El hombre y la sirenita

Fotografías de Marcos López

Marcos López, cincuenta y un años, tres décadas en la fotografía, conferenciante itinerante, docente libertino, autor de una obra que no cabe en cinco libros, ni en más de cuarenta exposiciones (individuales y colectivas), ni en un ramo de premios. Marcos López, menudo, entrecano, hombre de manos como crías de pulpo, tiene una sirena tiesa, imperfecta, ofreciendo esa sonrisa dulcemente infame desde una de las paredes del living.

I

Marcos López © Pablo Corral Vega

Un hombre de manos pequeñas en el aeropuerto de México. Lleva una sirena bajo el brazo. Es una artesanía grande —medirá un metro y medio— y sus curvas parecen trazadas por un niño. La sirena de México no tiene cintura angosta, ni ancas relucientes, ni los pechos cubiertos por una decente cabellera rubia. Sólo tiene una rara exuberancia, una cola tiesa. Una curva de carmín sobre los labios.

—Cuídenme la sirenita, por favor —suplica el hombre mientras extiende sus manos y la entrega al personal del aeropuerto.

La sirena de México sonríe tontamente, no se sabe a quién. Y parte deslumbrante —quieta— entre las maletas rumbo a Buenos Aires.

II

Marcos López está en su casa. Para llegar a él hay que cruzar una puerta de hierro, subir una escalera larga y marmórea y patear un skateboard, un bonete de cumpleaños y un par de globos desinflados. Después de la travesía, en el último escalón del viaje, estará esperando un hombre de cuerpo breve y manos pequeñas: rodeado.

Rodeado por sí mismo.

El lugar de Marcos López es un gran incendio. Hay algo escandalosamente vivo en este caserón antiguo y maquillado de espejos, fotos, esculturas. Conejos rojos.

—Tuve que irme de mi pueblo para poder tener esta casa. Y si quiero poner una pared rosada y con flores, la pongo. Y si quiero colgar un conejo rojo, lo cuelgo. Y si quiero tener una sirenita, también. Pero no fue fácil. Llegar a esto me llevó treinta años.

Marcos López, cincuenta y un años, tres décadas en la fotografía, conferenciante itinerante, docente libertino, autor de una obra que no cabe en cinco libros, ni en más de cuarenta exposiciones (individuales y colectivas), ni en un ramo de premios. Marcos López, menudo, entrecano, hombre de manos como crías de pulpo, tiene una sirena tiesa, imperfecta, ofreciendo esa sonrisa dulcemente infame desde una de las paredes del living. A su lado —al lado de la sirenita— hay una ampliación de la fotografía “El cumpleaños de la directora” —perteneciente a su ensayo Sub-realismo criollo (año 2000)— y en ese tramo de pared, en el espacio repartido entre la sirenita y la imagen, puede resumirse buena parte del pasado y el presente de este hombre.

—Mi pueblo, mi adolescencia, mi iniciación sexual, mis preceptos morales, familiares y culturales: todo aquello de lo que huí se resume en esta foto.

El primer libro de fotos de Marcos López se llamó Retratos, transcurrió en blanco y negro, y fue editado en 1993. Desde entonces Marcos hizo un cambio drástico: el mismo año de la edición de Retratos se pasó al color y empezó a trabajar sobre una serie titulada “Buenos Aires, la ciudad de la alegría”

En la foto hay un tópico —la mortal rigidez de las instituciones— acompañado por algunos símbolos festivos —banderines, globos, torta de dos pisos— que le dan a la escena un sabor especialmente amargo. Aunque fue tomada en Buenos Aires, Marcos sabe que esa foto habla de Santa Fe, la provincia —ubicada al noroeste de Buenos Aires— donde nació y creció. El lugar en el que resistió, hasta que pudo irse.

Hijo de un ingeniero y una docente de escuela primaria, Marcos pasó su infancia y su adolescencia caminando al ritmo de la moralidad inerte de los pueblos de provincia. Primero vivió en Gálvez, un villorio agrícola-ganadero, y a los trece años se mudó con su familia a la ciudad de Santa Fe. Marcos tiene recuerdos de esos años. Recuerda el Club de Regatas y se recuerda a sí mismo en una gran terraza, mirando las clases de patinaje sobre ruedas, contemplando extasiado los cuerpos breves de las niñas mientras el sol se hundía y todo era naranja.

—Papá, quiero tomar clases de patín.

