Hoy hace veinte años murió la escritora tapatía Guadalupe Dueñas, nacida el 19 de octubre de 1910. Éste es un breve homenaje y un reconocimiento a su enorme talento. Además, ofrecemos un cuento de ella: «Prueba de inteligencia”.
Guadalupe Dueñas es una de las autoras más relevantes de la literatura mexicana del siglo XX. Desde finales de los años cincuenta y hasta los setenta sus relatos fueron celebrados por sus coterráneos y publicados en un sinfín de suplementos culturales y antologías, tanto nacionales como extranjeros. Después empezó a caer un silencio sobre su obra; sin embargo, los actuales movimientos feministas están dando frutos y polígrafas como ella comienzan a ocupar el lugar que se ganaron con su puño y letra.
Pocos escritores como la autora nacida en Guadalajara, Jalisco, saben encapsular los hechos en símbolos, transformar las palabras para restituirles su sentido original, de ahí que sus narraciones sucintas estén repletas de imágenes y sean alegorías o nítidos espejos que reflejan con precisión todos los males, todas las aristas de la naturaleza humana que obstaculizan la presencia de un mundo mejor.
Así como sorprendió con su súbita aparición en la cultura nacional a mediados de los años cincuenta, con esa mirada cáustica nada peculiar en nuestras letras, también conmovió su silencio en las últimas décadas de su existencia.
Su cuentística se distingue por la brevedad de su expresión artística, por el manejo riguroso y conciso de lo esencial; lo vital. La escritora no precisa llenar páginas y páginas para llegar al meollo del asunto. Con un lenguaje mínimo revela los lastres morales y sociales de la humanidad.
Además, nos sorprende con su actitud desenfadada, su peculiar sentido del humor que desemboca en los dominios del humor negro; su estilo conciso poblado por un lenguaje de belleza exquisita, y con sus mundos misteriosos y desolados en donde expone la condición humana como un Quevedo, un Balzac, un Edgar Allan Poe, una Marguerite Duras o una Doris Lessing.
No obstante, así como sorprendió con su súbita aparición en la cultura nacional a mediados de los años cincuenta, con esa mirada cáustica nada peculiar en nuestras letras, también conmovió su silencio en las últimas décadas de su existencia. La noticia escueta sobre su deceso, aparecida en algunos diarios del país, nos desconcertó el 10 de enero de 2002. A mí siempre me asombró el olvido y la marginación padecidos por esta ilustre escritora nuestra.
Hoy la recordamos a través de su palabra, de uno de sus relatos de Tiene la noche un árbol (FCE, 1958):
Prueba de inteligencia
Guadalupe Dueñas
Como me dijeron que en ese Banco intentan cambiar las competentes por las bien trajeadas hoy salí a buscar empleo. Me arreglé como para una fiesta, con el sombrero de las bodas y la capa de piel que me prestó Josefina.
El gerente, encantado con mi figura, me mandó al departamento donde miden la inteligencia. Asustada, esperé que me hicieran preguntas de contabilidad, pero de buenas a primeras me entregaron varios cartones que me recordaron la hora de geometría en mi escuela. Entraría la monja con un rombo lila, el romboide dorado, el hexágono azul y tantas figuras improcedentes como no las he vuelto a ver en mi vida fuera de la circunferencia en la naranja. Pronto llegó un empleado y, sin ceremonias, me explicó que el derecho estaba al revés. Les di vuelta y encontré que los cartones presentaban manchas de tinta.
—Determine usted lo que ve en tres minutos.
Con toda mi lentitud miré el reloj y pensé: “¡Ay Dios, tres minutos!” Y perdí uno entero. Volví a la hoja y mi sorpresa fue grande; contemplé una serie de culebras que se hacían ocho, se hacían rosca, cocoles con ajonjolí, cruces con hormigas; y yo no hallaba cómo determinar lo que realmente miraba, pues todo esto se desvanecía para que apareciera una jaula de pericos y un caracol marino.
