Pedro Meyer en 1968 y en Avándaro

De la revuelta social a la revolución digital

Pedro Meyer, pionero de la era digital y autor de cientos de miles de fotografías, tenía 32 años cuando se gestaba el movimiento estudiantil de 1968, del que tomó cientos de imágenes. Tres años después sería testigo de otra manifestación de rebeldía juvenil, esta vez en el Valle de Avándaro.

I. México, 1968

Pedro Meyer, autorretrato.

Pedro Meyer, autorretrato.

No es mera casualidad que los dos testimonios periodístico-literarios más importantes sobre el movimiento estudiantil-popular de 1968 en México tengan en sus portadas sendas fotografías de Pedro Meyer (1935): Los días y los años, de Luis González de Alba y La noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska [los dos en Era, 1971]. Pedro Meyer tenía que estar allí, en plena efervescencia democrática de estudiantes, trabajadores y amas de casa, porque él mismo ha sido protagonista de otra gran revolución que ha ido transformando el mundo. En el ámbito de la fotografía —y del arte— Meyer sigue siendo uno de los más activos innovadores de la tecnología digital, algo que quizá ya preveía en aquellos lejanos años de la década de los sesenta, cuando presentó su complejo audiovisual Un domingo en Chapultepec (1965) o cuando concebiría poco después, con Alejandro Jodorowsky, fotografías e inquietantes puestas en escena para la revista Sucesos. A cuatro décadas de distancia, el México actual es uno muy distinto al de aquella época, y puede afirmarse que gran parte del lento, arduo y errático proceso democrático que se ha vivido desde esos días hasta ahora tiene en ese malhadado movimiento —con sus 38 muertos*— su indiscutible punto de partida. También el mundo de la fotografía es uno muy diferente ahora. Las fotografías de Pedro Meyer denotan su origen analógico al mostrarnos los desafoques producto de prisas, empujones y carreras y los enojosos rayones de los negativos a la hora de revelar los rollos. En la actualidad, con la fotografía digital, eso es algo inconcebible, una curiosidad del pasado.

Los Meyer. © 1940-2000 Pedro Meyer. Fotografía digital en la que aparecen él de niño y de adulto, con su hijo y su padre.

Los Meyer. © 1940-2000 Pedro Meyer. Fotografía digital en la que aparecen él de niño y de adulto, con su hijo y su padre.

De la mano de su época, Pedro Meyer asistió como ciudadano y testigo gráfico a la revuelta estudiantil. Pocos saben hoy, en nuestro país y en el mundo, cómo se desató una de las más importantes respuestas civiles del México contemporáneo contra el autoritarismo y por la ampliación efectiva de la democracia. En la agitada década de los sesenta los jóvenes de varias partes del mundo trataban de experimentar nuevas libertades y formas de ser, contrapuestas al asfixiante paternalismo —traducido en formas de gobierno— que dictaba en todo momento cómo debían ser las cosas: desde el corte de pelo, el tipo de ropa que se vestía, la música que se escuchaba, la moral y las directrices políticas que debían observarse religiosamente. Desde el totalitarismo soviético implantado en Checoslovaquia hasta las democracias occidentales francesa, estadounidense y mexicana —esta última la más endeble de todas. Aquí, el propio presidente de la república —miembro de un partido con largos decenios en el poder— detestaba el rock con toda su alma. Pero entonces México estaba más lejos de Estados Unidos —y aún más de Europa— y los jóvenes que se atrevían a traer el pelo un poco más largo de lo usual y que escuchaban esa música infernal eran señalados como rebeldes y hasta mariguanos —aunque las fotos del treintañero Pedro Meyer dejan ver cuadro a cuadro una juventud entusiasta, hasta cierto punto candorosa y esencialmente sana.

En la agitada década de los sesenta los jóvenes de varias partes del mundo trataban de experimentar nuevas libertades y formas de ser, contrapuestas al asfixiante paternalismo —traducido en formas de gobierno— que dictaba en todo momento cómo debían ser las cosas: desde el corte de pelo, el tipo de ropa que se vestía, la música que se escuchaba, la moral y las directrices políticas que debían observarse religiosamente.

