Los fieles difuntos de Pomuch

Donde los muertos salen a tomar el aire

Decir que en la villa campechana de Pomuch los muertos del pueblo se pasean por donde el viento los lleve, y tanto andan entre el polvo que levanta el aire que uno los puede respirar, podría parecer la versión de uno de esos mitos de “pueblo mágico”, una alegoría a la obra de Juan Rulfo. Incluso la exageración de un relato periodístico que busca impresionar.

Lo cierto es que el polvo que nos cubre el rostro y las manos al medio día de este 2 de noviembre, de Fieles Difuntos, que forma esa fina suavidad sobre las botellas de un par cervezas, o sobre la de aguardiente de dos campesinos a los que la pobreza y el ocio no les deja más ocupación al iniciar la tarde que pasar las horas entre alcohol de dudosa calidad, tiene mucho de muerto local.

Ese mismo polvo que nomás por las ráfagas que lo levantan de la calle se combina con el chile molido antes esparcido a cucharaditas sobre la superficie de una mitad de naranja recién partida para refrescar la garganta reseca bien puede contener pequeñas partículas de restos humanos erosionados por el viento durante años en esta población.

Y es que tanto tiempo expuestos a la intemperie —como la tradición lo establece en esta comunidad del estado de Campeche, en el sureste mexicano— los ha hecho permanecer presentes entre quienes habitan el pueblo más allá del lazo afectivo a lo que de sus cuerpos queda. Si están aquí es por eso, porque están impregnados en todo, sempiternos.

Tanto se quedan como se van. Arrastrados por el paso del tiempo, desde sus osarios abiertos a un cielo que a principios de noviembre, durante las fiestas de Todos los Santos y Fieles Difuntos, generalmente reluce de un azul salpicado de nubes chaparras y alargadas que corona una escenografía natural que aún con toda la muerte que lo enmarca está lejos de ser lúgubre.

A Pomuch, villa del municipio de Hecelchakán, se llega por dos razones: cualquier día a lo largo del año a comprar el pan con más acendrada tradición del estado o para ver a los muertos que “respiran al aire libre”. Resguardados entre paños bordados a mano y cajas de madera, con sus huesos expuestos fuera de las tumbas que los encerrarían en cualquier otra parte del mundo occidental, de esa suerte de prisión de origen judeocristiano que aquí no tiene validez, al menos entre los más viejos.

Del polvo eres y entre el polvo estarás

La ruta de nuestro viaje a Pomuch comienza en Mérida, desde ahí hay que recorrer unos 150 kilómetros hacia el noreste, saliendo de Yucatán con destino a Campeche, el llamado “tesoro escondido de México”. La carretera en obras de “modernización” que parecen no tener para cuando terminar es la primera en aportar su porción de polvo mientas avanzamos bajo el sol y la humedad que convierte 35 grados Celsius en 38 o más.

La vía de prolongadas rectas y apenas adornada por la selva tropical baja que queda luego de décadas de explotación agrícola en la región toma una desviación unos treinta minutos antes de llegar a la capital campechana. Desde ahí no hay más que seguir la avenida principal que cruza todo el pueblo.

Es la misma vía que tomaron un grupo de cuatro ciclistas vestidos con los colores de la bandera mexicana, pebeteros de mano atados al cuerpo del transporte y maletas con avíos suficientes para llegar hasta Juquila, Oaxaca, en la costa del Pacífico. Es cosa de fe. Salieron desde la península para iniciar un recorrido de poco más de un mes a puro pedal para llegar al santuario de la Virgen de Guadalupe en esa comunidad, guiados por sus creencias, el 12 de diciembre próximo, día de la “la Morenita”, la madre de los mexicanos.

Llevan la fe a cuestas y por el interior pulsándoles los muslos y las pantorrillas. Sonrientes expresan su destino. Tienen tal fuerza por lo que creen. Como la de los habitantes de Pomuch que exhuman los restos de sus difuntos a los dos o tres años de haberse ido, para traerlos de nuevo, a ser testigos perpetuos de la cotidianidad de la villa. Los ciclistas, Antorchistas Guadalupanos, llevan también la tierra salina de esta zona del país pegada en los labios.

