La caída

La muerte y sus sinónimos son aún una zona civilizada y comprensible, donde caer indefinidamente tiene la naturalidad gloriosa de un mundo que acaba y otro que comienza.

Cartel de la serie «El hombre que cayó a la Tierra».
I can feel death, can see it’s beady eyes.
All these things into position,
all these things will one day swallow whole.
And fade out, again.
And fade out. Again.
—Radiohead

El que ha caído desde lo alto, como la hoja del árbol, acaba de conocer de frente la muerte, sin que la vida se le haya escapado, como pasa con el que, por deferencia, cede el paso a un negro instante. Porque los suspiros locos de un paracaídas, de una despedida inesperada, del candado mal cerrado en un zoológico concurrido o del semáforo en que se cruzan para siempre un iracundo y un impuntual, aunque elevan los ojos a niveles que sólo los mártires retratados conocen, no llevan a los pulmones mas que los signos, aún vitales, del fin. Y lo que no ha muerto, porque las caídas suceden con los ojos abiertos y no con los ojos cerrados de los muertos, agita, como un tambor en lo oculto, las incomprensibles y necias lecciones de los padres y otros antiguos maestros. Caer es natural, se lee y se instruye: es el caso de una cascada, las flores solitarias, de las cabras en los riscos y las distracciones de una convicción débil. Pero caer indefinidamente amedrenta los retenes valiosos de la civilización, que llegaron como advertencia y como hogar cariñoso. La caída interminable tampoco es una imperturbable condición de la naturaleza; ni siquiera es una condición natural a la cual perturbar, por inexistente. Los movimientos telúricos tiran casas, perturban las cosas, pero a la vez destruyen la bondadosa imaginación y su inexistente naturaleza, que tanto contribuye a la infinitud de una caída. La imaginación alegra la vida, aunque vuelve a la caída un extraño torbellino lleno de vicios, como el de pensar que lo indefinido es el sinónimo ejemplar de la muerte. Así, caer indefinidamente es una manera de conocer, como un sensible aforista o un paria silencioso, lo que hay dentro del pico de un buitre, pero no es una condición recomendable para entender, ante las maravillas de los procesos digestivos, un cuerpo en descomposición, que simplemente ha caído. La muerte de la que se platica y se la recuerda a toda hora, siempre que la caída sea definitiva y no infinita, silencia la imaginación al devorarla sin un ápice de traducción, y sin residuos de alguna lección. Sólo los vivos aprenden. Y aunque la imaginación sea algo ciertamente realizable, como sucede con el científico poeta, o infinita tanto como inagotable es el miedo productivo a lo desconocido, su potencial vida inexistente contraría a los realistas, que saben de lo viable y lo inviable, a la manera en que el preso conoce, como a una pequeña mascota, sus cadenas, pero no puede reproducir el canto del ave. El realista cae con tiento, pero sin sabiduría: padece la suave y estéril libertad de los pies en la tierra, del mismo modo en que se reciben, en cualquier rincón de la tierra, las noticias de una renta congelada y la salud de un enfermo. La muerte imaginada pone en entredicho al balanceado realismo, cuando lo interminable de esa caída aporta el desvariado dinamismo de la esperanza y el deterioro. Caer indefinidamente parece lo contrario a un contratiempo administrativo, tan civilizado, pero también deja a salvo al que cae de las terribles penurias de la naturaleza, que por ahora no es capaz de educar. Tal vez, especula un redactor arrogante, a la muerte frontal ni el cero, tan significativo, le es equiparable. A pesar de que la caída interminable rumia, hasta erosionarlos, los cimientos en que se asientan las casitas que cobijan a los pueblos, la imaginación con que esa caída se ahonda fuertemente es, sin embargo, el lugar más sensato que la civilización ha reservado para las cosas inexistentes. Un lugar insensato sería un viaje sin regreso; lo demás, como soñar y hacer trámites, es completamente concebible, por pensable. En tal caso tan cómodo, la muerte y sus sinónimos son aún una zona civilizada y comprensible, donde caer indefinidamente tiene la naturalidad gloriosa de un mundo que acaba y otro que comienza, pero la violencia antinatural con que una ola, al caer, no solo pone en riesgo la vida (evidentemente), sino que además nos enseña a vivir, de manera también cómoda, y ejemplar, como ciertos textos creativos. ®

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Publicado en: Narrativa

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