El 22 de julio de 1968** una gresca entre estudiantes de dos escuelas de enseñanza media superior —una vocacional perteneciente al Instituto Politécnico Nacional y otra preparatoria privada incorporada a la Universidad Nacional Autónoma de México, las dos instituciones educativas más importantes y que mantenían una añeja rivalidad— provocó la intervención de la policía, que llegó una vez terminada la reyerta para golpear a estudiantes y maestros en las instalaciones de las escuelas. Aquella vieja y tonta rivalidad se disolvería en el curso de los trágicos acontecimientos.

Pocos días después, el 26 de julio, una marcha de estudiantes en homenaje a la promisoria revolución cubana se unió a otra de estudiantes técnicos que protestaban por la irrupción policíaca. La doble manifestación fue reprimida con saña por los granaderos. Al día siguiente los estudiantes tomaron varias preparatorias de la UNAM para protestar por el salvajismo de la fuerza pública. En respuesta, la policía y el ejército sitiaron planteles de la Escuela Nacional Preparatoria y del IPN. La soberbia puerta colonial de la Preparatoria de San Ildefonso, en el centro histórico de la ciudad, fue abatida de un bazukazo y muchos estudiantes fueron heridos y muchos más detenidos. Otros planteles de la Preparatoria también fueron tomados por las fuerzas públicas.

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En señal de luto, el 30 de julio el rector de la UNAM Javier Barros Sierra izó a media asta la bandera nacional de Ciudad Universitaria. A la mañana siguiente el rector encabezó una manifestación —ya atestiguada por Meyer y su cámara— desde la Universidad por varias avenidas hasta regresar al punto de partida: véase la sobriedad, el gesto grave de los manifestantes, la indignación civilizada en los rostros plasmados en estas imágenes. El 2 de agosto se creó el Consejo Nacional de Huelga integrado por estudiantes de las escuela de la UNAM y el IPN en huelga y de universidades que se fueron sumando en todo el país. El CNH redactó un pliego con las siguientes demandas: 1. Libertad a los presos políticos; 2. Derogación de los artículos 145 y 145 bis del Código Penal Federal (que instituían el delito de disolución social); 3. Desaparición del Cuerpo de Granaderos; 4. Destitución de los jefes policíacos; 5. Indemnización a los familiares de los muertos y heridos, y 6. Deslindamiento de responsabilidades de los funcionarios culpables.

El CNH redactó un pliego con las siguientes demandas: 1. Libertad a los presos políticos; 2. Derogación de los artículos 145 y 145 bis del Código Penal Federal (que instituían el delito de disolución social); 3. Desaparición del Cuerpo de Granaderos; 4. Destitución de los jefes policíacos; 5. Indemnización a los familiares de los muertos y heridos, y 6. Deslindamiento de responsabilidades de los funcionarios culpables.

El 13 de agosto cerca de 150 mil personas marcharon del Museo Nacional de Antropología al Zócalo. Cada vez más estudiantes de otras escuelas se agregaban al movimiento mientras el gobierno declaraba que tenía la mejor voluntad de dialogar con representantes estudiantiles. A esto los profesores y estudiantes respondieron afirmativamente, aunque pedían que el diálogo fuera público. El diálogo nunca se dio.

Para el 27 de agosto los manifestantes que partieron nuevamente del Museo de Antropología al Zócalo ya ascendían a 300 mil. En el Zócalo los estudiantes se apostaron en la plaza e izaron una bandera rojinegra a media asta, lo cual fue interpretado por el gobierno como una provocación comunista. Meyer, entre miles de estudiantes y ciudadanos, tomaba fotos de lo que parecía ser una gigantesca y emotiva lunada. Pero el ejército apareció en la madrugada para desalojarlos. A la mañana siguiente el gobierno organizó un “acto de desagravio” a la bandera, al que se obligó a asistir a trabajadores al servicio del Estado, que gritaban: “Beeeeeeee, somos acarreados, somos borregos…” Hubo más enfrentamientos con las fuerzas del orden y el ejército se apostó en las inmediaciones de la Ciudad Universitaria y del Politécnico. Como todos los años, el presidente rindió su informe de gobierno el 1 de septiembre. Su rostro ensombrecido y fiero parecía anunciar lo que vendría poco después.

El conflicto, lejos de resolverse, continuaba creciendo. El 13 de septiembre más de 250 mil personas marcharon en silencio para no darle a la policía pretextos para reprimirlas. Sin embargo, muchos de los autos estacionados en las cercanías del Museo de Antropología fueron dañados por la policía. Una triste imagen da fe del artero ataque.

