El viaje de Bolaño

Los trashumantes salvajes

El viaje de Bolaño va aferrado a la palabra exilio, no sólo porque los protagonistas viven como si estuvieran en permanente huida, sino porque buena parte de ellos son nómadas, exiliados de las dictaduras latinoamericanas, combatientes revolucionarios o novelistas y poetas fracasados.

Para Cristina Rojas Rosas

The Billy Boys © Jack Vettriano

En Venezuela hay una expresión que lo grafica muy bien: la palabra “putear”, que, desde luego, no figura en ningún diccionario, pero que en mi país significa algo como “Desprestigio sobre alguna persona o hecho por acción y efecto del exceso y la repetición”. Es decir, cuando algo se repite mucho y se convierte en un lugar común, se dice que lo “putearon”, que está “puteado”. A Roberto Bolaño lo hemos puteado demasiado, lo hemos manoseado tanto que lo hemos reducido a una caricatura de sí mismo. Hoy es el símbolo perfecto de la ignorancia literaria. Así como los apellidos Tarantino y Almodóvar salen de las bocas de aquellos que no saben nada de cine, Bolaño y García Márquez salen de las bocas de todos los que quieren vestirse de prestigio, de todos los que quieren pontificar sobre literatura latinoamericana. Si hablar o escribir de Bolaño me causa urticaria, es seguro que al lector le causará algo muy parecido al aburrimiento. Es lo que pasa con los lugares comunes: son aburridos.

Si Bolaño siguiera vivo cabría imaginar dos cosas. La primera es que no se habría convertido en ese repetido referente de escritores ignorantes; la segunda es que, sin duda, habría sido el propio Bolaño el encargado de destruir su iconografía, restarse méritos y aborrecer esa imagen que se tiene de él. Precisamente su penúltimo libro, El gaucho insufrible [Anagrama, 2003], publicado antes de su póstuma y monumental novela 2666 [Anagrama, 2004], recoge la conferencia “Los mitos de Cthulhu”, donde el chileno desacraliza la figura de los escritores contemporáneos:

Los escritores actuales no son ya, como bien hiciera notar Pere Gimferrer, señoritos dispuestos a fulminar la respetabilidad social ni mucho menos un hatajo de inadaptados sino gente salida de la clase media y del proletariado dispuesta a escalar el Everest de la respetabilidad, deseosa de respetabilidad. Son rubios y morenos hijos del pueblo de Madrid, son gente de clase media baja que espera terminar sus días en la clase media alta. No rechazan la respetabilidad. La buscan desesperadamente. Para llegar a ella tienen que transpirar mucho. Firmar libros, sonreír, viajar a lugares desconocidos, sonreír, hacer de payaso en los programas del corazón, sonreír mucho, sobre todo no morder la mano que les da de comer, asistir a ferias de libros y contestar de buen talante las preguntas más cretinas, sonreír en las peores situaciones, poner cara de inteligentes, controlar el crecimiento demográfico, dar siempre las gracias.

No es de extrañar que de golpe se sientan cansados. La lucha por la respetabilidad es agotadora. Pero los nuevos escritores tuvieron y algunos aún tienen (y Dios se los conserve por muchos años) padres que se agotaron y gastaron por un simple jornal de obrero y por lo tanto saben, los nuevos escritores, que hay cosas mucho más agotadoras que sonreír incesantemente y decirle sí al poder. Claro que hay cosas mucho más agotadoras. Y de alguna forma es conmovedor buscar un sitio, aunque sea a codazos, en los pastizales de la respetabilidad. Ya no existe Aldana, ya nadie dice que ahora es preciso morir, pero existe, en cambio, el opinador profesional, el tertuliano, el académico, el regalón del partido, sea éste de derecha o de izquierda, existe el hábil plagiario, el trepa contumaz, el cobarde maquiavélico, figuras que en el sistema literario no desentonan de las figuras del pasado, que cumplen, a trancas y barrancas, a menudo con cierta elegancia, su rol, y que nosotros, los lectores o los espectadores o el público, el público, el público, como le decía al oído Margarita Xirgu a García Lorca, nos merecemos.