La tos del empleado me volvió en mí. Dijo que llevaba siete minutos de más. Me arrebató con desprecio la hoja y no aceptó enseñarme las que completaban el examen; estoy segura de que hizo trampa.
Pasamos en seguida a la prueba siguiente. Se trataba de armar un rompecabezas que desordenó con grosería, pero tuve la suerte de que quedara intacto un alón que supuse de águila y forcé a un soldado a volar. Mi error consistió en que no aparecieron las patas. Trajeron después un muestrario de colores preciosos, estrictamente numerados para que él dijera un número y yo mencionara el color; pero las barras estaban tan juntas, y como además me tomó mala voluntad el empleado, cuando él decía:
—¡El uno! ¡El cinco!
Yo, procurando adelantarme miraba el quince e inexplicablemente respondía:
—¡Martes! ¡Jueves! ¡Lotería!
Qué juego más tonto; era mucho mejor el de “Allí va un navío cargado de…” al que nunca pude atinarle tampoco.
Parece que el hombre no estuvo de acuerdo con mi contestación, y volvió en seguida, agresivo, con unos billetes. Me mostró el fajo.
—Son de cinco pesos. ¿Cuánto calcula que hay aquí?
Iba a indicarle que jamás había visto el dinero acomodado, pero me distrajo su boca que chicoteó de oreja a oreja con el imperceptible temblor de la luz fluorescente. Calculé:
—Serán ciento diez…
—¡Trescientos setenta y cinco! —bramó—. ¡Cuéntelos usted!
Tardé bastante porque se agarraban uno con otro; mientras, el individuo se puso como un erizo.
—Son trescientos setenta —dije.
—Se equivoca, son exactamente trescientos ochenta y dos.
—Ah, puede que sí.
Salió y no pude menos de envidiar a aquel hombre tan culto. Para que me estimara un poco, le preparé mi diploma de letra Pálmer que descolgué de la sala. Pero ya no volvió. En su lugar llegó un calvo que posiblemente estuvo loco, porque me preguntó a boca de jarro cuál era el mexicano que me parecía más ilustre entre todos los que han existido. Naturalmente le contesté que Nuestro Señor Jesucristo.
Tal vez fuese judío, pues se disgustó y cambiando de conversación quiso informarse sobre mi artista preferido, sobre los platillos que más me gustan y sobre una serie de preguntas salteadas, como si fuera un amigo íntimo. Por ultimo sacó un cuaderno de taquigrafía que me entregó acompañado de un lápiz inolvidable, con una punta linda, fina como pico de chichicuilote, justa para escribir una poesía.
Supuse que iba a dictarme cuando veo que conecta un aparato con la electricidad; pensé que sería un ventilador porque yo estaba muy acalorada; casi doy un brinco al oír una voz pegajosa venida de no sé dónde, que dice:
—Muy señor mío y amigo…
Como permaneció cerrada la boca del viejo se fue la carta en contemplarlo y en pensar si sería ventrílocuo. Cuando comprendí que la voz venía del aparato embrujado, supliqué la conectara de nuevo. Accedió de mala gana.
Tomé el dictado correctamente. El calvito, sorprendido por mi rapidez, ordenó con dulzura:
—Traduzca, niña.
Aunque los signos estaban perfectos, para mí no significaron nada. Quedaron silenciosos con su figura de tricocéfalos.
Fue una verdadera lástima, pues ya me veía tras de una ventanilla enrejada, con su macetita estilo andaluz y los hombres haciendo cola para decir piropos. Por eso ya solicité al gerente que me permita asistir a una de las rejas, sin goce de sueldo, ¡quién quita y me case!
* * *
En el presente milenio los lectores asiduos a la buena literatura pueden acercarse a Guadalupe Dueñas, de cuerpo entero, en su volumen Obras completas, con una estupenda introducción de Beatriz Espejo y dos prólogos de mi autoría.
Estoy segura de que la polígrafa tapatía los va a deslumbrar con su mirada crítica y su prosa singular y poética. ®