Felices cien, don Ricardo

¿Y ahora qué lee, joven Ulises?

“Amar la vida a través de la literatura”, decía Ricardo Garibay, “Y a los que no pueden acercarse a la literatura, la sentencia terrible de Aristóteles: se joden”. El joven Ulises nos cuenta cómo conoció y trabó amistad con el temible y entrañable escritor.

Ricardo Garibay (Tulancingo, Hidalgo, 18 de enero de 1923 – Cuernavaca, Morelos, 3 de mayo de 1999).

La primera vez que vi a Ricardo Garibay fue en la televisión, tenía a cuatro invitados: un doctor en Derecho, un maestro en no sé qué, un estudiante y a don Benja, un fontanero. Garibay preguntó algo y el doctor en Derecho respondió, o al menos trató:

—Esteee, yo pienso queee, esteee… —hasta ahí llegó, lo acotó tajante Garibay.

—No diga “este”, “esteee” es como tener sebo en el pecho o mugre en las uñas, no diga “esteeeee”. Primero piense lo que va a decir y luego lo dice. Ya. A ver, don Benja, ¿usted qué puede responder a la pregunta que hice? —don Benja pelaba los ojos y no ataba a contestar nada—. Don Benja, usted puede hablar como se le pegue la gana, no voy a decirle nada, usted no tuvo la oportunidad de estudiar que desaprovechó totalmente este mentecato.

—Oiga, no le permito que… —balbuceó el doctor en Derecho.
—A mí usted no puede permitirme o no permitirme nada.
—Pues me voy en este momento.
—Si no lo hace, lo echo yo a patadas —y se levantó dando un manotazo en el escritorio.

Comerciales, cuando regresó el programa, el doctor en Derecho ya no estaba allí.

* * *

Era más o menos 1983, yo estaba en secundaria, tenía catorce años y ni idea de quién era aquella especie de ogro furibundo. Cuando supe que era escritor, gracias a la revista Proceso de mi amigo Rafael Montoya, compré dos libros de él: La casa que arde de noche y Las glorias del gran Púas. Por supuesto que entonces también empecé a comprar Proceso, donde Garibay colaboraba, y me dije que ese señor, algún día, iba a ser mi amigo.

Lo seguí por televisión y en 1986 vino a Guadalajara para presentarse en el Auditorio Jaime Torres Bodet.

—Muy buenas noches, los felicito por haber venido a esta conferencia porque seguramente saldrán de aquí mucho mejor de como llegaron.

A mí se me escapó una pequeña risa que disimulé buscando entre la gente a ver quién había osado reírse.

Habló sobre su teoría de los diferentes estadios amorosos y sobre El collar de la paloma, de Ibn Hazm de Córdoba. Al final me formé para pedirle que me firmara un libro. Puse sobre la mesa mi ejemplar de La casa que arde de noche, don Ricardo lo tomó y abrió.

—Nombre.
—Ulises
—¡Ah!, buen nombre. ¿Qué está leyendo, joven Ulises?
—¿Cómo?
—Que qué libro está leyendo.
La broma, de Milan Kundera —contesté midiendo cada una de las cinco palabras.
—No pierda el tiempo, lea otra cosa. La literatura se hace con palabras, no con ideas —y azotó el libro en la mesa.

Cuando Arreola vio entrar a Garibay dijo: “La bestia se asoma”. Garibay rió de buena gana, se abrazaron y fuimos testigos de aquella pelea cordial que era un capítulo más en la relación de amistad–odio que tuvieron a lo largo de sus vidas.

Ese mismo año volvió a venir, el 14 de junio. Juan José Arreola y Ricardo Garibay hablarían en el Exconvento del Carmen sobre la soberbia, ¡nada menos! Cuando Arreola vio entrar a Garibay dijo: “La bestia se asoma”. Garibay rió de buena gana, se abrazaron y fuimos testigos de aquella pelea cordial que era un capítulo más en la relación de amistad–odio que tuvieron a lo largo de sus vidas. Decía Garibay: “Si quieren que Arreola vaya a algún lugar a dar una conferencia, díganle que yo ya estuve ahí, irá enseguida pretendiendo superarme, sin lograrlo, claro…”.

* * *

Muchísimos años antes, en 1952, los jóvenes aquellos eran becarios del Centro Mexicano de Escritores, junto a Juan Rulfo, Miguel Guardia, Luisa J. Hernández (que acaba de fallecer apenas el día 16), Alí Chumacero, entre otros. Arreola había leído ante varios compañeros algunos fragmentos de un libro que estaba escribiendo, La Feria. Cuando terminó, Rulfo y otros más se volcaron en halagos.

—Les estoy muy agradecido, pero, tú, Ricardo, ¿no dices nada?
—Déjalo así, Juan José, ya te han dado todos su opinión.
—Pero me interesa la tuya.
—Ya. Mira, Juan José… —y se soltó Garibay con una crítica demoledora de aquellas que solamente él sabía.
—Basta, hermano, me haces llorar, no voy a ser capaz de seguir escribiendo esto, eso no se hace cuando uno está en pleno proceso creativo, ¿qué voy a hacer ahora?, empezar de nuevo.