Creo que debemos rescatar a Bolaño, no a ese escritor cool al que todos los días le salen imitadores de pacotilla y cuya obra sirve para epigrafear (permítanme el verbo inventado) cuentos y novelas insulsas, sino al Bolaño de verdad, al que nos propuso con sus libros una nueva forma de abordar la literatura latinoamericana, que nada le debía al boom, ese complejo de Edipo que en Latinoamérica no hemos superado. Ya en esa misma conferencia Bolaño dedicaba unas palabras a Vargas Llosa y García Márquez, escritores que, al decir del autor de Nocturno de Chile, “…dejan delfines lamentables, escritores epigonales, pero claros y amenos…”. Por cierto, como ya lo nombré, creo que a García Márquez no hay que rescatarlo, él está muy contento con haberse convertido en la caricatura de sí mismo que es hoy en día.

Así que hablemos de Bolaño, y más específicamente, del viaje en la obra maestra del chileno, Los detectives salvajes [Anagrama, 1998; Caracas: Monte Ávila, 1999].

“Nunca más lo volví a ver”

Los protagonistas de Los detectives salvajes no son turistas, tampoco son propiamente exiliados, más bien son trashumantes.

Todos viviendo en sitios que no les pertenecen, todos extrañando algo y llevando consigo una derrota, como cualquier exiliado. Los personajes de esta novela no viajan por placer, sino porque es la única forma de mantenerse con vida.

El poeta Juan García Madero nos narra en la primera parte del libro, Mexicanos perdidos en México (1975), su encuentro con los protagonistas de la novela, los poetas Arturo Belano y Ulises Lima, nombres que vagamente encubren a Roberto Bolaño y Mario Santiago —poeta mexicano junto al que Bolaño fundara el movimiento de los infrarrealistas—, quienes andan en la búsqueda de la poeta Cesárea Tinajero, fundadora, en los años veinte, del movimiento real visceralista, del que ambos se sienten herederos, al punto de fundar una réplica a mediado de los años setenta. También se nos cuentan algunos hitos de iniciación de Madero, como su interrumpido encuentro sexual con la mesera Brígida, la pérdida de la virginidad en los brazos de María Font y, finalmente, su encuentro con Lupe, una prostituta adolescente de la que se enamora y cuyo proxeneta iniciará la persecución que culminará, en la tercera parte de la novela, Los desiertos de Sonora (1976), con la muerte de Cesárea Tinajero, y con ella, la muerte de la aventura poética que los protagonistas emprendieron. Es a partir de esta muerte, por demás tragicómica, cuando se iniciará el viaje de la novela, el de los parias protagonistas, cuyas vidas conoceremos a través de decenas de narradores-testigos quienes compartirán con ellos en algún momento determinado.

El viaje de Bolaño va aferrado a la palabra exilio, no sólo porque los protagonistas viven como si estuvieran en permanente huida, sino porque buena parte de las personas que narran los fragmentos que componen la monumental segunda parte del libro son nómadas, exiliados de las dictaduras latinoamericanas, combatientes revolucionarios o novelistas y poetas fracasados; todos viviendo en sitios que no les pertenecen, todos extrañando algo y llevando consigo una derrota, como cualquier exiliado. Los personajes de esta novela no viajan por placer, sino porque es la única forma de mantenerse con vida.

Los encuentros amorosos, las amistades y hasta las militancias políticas tienen un carácter efímero e inacabado. En buena parte de las voces narradoras se percibe ese sentido de historia a medio contar, de recuerdo vago, de fragmento sin principio y sin final, que es inherente al recuerdo que en nosotros suelen dejar las personas a las que conocemos cuando están de paso. Los personajes-narradores no parecen muy afectados por su encuentro con Lima y Belano, y suelen terminar sus testimonios con un lapidario “Nunca volvió” (Manuel Maples Arce, capítulo 3), “No lo volví a ver” (Heimito Künst, capítulo 12), o con un “Finalmente decidí no marcharme y seguir viviendo allí de forma permanente”, dicho por María Font (capítulo 12), quien sigue escribiendo poesía luego de aquellos sucesos, aunque ya no publica, sino que lleva una vida modesta en un cuartucho alquilado de la calle Montes, luego de una fracasada relación con un profesor de matemáticas.