Dijo alguna de esas tardes. Su padre lo convenció de lo contrario. Marcos decidió, entonces, no contar su otra fantasía: quería ponerse un tutú rosa, bailar clásico, flotar en el limbo esponjoso de sus propias ideas. Ni siquiera es que Marcos fuera gay: era curioso. Pero en los mundos de provincia, ser curioso y dedicarse al crimen es más o menos lo mismo.

En cuestión de días, la familia decidió que Marcos sería deportista. Lo mandaron a hacer rugby —iba con sus compañeros del colegio de curas—, básquetbol, tenis; lo impulsaron a pasar tardes enteras en el Jockey Club (un espacio de aristocracias rancias que se inundaba cada tanto), y de a poco fueron construyendo el recuerdo que Marcos tiene de esos tiempos: el de una ciudad húmeda. Una ciudad encerrada en un eterno invierno.

Y entonces pasó algo. Fue en 1978. Era el Mundial de Fútbol —en plena dictadura military— y la Argentina gritaba los seis goles dudosos al seleccionado de Perú. Pero Marcos, desde la platea baja del estadio, miraba otra cosa. A metros nomás estaban los fotógrafos. Parapetados a los lados de la cancha, armados de cámaras, camperas, credenciales; siguiendo la coreografía urgente de los cambios de lente y manoseando de una forma tosca y a la vez tan noble sus equipos último modelo, estaba eso: el ideal masculino en acción.

—Querer ser uno de ellos —dice— era como querer ser el modelo rubio de los cigarrillos Camel.

De ahí en más, Marcos estudió cinco años de Ingeniería con la certeza de que sólo le importaba tomar fotos. Eran, jura él, buenas imágenes. O al menos eran el resultado de una intuición exquisita: Marcos sabía cómo armar el cuadro, componer, resolver las relaciones entre figura y fondo, dialogar con la luz con la misma naturalidad con que otra gente dice dialogar con dios.

—Por eso digo que es difícil enseñar a componer en fotografía. A mí nadie me enseñó.

Lo único que Marcos estudió metódicamente fue Ingeniería, y abandonó en el último año. Después hizo cursos. En 1978 supo del I Coloquio Latinoamericano de Fotografía, que se realizaba en México, y encontró allí un modelo a seguir. Seis años después, en 1984, se enteró de que había un II Coloquio en La Habana y viajó sin que nadie lo invitara. En esos tiempos armó el Núcleo de Autores Fotográficos junto a otros colegas: Eduardo Grossman, Eduardo Gil, Ataúlfo Pérez Aznar, Hellen Zout y Oscar Pintor, entre otros. Y supo que a pesar de tanta formación libertina, él tenía maestros.

Hace tiempo, en un Máster de Fotografía de la Universidad Nacional de Bogotá tuve que decirle a uno: “Estos paisajitos están mal, en esta época no me podés venir con cuatro paisajitos, o te ponés las pilas o a este taller no lo llamamos máster”. Pero igual: ¿Cómo le enseño a componer y a usar el color? Cuando doy clases digo todo tipo de barbaridades y mis alumnos básicamente quedan congelados.

—Tengo maestros, claro. A Gabo, maestro mío en la Escuela de Cine de Cuba, le tengo un lugarcito entre los santos. También ha sido mi maestro Pino Solanas (cineasta y político peronista argentino), de quien fui asistente un año entero. Me gusta eso que tiene de trabajar y trabajar, de creer en las cosas, de escucharlo hablar del problema de los ferrocarriles desde hace veinticinco años. Mi papá también me transmitió esa honestidad y esa prepotencia de trabajo. Y también siento las influencias de Graciela Iturbide, de Manuel Álvarez Bravo, de Sebastião Salgado, de Antonio Berni, de Diego Rivera. Pero hay cosas que no se enseñan. Por eso en los talleres que doy me siento tan incómodo.

—¿Qué te incomoda?

—Que hay cosas que, en un punto, tienen que ver con algo transpersonal. Hay sentimientos que están en vos desde tu nacimiento o desde antes. Creo en eso. Y por eso no me gusta dar clases. ¿Qué le puedo decir a un tipo? Hace un tiempo, en un Máster de Fotografía de la Universidad Nacional de Bogotá tuve que decirle a uno: “Estos paisajitos están mal, en esta época no me podés venir con cuatro paisajitos, o te ponés las pilas o a este taller no lo llamamos máster”. Pero igual: ¿Cómo le enseño a componer y a usar el color? Cuando doy clases digo todo tipo de barbaridades y mis alumnos básicamente quedan congelados.