A la mañana siguiente el gobierno organizó un “acto de desagravio” a la bandera, al que se obligó a asistir a trabajadores al servicio del Estado, que gritaban: “Beeeeeeee, somos acarreados, somos borregos…” Hubo más enfrentamientos con las fuerzas del orden y el ejército se apostó en las inmediaciones de la Ciudad Universitaria y del Politécnico.

El triste 18 de septiembre el ejército ocupó la Ciudad Universitaria. Maestros y estudiantes fueron aprehendidos. El día 19 el rector protestó por la ocupación, que se extendió durante doce días.

En los días siguientes hubo enfrentamientos y mítines en escuelas y en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco. Ahí se convocó a la gran concentración del 2 de octubre.

La tarde de ese día miles de estudiantes fueron a la Plaza de Tlatelolco para seguir protestando contra el feroz autoritarismo del gobierno, que perseguía, secuestraba, torturaba y hasta asesinaba a dirigentes y estudiantes. Ese día el gobierno decidió poner fin al conflicto —a la falsa conjura comunista— enviando al ejército y al secreto Batallón Olimpia para tender una celada a los manifestantes. Los principales dirigentes fueron encarcelados y años después desterrados. El 12 de octubre se celebrarían en la capital mexicana las XIX Olimpiadas. “Todo es posible en la paz”, había declarado el presidente. Pero las cosas ya habían empezado a cambiar.

A casi cuarenta años de distancia las fotos de Pedro Meyer —varios cientos— muestran un movimiento auténtico, entrañable por su civilidad y frescura. El gobierno mintió todo el tiempo al culpar al Partido Comunista —tan débil y poco influyente— y a gobiernos extranjeros de ser los instigadores de la “rebelión”. Si había pancartas y prendas con la imagen del Che Guevara se debió más que nada al entusiasmo por la joven revolución cubana, que se erguía como un nuevo símbolo de la justicia social y contra el imperialismo yanqui —como se decía entonces—, pero en las demandas al gobierno simplemente se exigían los seis puntos del pliego petitorio mencionado antes. Cuenta el escritor Luis González de Alba, uno de los dirigentes de ese movimiento, que a quien empezaba a lanzar consignas revolucionarias o comunistas en las asambleas universitarias inmediatamente se le pedía que se concretara al orden del día. Es curioso ver en las fotografías que una gran cantidad de jóvenes vestían a la moda que se veía entonces en películas estadounidenses como Rock around the clock, con Bill Haley y sus Cometas.

A casi cuarenta años de distancia las fotos de Pedro Meyer —varios cientos— muestran un movimiento auténtico, entrañable por su civilidad y frescura. El gobierno mintió todo el tiempo al culpar al Partido Comunista —tan débil y poco influyente— y a gobiernos extranjeros de ser los instigadores de la “rebelión”.

La consigna “2 de octubre no se olvida” se repite cada año en la manifestación conmemorativa, aunque a los viejos manifestantes se han unido otros con intenciones y objetivos distintos. Lo que es claro es que el movimiento estudiantil de 1968 contribuyó en gran medida a que las nuevas generaciones de mexicanos podamos crear y usar las herramientas políticas para construir un país de veras democrático y libre —un objetivo aún no alcanzado, es verdad. Si las fotografías de Pedro Meyer fueron durante muchos años relativamente desconocidas se debe a que en ese tiempo la represión y las detenciones estaban a la orden del día —¡y pensar que no vivíamos en una dictadura militar como las sudamericanas!— y numerosas fotos de él y otros autores se publicaban de manera anónima, y posteriormente, con el proverbial desdén por los derechos de autor en este país, esas fotos siguieron publicándose sin los respectivos créditos. Por fortuna, ahora vienen oportunamente a rescatar esa memoria y a fortalecer la civilidad, el respeto y la inteligencia que hacen falta en estos tiempos aciagos.

II. Avándaro: de la represión a la depresión

—Oye, ¿y la tira cómo se portó con ustedes?
—No, pus bien, no nos metimos con ellos ni ellos con nosotros, tranquila la cosa.
Francisco, asistente al festival.

