La tienda, el mendigo y los clientes

Un cuento de Navidad

La tienda desapareció como había surgido, de la noche a la mañana, como un comercio de ocasión, como una aventura de temporada. En el neblinoso tedio del 25 de diciembre fue desmantelada rápidamente. Fue en los días posteriores cuando empezó realmente a llamar la atención de los transeúntes.

Giotto di Bondone (1304–1306). Escena de natividad en la capilla inferior de San Francisco de Asís.

Abrieron la tienda a principios del otoño. En la calle principal, pero tan pequeña que apenas llamó la atención. Creo que fue por el Día de Muertos. Apareció de pronto, en fin, de la noche a la mañana, como si fuese un hongo, con sus paredes circulares, hechas todas de vidrio. Tenía un aire de improvisación, como de fantástica tienda en medio del desierto. Semejaba una burbuja, pegada por uno de sus lados a la pared general de tablarroca y nieve seca, que compartía con otras dos o tres tiendas, y donde se abría un portillo que conducía a un espacio interior, compuesto sin duda por un lavabo y una cocineta. Desde el principio supimos que no iba a durar. Era un negocio de oportunidad, que surgía al calor de la temporada y que, en caso de registrar buenas ventas, podría enraizar en ese lugar y permanecer convertido, verbigracia, en una tienda de muebles, juguetes y otros artículos para la infancia. Mientras tanto, su concepto y su propósito eran claramente navideños, aunque lo anunciaban de una manera insegura, nebulosa, improvisada, tal corresponde, creo o yo, a unos comerciantes sin experiencia ni tacto en el oficio. 

Ella lucía un embarazo avanzado: él tenía una mirada estupefacta, donde se mezclaban el miedo y la ensoñación. Los artículos en venta eran escasos pero llamativos: cascabeles cuyo sonido de aluminio parecía provenir de la Edad Media.

El varón y la hembra tenían alrededor de treinta años. Ella lucía un embarazo avanzado: él tenía una mirada estupefacta, donde se mezclaban el miedo y la ensoñación. Los artículos en venta eran escasos pero llamativos: cascabeles cuyo sonido de aluminio parecía provenir de la Edad Media, desde lo alto de una torre de piedra donde se combinase con el eco de otros tastos contrastantes, cacerolas, ollas, cucharas, cálices de hojalata adornados con hojaldres de cobre. Pelotas que semejaban un vértigo de bandas fosforescentes, que se desplegaban desde un núcleo sólo supuesto, imposible de mirar, hasta una orilla igualmente hipotética, desde la cual regresaban al centro, como en ondas concéntricas, de manera que el movimiento en ellas parecía meramente una alucinación, un accidente que se reiteraba empero de manera permanente en un espacio puro, sin límites y sin fisuras. Silbatos desde cuyo espíritu hueco y rústico se desplegaba un arcoiris de sonidos que imitaban el metal, la madera y el barro. Entre los animales de cerámica, una cuna de oro, con sábana de holanes y hopalanda. Un buey desguanzado por el trabajo, no por los embates del rijo o la lidia. Un caballo flaco y derrengado por una rutina digna de Sansón y no por el vuelo y el desvelo de la aventura, que hace que hasta al jamelgo más ordinario le broten alas, herraduras de plata en las pesuñas y un cuerno en la frente.

Al anochecer, un mendigo solía parar frente a la vidriera. Miraba absorto cada uno de los artículos en venta; el juego de luces de las marquesinas y los aparadores de las tiendas vecinas daban a ésta el aspecto de una rotonda de cristal giratoria en cuyo interior la mujer encinta se metamorfoseaba. Ora tenía el aspecto de una adolescente sorprendida por los embates de la existencia (aunque una mujer siempre llega a tiempo a estos menesteres, de los que al instante se convierte en dueña y señora). Ora tenía el aire abatido pero satisfecho de una mujer madura, que ha concluido melancólicamente el primer tercio de su existencia. Pero en ningún momento la abandonaba ese imperturbable gesto de niña, ese candor a un tiempo curioso y maravillado, ese pudor de una flor que no pierde sus pétalos aun después de haber concretado en un fruto sus estambres y sus pistilos. Aunque el comercio navideño comenzaba a arreciar, de una manera imperceptible pero minuciosa, la tienda de artículos para bebé lucía cotidianamente vacía. Los curiosos de temporada asomaban la nariz y paraban la pupila ante la vidriera por unos instantes y luego se desvanecían en el variopinto estereoscopio de la muchedumbre.