—Ahora no estás dando clases.
—No en Argentina, pero sí en otros países.
—Así luego nadie puede ir a buscarte.

—¡Claro! Voy tres días a Colombia, hago pum pum pum, los alumnos se quedan atontados y ahí es cuando huyo a México, y luego a Perú. Tengo esa lógica de los vendedores de cosas falsas, que escapan antes de que los compradores se den cuenta. Me gusta situarme en ese lugar de vendedor. ¿Viste en los valles andinos, que los lugareños hacen una artesanía y bajan a vendérsela a los turistas? Bueno, yo también vendo las artesanías a los museos y a las galerías de arte.

—Sos un vendedor de espejitos.
—En cierto modo, sí.

Su última intervención fue en la Feria del Libro de Artista de México. Tiró sus espejos al aire y huyó corriendo al aeropuerto, con la sirena bajo el brazo.

III

El primer libro de fotos de Marcos López se llamó Retratos, transcurrió en blanco y negro, y fue editado en 1993. Desde entonces Marcos hizo un cambio drástico: el mismo año de la edición de Retratos se pasó al color y empezó a trabajar sobre una serie titulada “Buenos Aires, la ciudad de la alegría” (que luego quedaría incluida en Pop Latino, publicada en el año 2000 por editorial La Marca). Una vez que ese cambio abrupto sucedió se volvió bastante fácil reconocer una foto de Marcos López. Porque su estética es teatral —a veces, casi publicitaria— y porque en la entrelínea de esos colores vibrantes, del pringoso carnaval de los escenarios, hay —como en los buenos poemas— un trazo de lenguaje que nunca fue dicho. Y en el caso de Marcos López, ese lenguaje es incómodo, furioso: asfixiante.

Algunos críticos dijeron que las fotos de Marcos documentaban como ninguna otra el descalabro de la Argentina en tiempos de Carlos Menem. Que sólo en ellas podía verse una auténtica puesta en escena del dolor. Que detrás de esa guirnalda de máscaras felices estaba, desnuda y escondida, la muerte misma.

—No fue una decisión deliberada, la de documentar el menemismo. Esas fotos reflejan el espíritu del descalabro, de un país de cartón pintado. Yo soy como un director teatral coordinando una puesta en escena, y además abordo la foto desde un lugar pictórico. Permanentemente doy instrucciones al retocador digital para que modifique los colores en función de la puesta que generé.

Esta forma de trabajo modifica drásticamente el sentido de “lo documental” en fotografía.

Algunos críticos dijeron que las fotos de Marcos documentaban como ninguna otra el descalabro de la Argentina en tiempos de Carlos Menem. Que sólo en ellas podía verse una auténtica puesta en escena del dolor. Que detrás de esa guirnalda de máscaras felices estaba, desnuda y escondida, la muerte misma.

—Es que “lo documental” ha cambiado. De hecho, en México vi un trabajo documental en blanco y negro sobre los migrantes que van de El Salvador, Guatemala y Honduras hasta Estados Unidos, pasando por México. Obviamente es una odisea, los asaltan, los matan… Pero, sinceramente, un documental que veo a las tres de la mañana haciendo zapping en la CNN me dice mucho más que esas diez fotos. Estoy tirando carne a los leones para que me ataquen, pero pónganse a pensar, señores, que con una camarita G9 y una tarjeta de diez megas filmás quince minutos en alta resolución con audio. Entonces, ¿cuál es el sentido de la fotografía documental exhibida como tal en un museo o una galería o una sala de arte?

—Vos decís que no alcanza ya con registrar un momento…

—Claro. Porque tampoco vamos a hacer foto documental para el club de los melancólicos de Life. Digo: las fotos que tomó este fotógrafo tan valiente, que seguramente pasó un año arriesgando su vida en la frontera maya, queda anulada por un documental espectacular que veo de madrugada, donde cada tipo me habla, el sonido es perfecto, y entiendo todo en un minuto. Entonces el documentalismo como tal, como Eugene Smith, como Salgado, ya no me interesa.

—¿Qué te interesa?

—Que no me rompan la sirenita. Mi preocupación central es como una poética de la fragilidad, del absurdo. Porque, ojo: yo no me animo a acercarme ni a quince kilómetros de la frontera maya, ¿se entiende? Yo iría a un hotel cinco estrellas a fotografiar con un teleobjetivo desde la ventana. Esto lo aclaro para que no digan que Marcos López habla al pedo. O en pedo. Aclaremos que esta charla es a mediodía, y no a las cuatro de la madrugada.