Como guiados por ellos, llegamos hasta el cementerio del pueblo. Para mí es una vuelta tres años después, cuando descubrí que lo que para algunos podía ser una costumbre pagana, blasfema o un exotismo más de lo mexicano, en realidad es una muestra de apego a los orígenes, a la raíz y la sangre que corre por cada familia. Una forma extrema de amor filial. A la identidad misma que se forma desde quienes los antecedieron.

La navegante en esta suerte de rally en la ruta a Pomuch, Matalagua, apunta el dato certero apenas divisa las albarradas de piedra recién pintadas de cal: la importancia de llegar a los festejos de Día de Muertos con todo lo más limpio y renovado posible, para recibir una vez más a los que han partido hacia otro sitio, incomprensible pero cercano en el imaginario colectivo.

El aroma frente al camposanto va desde flores como el siempre presente cempasúchil en estos días, hasta el del lodo que se forma en los traspatios de las viviendas rurales de adobe, palma y maderas de la región. Ese resultante de la mezcla entre los orines de gallinas, pavos y cerdos con el agua que se riega para tratar de fijar aunque sea un poco el suelo terregoso.

Ya entrando al cementerio pasa de la cera al sebo de las velas y de ahí al copal que acompaña un rezo aquí y otro más allá. Palabras a voz baja, cargadas de sincretismo, que en un bilingüismo maya-español invocan santos, a la virgen, al padre y al hijo para que siempre acompañen en esa otra vida a sus queridos hermanos, padres, madres, hijos, abuelos, e incluso amigos, de ésos que se quedaron en el corazón.

Conversaciones, sonido de pasos arrastrándose, llantos y quejas. Interrumpidas en ocasiones por los flashes y obturadores de las cámaras fotográficas cuyos entrometidos dueños apuntan como armas para secuestrar las imágenes de una tradición local que cada año atrae más visitantes y que notoriamente incomodan a los lugareños.

Ruidos que invaden intimidades como la de una madre de unos sesenta años que reza ante los restos de su hijo con los ojos humedecidos por la melancolía. Que bajo una pañoleta cubriéndole la cabeza y mitad del rostro mira y habla hacia las cuencas vacías y las quijadas agrietadas del cráneo que se posa sobre el resto de los huesos que ella misma limpió un par de días antes. Suficiente es que ella crea ser escuchada como para que esa comunicación exista.

Y entre los muertos andarás

Tres años antes había estado ya en esta comunidad. En ese entonces conocí la historia de “el Campechano”: el “come cadáveres”. Se llamaba José Euán, guardian del cementerio, allí vivió más de la mitad de su vida y me queda la certeza de que pasará ahí el tiempo hasta confundirse con la tierra. Luego de su muerte su familia no se ha interesado en sus restos e incluso han vendido el espacio en el que fue enterrado para que otros puedan construir encima los osarios que albergarán a sus parientes.

“Igual se burlaban de él, y decía él, el campechano: ‘Luego lo van a ver’. Y se escondía atrás de una tumba y esperaba; porque aquí antes en noche no había la calle y era oscuro, no se veía nada, y salía él golpeando una lata y gritando. Corrido lo hacían salir los que lo habían burlado y el campechano nomás que se reía de ellos”.

El que “come de los muertos”, le llamaban también al viejo cuidador del camposanto por su costumbre de pasar el día entero entre los sepulcros. No falta quien aseguraba hace unos cuarenta años haberlo visto comiendo miel de los pequeños panales que algunas abejas se aventuraban a formar entre los cráneos vacíos de los osarios más expuestos. De ahí ganó su nombre.

La fama le vino por su relación tan cercana con la muerte: “dicen que él lo sabía así cuando te ibas a morir. Te mira por el lado del ojo y te dice, ah, tú te vas a morir en un año y así cuando lo decía pasaba, se morían. Yo no sé si tenía el don, pero él decía esa palabra y sí, se cumplía”, comentaba Francisco Yah mientras limpiaba restos óseos de sus familiares y de otros por quienes recibe el pago de personas más susceptibles ante esta práctica.