Después de la bárbara represión ordenada el 2 de octubre de 1968 por el presidente Gustavo Díaz Ordaz contra un movimiento pacífico que exigía democracia y libertades civiles, y que arrojó muertos, heridos y presos, tres años más tarde el presidente Luis Echeverría ordenaría la represión de una marcha de estudiantes que pugnaba por la democratización de la enseñanza pública, además de la libertad de los presos políticos. Ese día —10 de junio de 1971— los estudiantes salieron de nuevo a las calles y recordaron también la matanza de Tlatelolco. A los pocos minutos la manifestación fue atacada por jóvenes paramilitares armados —Los Halcones— y por tanques antimotines, policías y francotiradores. Otra vez muertos, esta vez quizá más de treinta; heridos, acaso seiscientos, y varias decenas de presos. El gobierno seguía en guerra contra la juventud. En consecuencia, una reducida parte de ella se radicalizó y formó grupos guerrilleros marxistas en varias regiones del país, dando comienzo a la llamada “Guerra sucia”.

Otra vez muertos, esta vez quizá más de treinta; heridos, acaso seiscientos, y varias decenas de presos. El gobierno seguía en guerra contra la juventud. En consecuencia, una reducida parte de ella se radicalizó y formó grupos guerrilleros marxistas en varias regiones del país, dando comienzo a la llamada “Guerra sucia”.

Pero la mayoría de los jóvenes mexicanos de la naciente década de los setenta quería ser revolucionaria de otra manera: candorosa, sin programa ideológico o político, pero rebelde al fin. Deseaban que los dejaran en paz y que no los trataran como delincuentes sólo por traer el pelo largo y experimentar con drogas alucinógenas para expandir la conciencia ni por practicar el amor libre y escuchar rock anglosajón y, sorpresa, verdadero rock mexicano —no sucedáneos domesticados como los de Enrique Guzmán y Angélica María.

La idea de hacer un festival al estilo del que se había celebrado en Woodstock (1969) surgió como complemento a una carrera de autos patrocinada por la compañía Coca Cola (y probablemente con la anuencia de funcionarios que deseaban relajar un poco el ambiente político): ¿por qué no hacer la noche anterior a la carrera un gran concierto de rock con los mejores grupos mexicanos? Los Dug Dugs, El Epílogo, La División del Norte, Tequila, Peace and Love, El Ritual, Mayita Campos y Los Yaki, Bandido, Tinta Blanca, La Fachada de Piedra, El Amor, Three Souls in My Mind. Con la invitación al músico y productor Armando Molina quedó completado el proyecto: Festival de Rock y Ruedas en la campiña de Avándaro, a dos horas de la Ciudad de México, el 11 y 12 de septiembre de 1971, apenas tres meses después de la represión del 10 de junio. 25 pesos el boleto.

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Pedro Meyer, como tantas otras veces en su vida, pensó que debía estar presente en ese gran acontecimiento. Ya el fotógrafo había intuido esa necesidad juvenil a flor de piel de transformar la realidad. No con las armas, desde luego. Quizá con la “expansión de la conciencia”.

La organización del concierto fue desastrosa —como lo afirmaron muchos de los asistentes— y al principio la presencia del Ejército mexicano inquietaba a la muchedumbre, pero los soldados permanecieron ateridos toda la noche y muchos de ellos se identificaron con los post-adolescentes que fumaban mariguana y danzaban desinhibidos al compás del rock. El pésimo equipo de sonido se colapsó poco antes del alba, y los grupos apenas cobraron unos pesos. Encima, una lluvia torrencial se abatió sobre el campo. Todo parecía confabularse contra el rock y los jóvenes. Sin embargo, el calor, los coros y el desmadre de casi doscientos mil muchachos de todas las clases sociales —si bien predominaban los de clase media baja y entre los quince y los veinte años— fue algo inédito en la incipiente modernidad mexicana. Cuando la banda Peace and Love tocaba “I like mariguana” y mentaba madres al sistema se suspendió la transmisión en vivo de Radio Juventud. El dueño de la estación fue encarcelado y multado por el gobierno por esa razón. La libertad que tanto anhelaban los jóvenes se resistía a llegar. La cámara de Meyer fue una de las pocas que recogieron la ansiedad de miles y miles de chavos por experimentar la libertad —así fuera por una sola noche. Las fotografías de esa inédita jornada de alta intensidad son uno de los pocos testimonios del sentimiento de toda una generación de mexicanos, pues hubo pocos fotógrafos independientes, y los escasos testimonios fotoperiodísticos acabaron en los cestos de basura de las redacciones. ¿A quién le importaban los jóvenes y el rock? Peor aún: ¿a quién le importaba entonces la memoria gráfica de la historia mexicana?