IV

En Gálvez, cuando era chico, estaba su madre. Era maestra. Trabajaba en una escuela y una de sus funciones era la de escribir discursos para los actos patrios. Marcos recuerda los atardeceres de domingo, la comida —y sus olores— cocinándose para la noche, el descalabro de la hora de hacer los deberes, alguna abuela hablando y su madre, crispada, escribiendo el discurso y diciendo que estaba neurasténica. Nadie sabía qué era “neurasténica”. Son tantas las cosas que se recuerdan y sin embargo no se saben.

Al día siguiente, acompañados por una vecina o la empleada doméstica, Marcos y su hermana iban a la escuela vestidos y peinados con rigor onomástico y escuchaban el discurso. Siempre —recuerda Marcos— hacía frío. El frío atravesaba los carnavalitos y los pericones, las voces de su madre ante el micrófono, los besos de las señoras viejas, el olor del chocolate. La Madre Patria era ese raro contraste entre el dolor de la intemperie y los excesos de la periferia.

—Creo que esas escenas son el germen de mi obra. La estética de los actos escolares y las fragancias de algunas de las empleadas que nos cuidaron en la infancia.

—En uno de tus textos decís que sólo podés pensar en colores. ¿Por qué?

—Porque me olvidé de pensar en blanco y negro, como sí logran hacer otros fotógrafos. Y porque creo que el color me da más elementos de opinión. Me interesa mostrar la violencia en la desigualdad social de América Latina de la mano de la alegría. Hace unos días, María Bethania decía en un documental de televisión que la samba está hecha de tristeza, qué más complejo que Río y las favelas. Del mismo modo, yo decido hablar de mis dolores, mis muertos y mis duelos como un Andy Warhol trasnochado, en su resaca de tequila de segunda categoría. Además, me interesa reivindicar nuestra salvaje América Latina, nuestro modo de pensar y de expresarnos estéticamente con una personalidad por la que no tenemos que pedir permiso a nadie. Yo no necesito que venga el curador del MOMA o la señora de la Escuela de Dusseldorf para decirme qué está bien y qué está mal. Qué me importa lo que digan.

—Trabajás con colores exaltados como forma de tocar con lo oscuro.

—Sí. Además, yo soy muy temeroso también. O sea: ya no tomo cerveza los lunes a las cuatro de la mañana con los travestis de Constitución. Si me interesa algo, voy en taxi y miro por la ventana. Y no tomo más alcohol, no tomo drogas, tengo que llevar a mis hijos al colegio. Hay algo de ese chico de provincia pudoroso que sigue totalmente en mí. Ese chico de pudoroso que sale del baño con una toalla para que su mujer no lo vea desnudo, ése también soy yo.

IV

Una tarde habló con un ángel.

Paseaba por la Bienal de Valencia —España— y se quedó inmóvil ante una versión de La Última Cena realizada por el fotógrafo japonés Hiroshi Sugimoto. Era una copia en blanco y negro de un montaje hecho con muñecos de cera. Ahí, dice Marcos, bajó el ángel y le habló al oído:

—Qué esperas, chaval —le dijo; era un ángel español—, regresa ya a tu país y haz de una vez tu propia cena.

Marcos bajó del avión en el aeropuerto de Ezeiza, pasó por su casa para dejar el bolso y se fue en su auto viejo rumbo a la provincia de Córdoba. Allí compró un tablón de madera usado, les pidió a un par de fotógrafos (ex alumnos suyos) que lo asistieran, convocó a quince amigos y a un productor teatral, y organizó un gran asado. La fotografía —titulada “Asado en Mendiolaza”— es una inclasificable fusión de “La última cena” de Leonardo, con “Los borrachos” de Velásquez, íntegramente rociada por varios litros de vino de mala calidad. La hizo sin grandes preciosismos técnicos: velocidad 125 y diafragma 11, un par de flashes para dar un efecto de luz irreal, y el aire acuchillado por el sol del mediodía.

—Y algo de retoque digital para arreglar algunos errores que hice producto de que, cuando saqué la foto, ya estábamos todos medio en pedo.

Ese asado y esa foto —que terminó siendo un ícono del arte pop argentino— sucedieron en octubre de 2001, dos meses antes de la gran debacle argentina (que derivó en treinta y cuatro muertos, la disparada del dólar y la huída de un presidente por la azotea de la Casa de Gobierno). De ahí que poco tiempo después, infinidad de críticos dijera que ése —el de Marcos López— había sido el verdadero “último asado nacional”. Una suerte de presagio. La anticipación de una decadencia que jamás llegó, porque jamás se fue.