Aquella noche en el Exconvento del Carmen abrió Arreola:

—Hace apenas unas horas venía para acá desde Zapotlán, en el carro escuché la noticia de que Borges había muerto. Me entristecí mucho y pensé: ¡Caramba! Me estoy quedando solo.
—¡Leñe!, eso sí es soberbia pura —remató Garibay.

Cuando terminó aquella fulgurante esgrima me acerqué y le pedí una entrevista.

—Sí, pero no ahora, hijo, este viejo cansa.
—No, no, claro, ahora no, cuando usted me diga.
—Mañana, a las 12, en la recepción del hotel.
—Muchas gracias, ahí llego. ¿Qué hotel es?
—Es usted periodista, ¿no? Investigue.

Llegué al hotel Fénix a las 11:45 para buscar un lugar que nos permitiera cierta privacidad y también grabar la entrevista sin tanto ruido.

—¡Ah!, ¡qué puntualidad!
—No, no, aún no son las 12, llegué para buscar un lugar apropiado antes de verlo a usted.
—Buena idea, ya está ese lugar apartado.

Garibay había reservado un salón y ya estaba ahí dispuesta una mesa y dos sillas. Puse la grabadora sobre la mesa y el micrófono en un pequeño pedestal plástico como una púa de guitarra.

—Esta grabadora tiene al menos diez años. A ver, se quedó este pedazo de cable colgando —Garibay tomó el cable y lo subió a la mesa, movió un poco la grabadora—. No le dé tanta importancia a este aparato y preste más atención a sus oídos. Hoy los periodistas no viven sin su grabadora y están cada vez más sordos, no tienen orejas, no oyen, menos escuchan… —y fue él quien empezó con las preguntas—. Y ahora, ¿qué lee, joven Ulises? —¡caramba!, se acordó de mi nombre.
Opiniones de un payaso, de Heinrich Böll. ¿Ése sí está bien?
—No, tampoco. Antes era Kundera ¿no? Bueno, ha progresado un poco —y se rió de buena gana.

Así empezó una entrevista en la que el viejo se rió, lloró y se acordó de cosas que no tenía presentes, como que Tin Tan actuó en dos de sus guiones: El ogro (1969) y Trampa para una niña (1969). Estábamos por terminar cuando nos interrumpió una persona que entró al salón. Era un funcionario de gobierno.

—Don Ricardo, ya vine por usted, apenas nos da tiempo de llegar con el gobernador.
—Sí, ya, gracias, espéreme afuera, en un momento estoy con usted.
—¿Quiere que dejemos aquí la entrevista?
—No, usted siga.

Hice el par de preguntas que me faltaban, di las gracias y recogí rápidamente mi grabadora.

—Calma, no hay prisa.
—Lo están esperando.
—Que esperen —y prendió un Lucky Strike.

Caminamos hacia la salida del salón donde esperaba impaciente el funcionario.

—Mándeme la entrevista a mi casa cuando la publique.
—Claro que sí, don Ricardo, ¿cuál es la dirección?
—Carajo, ¿no es periodista?

* * *

Me fui directamente a la casa a transcribir y trabajar la entrevista para entregarla al periódico y seleccionar algunos fragmentos para el programa de radio. Regresé el casete, puse play: “A ver, se quedó este pedazo de cable colgando”, luego un ruido seco y el silencio absoluto… ¿Y ’ora?, ¿qué pedo? Adelanté, puse play: nada. Rewind, play: y se cortaba donde mismo.

“Los periodistas no viven sin ese aparato y están cada vez más sordos, ni oyen, ni escuchan… no tienen orejas”.

Pinche viejo, pinche don Ricardo, zafó el cable. “Los periodistas no viven sin ese aparato y están cada vez más sordos, ni oyen, ni escuchan… no tienen orejas”. Claro que escribí la entrevista, claro que se la mandé a su casa.

* * *

Lo volví a ver hasta 1992, cuando me tocó ir a recogerlo al aeropuerto, venía a dar una conferencia. En el coche habló de cosas genéricas, estaba medio enfadado, era temprano y tenía hambre. Lo llevé a desayunar, parecía que no me reconocía, yo no le dije nada. En la sobremesa, con el segundo café, me preguntó:

—¿Ahora qué lee, joven Ulises? —habían pasado seis años y volvió a la carga.
—Acabo de leer Triste domingo.
—¡Leñe! ¡Por fin! —y soltó una carcajada.

* * *

Ricardo Garibay me hizo favor de brindarme su amistad esos últimos siete años de su vida. Fue alguien sumamente generoso detrás de ese caparazón de dureza. Pude gozar, junto a Santiago Genovés (eran vecinos en Cuernavaca), de días espléndidos llenos de discusiones, vino y música.

Independientemente de la persona y el personaje, por supuesto que está su amada obra, asombrosa y perseverante, que sigue abriéndose camino. Se merece Garibay que varios sigan difundiendo y reeditando algunos de sus libros. Se merece Garibay gozar de la edición de los diez tomos de sus Obras reunidas. Él sabía de este proyecto desde 1994, no lo pudo ver, lo esperó y resignado decía: “Es mucho dinero, quién sabe, algún día…”.

Ahora tenemos su obra y festejamos sus cien años con aquel consejo: “Amar la vida a través de la literatura, al grado de que no se entienda la vida sin la literatura. Y a los que no pueden acercarse a la literatura, la sentencia terrible de Aristóteles: se joden. Nada más”. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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