Y así, la novela cambia geográficamente, de México a París, a Barcelona, a Londres, a Tel-Aviv, a Viena, a California, a Madrid y de nuevo a México, a Sonora, donde se cierra el ciclo con el suceso que ya expliqué y con el destino de Juan García Madero, a quien Bolaño le concede un extraño final feliz, dejándolo perderse en un pueblito de México, junto a Lupe. Tal vez el final relativamente feliz de Madero sea el premio que el autor le da a su personaje por renunciar a la literatura, puesto que Lima y Belano, quienes al ser culpables indirectos de la muerte de Cesárea Tinajero, es decir, al ser poetas jóvenes que cometen un parricidio (más bien matricidio) contra sus padres fundadores, tal como siempre lo hacen todos los escritores, son castigados con su eterno deambular, condenados a no tener raíces y, como lo advierte el crítico Iñaki Echavarne, en el memorable capítulo 23, dedicado a la crítica literaria, mueren y son olvidados, “como mueren todas las cosas, como se extinguirá el Sol y la Tierra, el Sistema Solar y la Galaxia y la más recóndita memoria de los hombres. Todo lo que empieza como comedia acaba como tragedia”.

Cada vida tocada por la pareja protagonista nos cuenta la historia de nuestros avatares políticos, las guerrillas centroamericanas, el triunfo sandinista en Nicaragua, el golpe de Estado en Chile, los movimientos de poesía vanguardistas en México, la masacre de Tlatelolco, la vida de Reinaldo Arenas, el terremoto mexicano del 85 y, en fin, todos los hechos que de manera directa o tangencial marcaron la vida de Bolaño desde que salió de Chile, en 1973. Al final, la novela se compone de fragmentos dispersos que, al unirse, forman la memoria de cualquier latinoamericano sin patria.

Es por eso que el viaje que realmente nos marca es el del exilio, el de la inconstancia. La primera vez que leí Los detectives salvajes fue en 1999, luego de que ganara el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos. Lo que más me golpeó en esa primera lectura fue el viaje iniciático de Madero, sus aventuras, el mundo que se le abrió luego de entrar en contacto con los real-visceralistas, el sexo y los vívidos recuerdos de su diario.

Dicen que el hombre nació siendo un nómada, que los primeros pobladores de la tierra andaban en permanente recorrido por el mundo, hasta que decidieron echar raíces y formar familia. Fue cuando nos aburrimos del sedentarismo que nació el viaje por placer, ése en el que se recorre una ciudad llevado por una guía turística y por listas de restaurantes, sitios históricos y hoteles, en el que recorremos pero, en el fondo, conocemos muy poco. Es por eso que el viaje que realmente nos marca es el del exilio, el de la inconstancia. La primera vez que leí Los detectives salvajes fue en 1999, luego de que ganara el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos. Lo que más me golpeó en esa primera lectura fue el viaje iniciático de Madero, sus aventuras, el mundo que se le abrió luego de entrar en contacto con los real-visceralistas, el sexo y los vívidos recuerdos de su diario. Recientemente volví a leerla y creo que me dolió mucho más, porque me di cuenta de que ese sentido efímero de las relaciones humanas que tan bien plasmara Bolaño en su obra cumbre (no su mejor novela, porque para mí esa sería Estrella distante), no es sólo propio de los viajes y los exilios, sino también es la esencia de la vida de cualquiera: las personas vienen y se van y no hay nada que podamos hacer, aferrarse a ella es peor, lo ideal es vivirlas y recordarlas a medias, como las múltiples voces narradoras de esta magnífica novela.

En esencia, todos somos viajantes. ®

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Publicado en: Destacados, Diciembre 2011, Literatura y viaje

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