Ese asado y esa foto —que terminó siendo un ícono del arte pop argentino— sucedieron en octubre de 2001, dos meses antes de la gran debacle argentina (que derivó en treinta y cuatro muertos, la disparada del dólar y la huída de un presidente por la azotea de la Casa de Gobierno). De ahí que poco tiempo después, infinidad de críticos dijera que ése —el de Marcos López— había sido el verdadero “último asado nacional”. Una suerte de presagio. La anticipación de una decadencia que jamás llegó, porque jamás se fue.

—Siempre me intereso en que mi obra hable de la periferia, mostrar la textura del subdesarrollo. La pegajosidad de los manteles de hule. Trato de que mi trabajo tenga el dolor y la desprolijidad de la América mestiza. En breve, por ejemplo, voy a inaugurar en Santa Fe una exposición llamada Vuelo de Cabotaje, que tiene que ver con eso. Siento que no nos da el cuero para el primer mundo, sólo estamos en un vuelo entre Tacna y Arequipa y el mismo que te hace el check in es el que te lleva la maleta y el que te recibe con otro uniforme. Esa precariedad emocional, en un punto, es mi andarivel. Por eso la sirenita —señala su pared—. Ésta es una mala copia de la sirenita de Walt Disney, y sin embargo es mucho más bella. Es —la golpea como si llamara a una puerta— es bárbara.

—¿Por qué esa recurrencia con las sirenas?

—Porque creo que en las sirenas hay una respuesta del Sur al Norte. Se me ocurrió después de ver la sirena de Hans Christian Andersen en el puerto de Copenhague. Cuando la vi tan perfecta se me activó el chip y pensé: “¿Ustedes tienen ésta? Okay, muy linda, ahora les voy a presentar al sirenito del Río de la Plata”. Entonces vine y armé la versión subdesarrollada. Armé un triste sireno (disfracé un modelo) y lo puse en nuestro río, rodeado de deshechos. Lo hice para provocar.

—¿Provocar qué?

—Un impacto que considero necesario. Hay que poner sobre la mesa esta textura subdesarrollada en la que hemos nacido. Somos un país educado en función del ideal de “progreso”, y eso nos impidió conectar con nuestros dolores y nuestras imperfecciones.

—En tus textos mencionás una frase de tu padre, que ante una situación doméstica triste dijo “Hay que apechugar”.

—Exacto. Eso es algo muy argentino. Y muy de los inmigrantes. Acá se pasaron apechugando el dolor de dejar su tierra. Fuimos afectivamente criados por abuelos nostálgicos que encima no querían asumir su nostalgia. Por lo menos decí: “Para qué mierda estoy en este país salvaje si quiero estar tocando la gaita en Galicia”. Pero no se han dado espacio para decirlo. Porque ese silencio es parte de la idea de progreso. Y quizás, más que progreso, cuando yo era chico estaba necesitando un abrazo. Justo acabo de escribir un texto sobre esto. Lo vamos a poner en el museo Rosa Galisteo de Rodríguez, que queda en Santa Fe, a una cuadra de la casa de mis padres. Ellos están viejitos y yo estoy poniendo esto en un cartel gigante.

—¿No será un disgusto?

—No, porque yo también les digo que los quiero. Y los hago parte de estas cosas. De hecho, ahora estoy construyendo un ekeko [dios aimara de la abundancia] gigante en el museo de Santa Fe. Un ekeko pop. Entonces la mandé a mi madre, que es absolutamente metida, para que vaya a hablar con el director del museo y le explique que ella y un grupo de tejedoras le va a construir el gorro al ekeko. Mi mamá debe estar volviendo loco al director del museo.

—Hablás mucho del dolor, pero uno te escucha y no te nota muy triste.

—Entiendo. El que me escucha tiene ganas de decir “No te quejés, si no parás de reírte desde que llegamos”. Yo digo que me divierte, me apasiona todo esto. Creo que es como una recomendación médica la cuestión de exorcizar el dolor a través del humor o la ironía. Porque si no me enfermo de gastritis. Y además creo que en mí hay un niño que nunca maduró. Intuitivamente, no hay otra alternativa que dejar libre ese enfant terrible de 51 años, porque ese niño tiene que terminar de salir. Es una cosa de salud social. De no convertirme en un psico killer o en un cocainómano.