—Un desmadre, un desmadre.
—¿Por qué, maestro?
—La música bien, pero el ambiente… Mira, no estamos capacitados para eso.
Gerardo, asistente al festival.

La primera generación de gringos nacidos en México

Grupos reaccionarios del gobierno y de la prensa —las revistas Avance, Impacto— clamaban por un castigo ejemplar a los organizadores, ya que en el festival se había ofendido —mentían— a la bandera mexicana al estampar en ella el logo de amor y paz que distinguía al movimiento hippie y porque eso había sido —difamaban— una bacanal de ruido infernal, drogas, sexo y hasta muerte. Ese fue el comienzo de una larga noche que duró casi quince años, una absurda época de prohibiciones, represión y estigmas a todo lo que oliera a rock en vivo, sobre todo nacional.

Pero no solamente la derecha en el poder reaccionaba contra el rock y la contracultura. El prominente escritor Carlos Monsiváis también había abominado de la exaltada juventud de greñas largas y colgajos hippies que colmó Avándaro. En una carta desde Londres dirigida al dibujante Abel Quezada el escritor se quejaba de la reciente y violenta represión de los estudiantes a manos de los Halcones el 10 de junio:

Y me volví a aterrar —quizás en forma más implacable— con las fotos del pseudo “Woodstock”. 150 mil gentes, las mismas que no protestaron por el 10 de junio, enloquecidas porque se sentían gringos. El horror […] Creo que la “Nación de Avándaro” es el mayor triunfo de los mass media norteamericanos […] Es uno de los grandes momentos del colonialismo mental en el Tercer Mundo

—concluía el intelectual mexicano por antonomasia sin darse cuenta de que miles de esos jóvenes eran niños en el 68 y apenas salían de la adolescencia en 1971. Sólo querían un poco de rock, sexo y psicodelia, cuando esa tríada era más subversiva que los tres tomos de El Capital… Aunque poco después Monsiváis habría de retractarse públicamente el daño era ya irreparable —algo que también José Agustín le recrimina en La contracultura en México (Grijalbo, 1997)—: el rock ya había sido proscrito desde el poder, como unos años antes lo habían sido las aspiraciones democráticas de millones de ciudadanos.

La fotografía de un Valle de Avándaro desolado, lleno de basura y un bosque de ensueño al fondo queda como una triste alegoría de lo que sería el país las décadas siguientes. Pero también las imágenes captadas por Pedro Meyer —inéditas hasta ahora en su mayoría— la tormentosa noche del 11 de septiembre y la soleada mañana siguiente dan fe de las inmensas ganas de una parte considerable de la juventud mexicana de identificarse con la de otras regiones del mundo occidental. La otra globalización. El espíritu de la rebeldía y de la libertad recorría toda Europa y las Américas del Norte y del Sur, el rock se escuchaba y se adaptaba a todas las lenguas del mundo —incluso de manera clandestina en la falsamente revolucionaria isla de un Castro cada vez más viejo— y los cambios se hacían sentir gradualmente. Quizá hoy el planeta no sea mejor que entonces, pero sí más diverso y tolerante. ®

Notas

* Una comisión de la Cámara de Diputados, en la que estuvieron los ex dirigentes estudiantiles Pablo Gómez y Raúl Álvarez, ambos legisladores, investigó por meses y encontró 38 nombres, que son los que están en la estela que levantaron sobre la Plaza de las Tres Culturas. La recientemente fallecida Oriana Fallacci, que fue herida en una pierna en el 3 piso del edificio Chihuahua y tirada al suelo, afirmaba falsamente que hubo “miles de muertos”.

** Para una cronología del movimiento de 1968 puede consultarse esta página. Agradezco a Luis González de Alba por compartir sus memorias de aquellos años.

Estos textos se publicaron originalmente en Pedro Meyer, Herejías, México: Fundación Pedro Meyer y Lunwerg Editores, 2008. El libro puede bajarse aquí.

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Publicado en: Apuntes sobre fotografía, Mayo 2013

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