“Igual se burlaban de él, y decía él, el campechano: ‘Luego lo van a ver’. Y se escondía atrás de una tumba y esperaba; porque aquí antes en noche no había la calle y era oscuro, no se veía nada, y salía él golpeando una lata y gritando. Corrido lo hacían salir los que lo habían burlado y el campechano nomás que se reía de ellos”.

Compartir el pan también es cosa de fe

De la misma forma en la que en panaderías como “La Huachita”, con más de 120 años de existencia, o “El Pan de Pomuch”, con su medio siglo y sitio estratégico frente al quiosco de la plazoleta central, el contacto con la tradición de los muertos pasa por todo un delicado proceso que marca a los habitantes de esta comunidad.

Aquí los hornos de gas no forman parte de la preparación del pan. La leña que alimenta las estructuras de ladrillo donde se cocina la masa compacta o rellena de jamón, quesos varios, endulzada o con sal, es llevada hasta las panaderías de entre los mismos senderos que los campesinos toman cada madrugada para dirigirse a las milpas donde el maíz crece como una forma milenaria de subsistencia que se pierde entre alimentos industrializados y con aditivos que excitan las papilas gustativas.

Pichones, escotofíes y “panes de muerto llenan mostradores de madera resquebrajada por el tiempo y cristal engrasado por manos de niños que se apoyan para ver el alimento de cerca.

Por cincuenta pesos se compra un pichón recién salido del horno a la una de la tarde. Es la segunda tanda. Suficiente para compartir a gusto, bajo la arboleda que rodea al quiosco de la placita, con sus bancas pintadas en azul añil. Techumbre improvisada de perros esmirriados que huyen del rayo del sol para tomar la siesta. A unos pasos de una cantina de nombre “Pénjamo”, como la canción de Rubén Méndez que alude a ese pueblo de Guanajuato, en el centro del país: “Ya vamos llegando a…”

Jamón, queso Deysi —uno semejante al queso americano que sólo se vende en esta parte del país— y chiles jalapeños en vinagre rellenan la masa enrollada que se comparte a mano limpia, o empolvada. También en un acto de fe para quien tenga estómago débil o esté acostumbrado a comer todo con estricta higiene. Que caería mejor acompañado más tarde de café o chocolate batido en agua. Para nosotros es manjar inocuo.

El ambiente también está invadido por lo de fuera. A unos metros de las bancas un tinglado de madera y lonas de plástico ofrece lo último en piratería musical. Así como suenan corridos del norte, musicalizan el entorno las voces del reguetón de Pitbull y otros de su estilo. “Ya tú sabeh…” que puedes escucharlo hoy día en casi cualquier parte. Hasta en los estéreos improvisados amarrados a la estructura de triciclos de carga convertidos en los taxis del pueblo que esperan pacientes en cada esquina de la placita.

A un costado de la plaza un par de niños de ciudad hacen suertes y se columpian entre los despojos de lo que fue una de esas estructuras de madera que semejan fuertes imaginarios en los parques. Evocaciones de las murallas tras las que los habitantes de Campeche se defendían de las invasiones de los piratas en la época de la colonia.

Pintura descascarada, tornillos y clavos sueltos no los intimidan para dejarse ir y corretear entre la arena que se les cuela entre los zapatos y endurece los mocos. Ajenos a lo que les rodea, rompen con su vivacidad la calma circundante. El pichón es para ellos lo que todo lo demás: un descubrimiento inimaginado.

De cómo el tiempo erosiona la tradición

En aquel primer viaje a Pomuch aprendí cómo fragmentos de costillas, ilíacos, falanges, un largo fémur, la mandíbula inferior, pasarían en los días previos a Fieles Difuntos por un ritual de limpieza por las manos de los que todavía siguen de este lado. Como aquellas temblorosas y resecas, por años de trabajo en la milpa, de José Manuel Naal Cocom, quien desde niño, hace más de setenta años, ha repetido la práctica de cambiar de un paño sucio a otro limpio los restos de sus difuntos.