Una especie de ángel obeso revoloteaba con inusitada ligereza alrededor de las preocupadas sienes del hombre, de la densa y fatigada cabellera de la mujer, encima de las puntas de los dedos de entrambos. De manera insensible, el vagabundo se sumó a esa espera.

El mendigo se había convertido pues en el único cliente habitual, aunque no sonara una moneda en los bolsillos rotos de su gabán ni conociera un niño a quien entregarle un regalo. El marido se ausentaba durante largo rato de la tienda para atender vacuos recados y menesteres del ocio, llevando y trayendo chácharas, reconstruyendo quebrantos. Su preocupación era patente, a medida que el parto de su mujer se aproximaba por semanas, por días, por horas. Nadie sabía, ni siquiera ella, que en este asunto jugaba el papel de un dios, el día ni la hora. Sólo sabían que estaban, ambos y los tres, a la espera de un momento inminente y dichoso. Una especie de ángel obeso revoloteaba con inusitada ligereza alrededor de las preocupadas sienes del hombre, de la densa y fatigada cabellera de la mujer, encima de las puntas de los dedos de entrambos. De manera insensible, el vagabundo se sumó a esa espera, ya no sólo como un espectador privilegiado, sino también como una suerte de testigo que participa activamente en el desentrañamiento de los hechos.

El problema acontecía a ojos vistas, se escenificaba a la vista de todos. Nadie podía ignorar a la pareja, que se mostraba con imperturbable dignidad ante la ronda de ojos mortecinos, indiferentes, mezquinos. La vida se encendía aquí y allá, empero, como una fogata en los montones de hojas muertas del parque, en los remolinos de basura que se adelantaban al color de los semáforos, en los montones de periódicos posfechados —todos, inclusive el de hoy, reseñaban hechos muertos de ayer y de antier—, en los botes de fruta podrida del mercado. Como un fúnebre fuego de san Telmo. Como una salamandra de escamas doradas y humeantes bajo el pie del vagabundo, debajo de su zapato agujerado. En su digna quietud, en sus ademanes pausados, el hombre y la mujer no parecían habitantes de esta ciudad. Vamos, ni siquiera parecían reales, sino más bien una suerte de alegoría de carne y hueso, una estampa de almanaque en tres dimensiones, que promocionaban acaso sin quererlo el feroz tráfago del comercio navideño. Hasta podría decirse que una compañía como la Coca Cola, anónima y cosmopolita, universal como los órdenes subterráneos y la jerarquía de los muertos, los había colocado en esa rotonda de cristal donde nada vendían, donde no recogían ni un céntimo, a pesar de que sus mercancías casi insignificantes estaban cuidadosamente etiquetadas con el precio y las instrucciones de uso.

Algunos curiosos habían llegado a palpar los objetos en venta, primorosos en su envoltura de celofán, tan sencillos y tan baratos que no habría costado trabajo alguno comprarlos. Y, sin embargo, nadie compró una solo de ellos. Dejaban la oportunidad para después, para el día siguiente, para el otro sábado, hasta el mero día de Navidad.

La tienda desapareció como había surgido, de la noche a la mañana, como un comercio de ocasión, como una aventura de temporada. En el neblinoso tedio del 25 de diciembre fue desmantelada rápidamente. Fue en los días posteriores cuando empezó realmente a llamar la atención de los transeúntes, que echaron de menos aquella figura encinta de proporciones humanas, así como la de su marido, que aparecía sólo en ratos, con un aire de preocupación que lo hacía ver de edad madura, que lo ennoblecía de algún modo. La avara gente sentía lástima —esa otra forma de la mezquindad— por la tienda que había cerrado, que no había tenido las suficientes ventas para consolidarse y mantener sus puertas francas por lo menos hasta el mes de febrero, cuando concluía del todo la temporada. Esas puertas de cristal que parecían inexistentes, como la pared circular en toda su extensión y por las que se colaba el aire helado, más inclemente aún si era posible que la indiferencia colectiva del prójimo. Esa soledad pública que es la esencia del trato humano y la primera cláusula de cualquier contrato social. Algunos curiosos habían llegado a palpar los objetos en venta, primorosos en su envoltura de celofán, tan sencillos y tan baratos que no habría costado trabajo alguno comprarlos. Y, sin embargo, nadie compró una solo de ellos. Dejaban la oportunidad para después, para el día siguiente, para el otro sábado, hasta el mero día de Navidad. Y la Nochebuena se esfumó ante sus narices, sin que se dieran cuenta siquiera. Tal suele ocurrir cada año —y de hecho todos los días— con las fechas felices y memorables.