Marcos hizo budismo tibetano, medita con la respiración, es experto en psicodrama.

Y la novedad es que ahora va a dos —él los llama— psicólogos. Una bioenergetista transpersonal que canta “omm” y gravita sus manos sobre el corazón de Marcos, y un psiquiatra que le dice cosas como “ella (por la otra psicóloga) es tu mamá y yo soy tu papá”. Aunque también hace otros comentarios.

—Marcos —le ha dicho—, vamos al punto porque ya estás grande y no hay mucho tiempo. ¿Sabés qué observo? Que te salvás de caer en las profundidades de los vicios y de la depresión porque todo el tiempo estás haciendo tu propia terapia.

V

Menudo, liviano, sentado en un sillón verde y anabólico, envuelto en sus colores como si esa exaltación mayúscula fuera en realidad su cuna, Marcos dice que ya no quiere más fotos: quiere pintar. Sueña con recluirse en Colastiné, provincia de Santa Fé: un lugar cerca del río donde él se animaría a vivir sin el sabor punzante de la bilis trepando a la garganta. En Colasiné estarían sólo él con su familia, su respiración, su paisaje y sus acuarelas.

—Parece una pose porque siempre estoy amenazando con retirarme y nunca lo hago. Pero la realidad es que cada vez hago menos fotos. Hago seis por año. O cuatro. Ya estoy cansado de las cámaras, ni siquiera sé usarlas bien.

Y si no fuera en Colastiné, pues entonces sería aquí, en Barracas: un barrio porteño de calles empedradas, galpones, y edificios antiguos que vienen resistiendo de manera impar los cachetazos del tiempo y las inundaciones. Cuando llueve —principalmente cuando llueve— Barracas es un lugar desgraciado y sin máscaras. Pero hoy hay sol.

De la calle llegan Lena (su mujer, una cubana de sobria nostalgia), Aliona (su hija) y un perro que a Marcos le resulta insoportable.

—Cuando te casás viene el perro y el perro te rompe los sillones. Y además, ya casado no podés salir a las cuatro de la mañana. Ahora no me junto con travestis de Constitución a las cuatro. Porque a mi mujer no le gustaría. Y porque si le gustara sería todavía más preocupante.

—Y quizás porque ya no te interesa.
No, claro.
—¿Y qué te interesa?

Marcos piensa, sonríe.
—Me interesa tener una persona ahora, arriba, pintando un retrato de San Martín.

En la terraza, arriba: una persona.

Una mujer de cabellos largos, ropas manchadas, taburete con frascos de pintura, frente a una pared medianera en la que puede verse esto: el retrato de Bolívar, el de Evo Morales, el de San Martín. Marcos quiere pintarlos, asumiendo el costo económico de contratar a alguien para que pinte próceres en su terraza —un costo que pone a Lena serenamente nerviosa— para luego hacer reproducciones fotográficas y usarlas en un montaje que está armando.

En ese montaje —un inmenso collage de imágenes que ahora se encuentra en el hall de distribución— pueden verse figuras como éstas: Evo, el Che, Fidel, Jesús, los Lakers, dos bustos de Perón y Evita flotando sobre un salvavidas en una pileta de lona, el Iwo Jima de Joe Rosenthal, los Bulls, la Madre Teresa de Calcuta, el rostro de Jackie O., el de Amalita Fortabat (una de las dueñas de la Argentina) y otra infinidad imágenes que no hacen más que componer el mosaico atolondrado, babélico, incurable del espíritu latinoamericano.

—Me di cuenta de que decir que el mundo está mal, o hacer observaciones críticas, agudas o irónicas de los problemas, no me sirve. Entonces, señores, démosle paso al niño interior. Porque cuando sufro excesos de ironía, termino diciendo: “Marcos, wait a moment, dejemos paso a la compasión, a una mirada más tierna”. También es una expresión de deseo en mí. La sirenita… que yo me haya traído esa sirenita en el avión es lo que yo pienso de la vida.

Por algo, explica, le gustan los colores, los trazos ingenuos, la búsqueda del diamante en una bolsa de confetti.

—Por algo —dice y extiende sus brazos— por algo mis manos son pequeñas. ®

Publicado originalmente en la revista Nuestra Mirada, revistanuestramirada.org en octubre de 2009. Se reproduce con permiso de la autora y el editor.

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Publicado en: Fotografía, Septiembre 2011

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