En 2009 lo acompañaban su hermana María del Carmen y su sobrina María Lucelly. La segunda apenas rebasaba la niñez y ya se había incorporado a este ritual familiar en el que participaba con gusto y sin extrañeza alguna.

Con atentos ojos —su naturaleza cerámica les impide moverlos desde los breves mausoleos donde se asientan—, ángeles de alas rotas por el viento y la lluvia atestiguaron a mi espalda el ritual de sacar de sus cajas y osarios los huesos de un tío, de su madre, un hermano ya fallecido, y del hijo que apenas le vivió quince años a don José Manuel.

Con cuidado, según la tradición, me mostraron el arte amoroso de limpiar cada fragmento de sus seres queridos. La limpieza, casi una caricia, y es que los años no pasan en balde para convertir en polvo de nuevo aquello que alguna vez lo fue.

Cada fragmento fue limpiado con visible cariño, en medio del recuerdo de cada familiar. Sólo faltó entonces el hijo de María del Carmen, también un joven fallecido apenas en 2006 y cuyos restos probablemente nunca podrán recibir este ritual de acompañamiento porque yacen sepultados en el panteón general de Campeche. En la capital amurallada las tradiciones son distintas.

Este año no encontré a don José Manuel, pero pude toparme en el intrincado camino del cementerio, con el momento en que marro en mano José Alfonso Hernández Aké arremetía contra el concreto pintado de azul donde todavía alcanzaba a leerse “Marcelino…” y una fecha: 2 de noviembre de 2010.

Detrás de él, encargado del cementerio desde hace seis años, una familia acompañaba a un líder religioso tradicional que ataviado de blanco, con rosario en mano, estampa de sincretismo nacional, entona en maya los rezos que acompañan la exhumación de Marcelino.

Su labor es similar a la que tenía hace tres años, Venancio Tuz Chí tiene en estas fechas ostentaba un trabajo singular: para quienes no puedan, ya por edad, porque no llegarán a tiempo, porque la vida los ha alejado de sus tradiciones, él estaba presente ofreciendo sus servicios en la limpieza de restos humanos y osarios.

Luego de romper la pared del nicho, José Alfonso extrae a forzados jaloneos el ataúd completo. Dejándolo en el suelo y con más cuidado que delicadeza retira la tapa para exponer los restos de un cuerpo envuelto entre las telas de la caja mortuoria y ropa raída por los parásitos que se alimentaron del cuerpo durante dos años, para dejar sólo los huesos.

Mientras los rezos continúan dos mujeres se agachan para comenzar a tomar los restos y limpiarlos con agua recién traída de la única tubería que alimenta a todo el panteón, cerca de la entrada. Una vez separados de todo resto carcomido, son colocados entre el paño bordado a mano con motivos de flores en las que predominan tonos de rojo y morado.

Primero se acomodan los huesos más largos, fémures y húmeros, luego colocan las costillas y después los restos más cortos y planos. El cráneo con todo y el cabello que resiste más allá de la vida va encima de la pila ósea, retirada la mandíbula inferior. El conjunto es puesto dentro de la caja de madera que pasará al osario donde Marcelino permanecerá por años mientras haya deudos que sigan llegando año con año a limpiarlo y convivir con él.

José no recuerda al cronista y su visita de hace casi cuatro años. Con la misma paciencia que lo ha hecho con tantos curiosos: turistas, estudiantes de Ciencias antropológicas y periodistas relata a detalle: se esperan de dos a tres años a que el cuerpo ya esté “casi listo”. Luego hay que sacarlo y limpiarlo. Pero es importante: “Debe sacarse justo en la misma fecha que murió”. Quién diría que Marcelino fallecería justo en el Día de Muertos.

“Sacamos al difunto y hacemos su limpieza. Traen el cajoncito y la manta bordada. Lo limpiamos bien y lo estibamos adentro. Se lleva al osario donde estará y se acomoda bien. Se le ponen sus florecitas y su veladora. Ya en la casa del difunto se pone la mesa con el pibipollo —preparado de masa y carne guisada en tomate y condimentos horneado bajo tierra— y todo lo demás que le gustaba: el pan de azúcar o salado, los dulces de coco o calabaza, agua o su trago, lo que sea de lo que prefería el difunto. Y se le reza otra vez”.

