ha comenzado, como en otras etapas críticas de ese país, a diferenciarse del gobierno.

“Ahora que las tormentas de hielo soplan en la dirección equivocada y que El Niño ha puesto el norte donde antes estaba el sur, nada parece seguro”, escribió Martínez, “[la Coca-Cola] aún figura entre las más prósperas del mundo, pero ciertos síntomas inquietantes han empezado a manifestarse desde hace un año. Las ventas han caído muchísimo en Alemania y Japón, que eran dos de los cinco países con más alto consumo, y se vinieron casi a pique en Rusia y en casi todas las demás regiones de Europa del Este”.

Pese a estas crispaciones internacionales, Coca-Cola sigue siendo la gaseosa más vendida del mundo, tal vez porque, como anotó Ballard, “el sueño de Coca-Cola se ha fundido para siempre con nuestra noción de un cierto tipo de alegría norteamericana que, aunque no es del gusto de todos, resulta difícil de resistir. Las encuestas muestran que Coca es la segunda palabra más reconocida en el mundo. La primera es OK. La genialidad de Coca-Cola es haber logrado que ambas signifiquen lo mismo”.

Pese a su status de “símbolo americano” y las denuncias en su contra por actuar como “agente secreto del imperialismo”, los sucesivos presidentes de la compañía demostraron que su única lealtad permanente era con la compañía, instalando plantas embotelladoras en países socialistas como Bulgaria, Yugoslavia, Checoslovaquia, Rumania, Vietnam y China y negándose a negociar con cualquier gobierno que intentara conocer el contenido exacto de la fórmula original.

La felicidad, así, ya no es un arma caliente sino una gaseosa bien fría: una definición que la empresa ha logrado imponernos a fuerza de repititivos eslóganes azucarados, como reconocen los historiadores oficiales (“es imposible saber si Coca-Cola constituye el producto ideal para la publicidad o si la publicidad es el mejor medio para vender Coca-Cola”), hasta alcanzar un estilo fácilmente reconocible, hecho de frases simples y en apariencia inocentes que esconden un mensaje seductor y rápidamente asimilable por su optimismo crónico y algo bobo: “Coca-Cola es así”, “Vive la sensación”, “Todo va mejor con Coca-Cola”.

El propio presidente de Brasil, Lula Da Silva, no pudo evitar usar esos mismos cliches para explicar su conversión ideológica: “Me pasé años combatiendo la Coca-Cola como un símbolo del imperialismo. Hasta que me di cuenta de que levantarse a la madrugada con sed y tomar una Coca helada… es una delicia”.

Una declaración que no se diferencia demasiado de las empalagosas propagandas que la empresa ha creado y difundido, consciente del poder de combinar una buena imagen con una frase memorable para seducir consumidores porque, como confesó uno de sus mejores publicistas: “Ellos beben la imagen, no el producto. Nosotros les vendemos humo”. ®

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Publicado en: Agosto 2011, Apuntes y crónicas

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