Deconstrucción de Sebastián

Instrucciones para una muerte simbólica

En “Naturaleza de un paisaje” Marco Esparza puso bajo la lupa, a través de cuatro piezas, la obra escultórica del también chihuahuense Enrique Carbajal, más conocido como Sebastián (1947), representante de un emporio cultural, auspiciado por las instituciones públicas.

Breve contextualización

El pasado 20 de septiembre el Congreso del Estado de Chihuahua albergó, al menos por unos instantes, la obra del artista chihuahuense Marco Esparza (1986), cuya propuesta estética se caracteriza por el minimalismo y la confrontación de la cultura chihuahuense. En “Naturaleza de un paisaje” Marco puso bajo la lupa, a través de cuatro piezas, la obra escultórica del también chihuahuense Enrique Carbajal, más conocido como Sebastián (1947), representante de un emporio cultural, auspiciado por las instituciones públicas. El siguiente texto fue leído esa noche en el edificio de Congreso ante una anémica prensa local y un incómodo representante de los diputados chihuahuenses.

A cada generación le llega el momento de mirar hacia atrás, sobre sus huellas, para identificar las de sus antecesores y poder elegir un camino nuevo que recorrer, con la esperanza de que éste conduzca hacia un río fresco, rodeado por árboles frutales.

A nuestra generación en particular le ha tocado vivir un país con crisis de identidad, cuya explicación puede ser fácilmente rastreada en pésimas decisiones políticas y en decretos hechos más con los intestinos que con la cabeza o, por lo menos, con el corazón.

Es así que cuestionamos: ¿quiénes somos?, ¿dónde estamos?, ¿cuál es este momento histórico que nos ha tocado vivir? Escuchamos el doloroso canto de las sirenas, el plomo y los gritos de víctimas. Luego fijamos la vista en aquello que supuestamente nos identifica, pero no es suficiente para respirar la tranquilidad.

Si los símbolos patrios, morales o artísticos que nos representan no cumplen con su función, entonces es tarea del individuo encontrar la identidad propia, por medio de un proceso arduo y personal, en el que se da forma a un nuevo espejo en el cual reconocerse.

Hablemos particularmente de las esculturas de Sebastián, conocidas por todos los chihuahuenses, más como puntos de ubicación geográfica que como iconos culturales. Se trata de simples pero costosos volúmenes pintados de un solo color, cuya justificación teórica bien puede realizarse en unos minutos y ser avalada por las autoridades de Chihuahua en unos cuantos minutos más.

Ciertamente es difícil desarmar un monumento, más si éste carece de función social, tal es el caso de las esculturas de Sebastián: gigantescas figuras monocromáticas que se alzan en medio del desierto; algunas de ellas son, incluso, testigos de la muerte violenta y cotidiana en Chihuahua.

Afilemos, pues, nuestras herramientas para cortar, que aquí tenemos una guía práctica y sencilla para cómo derribar gigantes. La deconstrucción urgente de estas formas nos lleva a la deformación grotesca, no sólo geométrica y material, sino del icono: queda desnudo ante nosotros y vuelve a su estado original de materia prima mediante el valor simbólico del caos.

En estas cuatro obras realizadas in situ Marco Esparza nos ofrece su visión particular —que trasciende a lo colectivo generacional— sobre la manera en que estos monumentales trozos de materia coloreada se imponen como símbolos de identidad chihuahuense, pero también de poder institucional a partir de su elevado costo económico y artístico.

Marco Esparza ha decidido que tres de estas obras no tengan título definido y sólo a una de ellas bautizó como “Instructivo para desarmar una escultura de Sebastián”. El título es una invitación para que cada espectador realice el propio trazo de una escultura y mediante este proceso tome conciencia de la fragilidad simbólica de la obra del reconocido escultor.

Hablemos particularmente de las esculturas de Sebastián, conocidas por todos los chihuahuenses, más como puntos de ubicación geográfica que como iconos culturales. Se trata de simples pero costosos volúmenes pintados de un solo color, cuya justificación teórica bien puede realizarse en unos minutos y ser avalada por las autoridades de Chihuahua en unos cuantos minutos más.

Las instrucciones son claras y están dictadas por el azar y la particularidad del proceso. Cada persona puede realizar su propia disección de la figura y, así, darse cuenta de cómo se desintegra la identidad impuesta por una generación de artistas y gobernantes anquilosados en tradiciones artísticas oxidadas.

Al desarmar cualquier pieza-símbolo el valor impuesto de identidad se desvanece y vuelve a la tierra desértica, para después poder ser reintegrado en una nueva forma, única y personal, que simbolice la individualidad y la voluntad, no lo colectivo impuesto.

En la segunda pieza apreciamos la delimitación del espacio en una forma mediante el uso de un material tan sencillo como la cinta para aislar. En el interior de la forma ha sido derramada una cantidad de agua, suficiente para que salga de la forma delimitada. El agua, que tanto nos recuerda al tiempo, también nos advierte lo ilusorio de un recipiente: en otras palabras, es el contenido y no la forma lo que importa; el concepto se impone sobre la estética. De igual manera, aplíquese este procedimiento a la identidad, cuyos límites no pueden ser impuestos por formas de poder simbólico como una escultura de Sebastián.

En la tercera de las piezas vemos tres mapas de Chihuahua, que son utilizados como patio de recreo para dar rienda suelta al trazo aleatorio. En este punto, cabe señalar, el espectador ya se ha deshecho de la identidad impuesta y está en el proceso de reconocerse/reidentificarse, de ahí la necesidad de ensayar distintas posibilidades de formas, gracias al trazo libre y sin miedo, ya que sólo de esta manera puede encontrarse un camino adecuado para el entendimiento de sí mismo.

Al recorrer la última de las piezas encontramos una instrucción final: hágalo usted mismo, hágalo con sus recursos y verá qué satisfactoria es la desacralización de un monumento, de un monstruo sagrado. Pero no olvide el elemento clave de toda obra simbólica que se precie de delimitar una identidad, no olvide los rasgos del gigante al que tanto intentamos derribar; no olvide, pues, el valor monetario, que su nueva identidad le cueste no sólo la imaginación sino el bolsillo.

Tres cajas de cartón son la materia de esta pieza. Las cajas han sido rellenadas con los residuos del monstruo, encontrados en los alrededores de cada escultura de Sebastián simbolizada en esta pieza. Debemos decir que estos desperdicios adquieren más valor que el contenido ilusorio de las esculturas originarias: la reinvención ha sido realizada, pero con un nuevo valor, más económico, más humano que el del monstruo monocromático.

Además, en esta última pieza el tamaño del monstruo escultórico es reducido mediante un proceso de escala. El símbolo de arte-poder se vuelve más pequeño, al alcance de nuestro cuerpo. El espectador fácilmente puede intervenir las piezas, incluso destruirlas si de él nace esa voluntad.

Lo que en un principio parecía una empresa mirífica de la identidad chihuahuense se ha convertido en un juego de aprendizaje, en el trascurso de cuatro sencillas y económicas etapas. Hemos derribado así el pedestal de Goliat para dar paso al caos y a la feliz incertidumbre, con la ciega esperanza de convertirnos en un nuevo mastodonte, cada vez más pequeño y humilde, dispuesto a ser sacrificado por una siguiente generación, a la que puntualmente dictaremos estas instrucciones para nuestra muerte simbólica. ®

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Publicado en: Arte, Noviembre 2012

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