José lleva seis años como encargado del cementerio. Calcula que debe haber más de mil osarios abiertos, más los sepulcros en espera de ser exhumados, o algunos otros que se quedarán así porque también los años, los cambios en la cultura del pueblo, que aun notoriamente marginado está expuesto a la “modernidad”, han erosionado la tradición.

Su labor es similar a la que tenía hace tres años, Venancio Tuz Chí tiene en estas fechas ostentaba un trabajo singular: para quienes no puedan, ya por edad, porque no llegarán a tiempo, porque la vida los ha alejado de sus tradiciones, él estaba presente ofreciendo sus servicios en la limpieza de restos humanos y osarios.

A él le tocaba, entre otros, encargarse del nicho de Luciano Yah Poot y Rosaura Vargas May. El hijo de ambos, Francisco Yah Vargas mantenía a sus padres fallecidos en una misma caja, en un mismo osario, juntos “pa’ siempre”.

Confesaba en esos días Francisco Yah sus ganas de compartir el mismo nicho, sin mucha seguridad de conseguirlo. No imaginaba a sus hijos siguiendo la tradición, manipulando sus huesos viejos y rotos, deshaciéndose del polvo, reacomodando lo que quedara.

La juventud no lo sigue ahora, lo de la tradición, platicaba mientras se reacomodaba el sombrero patinado por el sudor y la tierra, apoyadas las manos callosas en la losa de otro nicho: “Esto lo tiene más de cien años, o no sé, hasta más. Yo de niño nunca lo hice así, no nos dejaban. Ha de ser que es por miedo o porque respetaban, para que no anduvieran los niños corriendo por aquí mientras se visita a los parientes”.

“Se ha dividido también por las religiones, unos no creen, lo dicen: está mal… sacar los cuerpos, que es pecado. Pero yo no lo creo así, nosotros así lo vivimos y lo seguimos haciendo. ¿Mis hijos? No, ésos no lo hacen, no lo hacen; ahí nomás me van a dejar”, dice en medio de una sonrisa con ventanas.

El relato se confirmaría en esta segunda visita a Pomuch, José Alfonso Hernández, el enterrador, aseguraba lamentándose un poco el efecto de la llegada de pastores y seguidores de otras variantes del cristianismo en la costumbre local. Sacar a los muertos de sus cajas es casi una herejía para algunos grupos no católicos, incluso para algunos católicos que consideran una barbarie la práctica que ha hecho famoso a este pueblo del sureste mexicano.

Pero muchos siguen haciéndolo así, de sacar a sus difuntos, contó finalmente el guardia y enterrador del panteón de Pomuch. “Otros que tienen la propiedad de los nichos no los sacan. Hay quienes aunque la tengan, sacan a sus gentes. Hay de todo. Pero la tradición es sacarlos pa’ que agarren viento. Eso es la creencia. Los que creen dicen que es porque los difuntos están muy encerrados y ahí tienen eso de mucho bochorno, por eso es mejor que estén al aire, así con todos, más frescos”.

La versión del guardatumbas es de las más conocidas. Quienes han llegado para “estudiar el fenómeno” refieren el sincretismo entre lo maya prehispánico y el catolicismo colonial. El hecho es que los muertos de Pomuch están ahí, a cielo abierto, desgastándose con el viento y la lluvia que arrastran pequeñísimas partes de ellos por los cuatro puntos cardinales.

Así van desplazándose hasta las mesas, las recámaras y los cuartos, los patios, el parque, las panaderías, el camino al panteón, la carretera a la entrada y todo aquel sitio donde el viento que sopla en Pomuch alcance a llegar, como nuestras manos donde se pega con el sudor, o en medio de nuestra respiración, llevándolos con nosotros. Por eso es que los muertos de Pomuch no sólo salen de sus cajas, también podría decirse que son viajeros. A donde el viento vaya irá el alma y hasta un poco más. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas, Diciembre 2012

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