La noticia de un negocio que quiebra, de un matrimonio joven que fracasa, era saboreada con peculiar delectación, cual si se tratase de una golosina salada que lleva a lamerse la punta de los dedos. Una curiosa satisfacción se asentaba sobre los corazones de los transeúntes, que se cerraban luego de manera escueta, tajante, rápida, cual si tuviesen tapas de metal, de cristal, de madera. Un cerrojo clausuraba esas cajitas vacías, que no contenían más que aire, si acaso el zumbido de una mosca aletargada, que no duraba más de una hora. Ni la ganzúa de un ladrón podría abrir esos corazones, pues se sabía de antemano que nada contenían. Era un público secreto, en esta ciudad donde la honradez se erige asimismo como el más dramático de nuestros pecados. La dueña encinta había obsequiado al pordiosero una canica de cristal, en cuyo interior había una rosa azul que parecía hundida en agua, puros pétalos gruesos y jugosos. La tiraba con el índice y el pulgar y seguía con los ojos su rastro entre las hojas muertas. Como si fuese una llama azulina, la canica se propagaba inclusive entre la enramada de sus sueños, dando saltos en un plano que no era vertical ni horizontal. No sé si los mendigos sueñen, quiero decir: tal vez la realidad sea su único sueño, tan llena como está ella de los accidentes más inopinados y de las más absurdas variantes. En más de una ocasión la obsequió a un niño, pero la canica retornaba, escapando de la distracción y de la modorra de los sueños infantiles.

Nadie se preocupó, nadie se preguntó entonces dónde habría nacido aquel niño, si sus atolondrados padres completarían el dinero para pagar un hospital, la renta de una casa. Quizá vivan todavía entre nosotros, en una de esas cajas de zapatos que se construyen de un día para otro en las colonias de las afueras y que parecen una casa de muñecas.

Lo cierto es que la tienda quedó como una casa abandonada, como un hogar vacío, apenas uno que otro papel de colores revoloteando en el aire. Eso había sido sobre todo durante la temporada: una suerte de oasis de quietud, a la sombra de palmeras artificiales, junto a la pirámide egipcia del comercio. Sólo el becerro de oro no se había arrimado a desempeñar un papel entre las bestias tutelares del establo. Herodes, en cambio, con el sable ondeante a la cintura, se había esmerado en regalar un juguete a cada niño, cobrando a los padres un leonino tributo de empadronamiento. Objetos de plástico, pues, que funcionaban con pilas y que lucían destartalados antes de una semana. A los pocos días, el espacio fue desmantelado por completo para dar sitio a un automóvil del año, premio mayor de un sorteo que tendría lugar el día de san Valentín. La pareja original fue olvidada por completo. Se desvaneció tal un deslavado cromo navideño, como el afiche de una moda rutinaria, anodina que por lo pronto había concluido. Nadie se preocupó, nadie se preguntó entonces dónde habría nacido aquel niño, si sus atolondrados padres completarían el dinero para pagar un hospital, la renta de una casa. Quizá vivan todavía entre nosotros, en una de esas cajas de zapatos que se construyen de un día para otro en las colonias de las afueras y que parecen una casa de muñecas, un regalo para pagarlo a plazos y que no muestra ni una pizca de ensueño o de fantasía, sino que resultan inseguras e incómodas lo mismo en verano como en invierno. Los milagros ocurren todos los días, hasta tal punto de que estamos ahítos de ellos. No damos un peso por ellos, una moneda herrumbrada por la avaricia y los óxidos del infierno. En último caso, la canica rueda en este momento y el mendigo camina absorto tras ella: presiente acaso que lo conducirá hasta el umbral de la casa donde habitan sus nuevos amigos, una vez concluida y olvidada del todo, como ocurre cada año, la temporada navideña. ®

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Publicado en: Narrativa

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