EL LLAMADO SECRETO

«Cuando te conté el episodio, Severino Salazar, habrías de darle otra vuelta a la trama, al decirme que Darío, hoy en día, lleva una vida de clochard, como yo, como aquel que va por la banqueta cargando las bolsas con los residuos de ayer, del camino.»

Mientras espero la luz verde del siga para atravesar el Eje Central se abre el capullo del ligue con una sonrisa y una mirada: milagro al que sigue el milagro de una llovizna previa al fin de año (¿premonición de las cabañuelas?).

Me desentiendo del anzuelo arrojado con una leve sonrisa y echo a caminar en dirección al Café de los Azulejos, ya próximo, como próximo está el fin de año y la visita al parodoncista, a la vuelta de una semana. Llevo un libro bajo el brazo y cargo un periódico que enarbolo como paraguas mientras me acerco a las puertas batientes del café que me espera en lo que pasa el chubasco, mientras el capullo abierto del flirt sigue su camino en dirección al Zócalo, olvidado de mi presencia como un semáforo que ha pasado del ámbar al verde.

Mis pasos me llevan a la barra, a la sección de fumadores y solitarios en donde cada día se reúnen las mismas caras desde las Leyes de Reforma y el atardecer del Porfiriato. Escojo un asiento a modo de periquera.

Para concentrar mi atención, giro levemente la lectura a la derecha para no distraerme con la conversación de un par de turistas que charlan animadamente de vacaciones soleadas y esas cosas.

De pronto, con esa sensación que deja el rabo de un felino al pasar por el chamorro, o el aleteo cuasi silencioso del murciélago, siento un roce en la valenciana del pantalón: es alguien que acomoda dos bolsas cerca de mis pies y se sienta en el taburete de al lado: es el poeta Darío Galicia, a quien no veo desde hace (casi) dos décadas. Por temor a que me identifique, giro levemente la lectura a la izquierda, pese a que los extranjeros siguen con su cháchara. Me viene a la memoria Los detectives salvajes y la muerte, en Blanes, de su autor, Roberto Bolaño, y el deceso de Mario Santiago, otro de los protagonistas de la novela del chileno.

—¿Me obsequia su hora? —me arroja el poeta al perfil que le muestro de lector ausente, ajeno a la penúltima tarde de diciembre. Sin consultar el reloj le suelto un cortante “las seis” y prosigo fingiendo fingir que finjo leer mientras, afuera, la lluvia prosigue. Antes de mi emigración de la ciudad a algún punto del norte del país, inicios de 1986, y como parte de su ciclo de convaleciente del aneurisma cerebral, el poeta —en una de las innumerables charlas que teníamos en casa—, me confesó haber recuperado la capacidad de eyaculación, al tiempo que me contaba sus aventuras con personas del medio literario y teatral. Recuerdo que en una ocasión Darío había sido invitado a casa de Carlos Monsiváis a una reunión de amigos del medio literario y donde, esa vez, sólo llegó el poeta de “Historias cinematográficas” a quien el otro trató de seducir y, dado el asedio, Darío optó por dejar con un palmo de narices, sin que aquel viese cumplidas sus pretensiones. Ese pasado removido de dos décadas atrás, decía, y una ciudad que ya me es ajena, además de un párpado caído como el de Jorge Luis Borges, hizo que me agazapara ante la posibilidad de un reconocimiento mutuo.

Como el poeta intuyó una atmósfera hostil de mi parte y otra indiferente de parte de la mesera que atendía esa franja del Café de los Azulejos, Darío Galicia optó por retomar sus bolsas de polietileno y encaminarse a la calle, donde seguía la lluvia. Al verlo salir, con un sentimiento de culpa y una congoja presentes como el perfil de un vampiro a un tiempo atrayente y repulsivo, lo vi desaparecer entre las puertas. Cuando te conté el episodio, Severino Salazar, habrías de darle otra vuelta a la trama, al decirme que Darío, hoy en día, lleva una vida de clochard, como yo, como aquel que va por la banqueta cargando las bolsas con los residuos de ayer, del camino.

A menudo Darío Galicia y yo coincidíamos en los talleres de creación literaria de Óscar Oliva y en el de Juan Bañuelos, al tiempo que él estudiaba Letras inglesas y Uriel Martínez Letras españolas, y al igual que todo mundo confluíamos en “el aeropuerto” —espacio común de convivencia entre los estudiantes de diversas licenciaturas entre una clase y otra—, lugar en el que, una tarde, el poeta me dijo.

—Uriel, hagamos un acto contracultural: vamos a besarnos. Yo no lo pensé dos veces, pues sabía que me faltaría coraje para hacerlo pasado cierto instante. Lo hicimos, recuerdo que cuando empezó a meterme la lengua más allá del paladar y luego de transcurrido el tiempo que según yo lleva el darse un beso en un sitio público como una acción heterodoxa, lo aparté y le dije: “Ya”.

Debo decir que una de mis grandes fobias son las citas al dentista, que desde la víspera empiezo a experimentar una tensión progresiva. Esta vez la cita se programó con un mes de antelación, pues requiero los servicios profesionales de un especialista, especialista en encías, que, según me advirtió mi dentista, me abrirá la mandíbula superior para eliminar el cochambre que se acumula en las piezas y evitar, así, la pérdida progresiva de éstas al paso del tiempo. Ya concertada la cita telefónica desde Zacatecas el parodoncista me advirtió que consiguiera con tiempo una medicina para prevenir cualquier infección y otra contra el dolor. Pastillas que habré de ingerir con agua purificada determinado tiempo previo a la consulta.

La tensión progresiva me lleva, esa tarde cercana al fin de año, a no percatarme a tiempo de mi llegada a la última estación del metro, donde debo bajarme para abordar un camión urbano. Caigo en cuenta de mi descuido cuando el vagón cierra las puertas como cuchillas y los pasajeros que han abandonado oportunamente el tren, alcanzan a verme como se ve a un hechizado. Es la primera vez que no sé hasta dónde irá la enorme fila de vagones conmigo en las entrañas.

Tuvieron que pasar varios días para percatarme de que esa tarde del no encuentro con el poeta, en el Café de los Azulejos, yo portaba una gorra deportiva, obsequio de ti, Severino, que me trajiste de recuerdo de Santiago de Compostela (Galicia), con el rótulo de origen inscrito entre sien y sien, justo en la frente (a la altura en que algunos tienen el “tercer ojo”), como un acto fortuito de invocación (a los Infrarrealistas) y destino; prenda que sólo utilizo cuando me remonto a ese pasado tan lejano y tan fresco como nuestra respiración. ®

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Publicado en: Abril 2010, Narrativa

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