Secretos del corazón

“La almohada está húmeda. Creo que ha llorado”

Toda la vida he deseado perversamente que alguien, mi padre, mi madre, mis novios, mis amigos, mi hermano, se acerque un día sigilosamente hasta mi lecho de dolor—por llamarlo de manera dramática, tan conveniente a una amiga de Susy, secretos del corazón como yo—y toque mi almohada, mientras duermo, con la intención de buscar los rastros de mis lágrimas.

Una vez, cuando era niña, leí uno de esos cómics con melodramas femeninos: Susy, secretos del corazón. Supongo que debo haber leído varias, ahora que lo pienso, pero tiendo a organizar mis memorias en escenas únicas e irrepetibles. Tampoco sé qué tanto me haya afectado el contacto precoz con semejante bazofia, considerando mis retorcidos caminos amorosos posteriores: lo que no puedo negar es que espiar en aquellas revistitas me hacía latir el corazón con el sabor de lo prohibido. También leía Satanik sin permiso, pero esa es otra historia.

En esas transgresoras incursiones —a escondidas de mis padres— gracias a las que me alimentaba con productos culturales de alto valor, hubo una de las viñetas de Susy, secretos del corazón que me quedó grabada a fuego. Quedé embelesada, con cierto temor reverencial, como envuelta por un descubrimiento, o mejor dicho, por una aspiración secreta que desde entonces cultivo. La escena se planteaba así: una pareja entraba a cierta habitación oscura en la que, en la cama, dormía una joven rubia. No recuerdo qué cosa terrible le habría sucedido —probablemente había sido plantada por algún novio, ya fuera debido al cruel desinterés masculino, inesperado matrimonio con otra o desgraciada muerte prematura: en esa revista siempre se trataba de esas cosas—; lo cierto es que, sabían ellos, la joven rubia estaba pasando por un momento difícil. Se acercaban a ella sigilosamente, y entonces la mujer le decía a su compañero aquellas palabras mágicas que desde entonces sobreviven, indelebles, en mi psiquis:

“La almohada está húmeda. Creo que ha llorado.”

“La almohada está húmeda. Creo que ha llorado. Será prudente, entonces, despejar el área ante la posibilidad de contagio. Burt, tú llama al 911 mientras yo voy aplicando Lysol…”

Toda la vida he deseado perversamente que alguien, mi padre, mi madre, mis novios, mis amigos, mi hermano, se acerque un día sigilosamente hasta mi lecho de dolor —por llamarlo de manera dramática, tan conveniente a una amiga de Susy, secretos del corazón como yo— y toque mi almohada, mientras duermo, con la intención de buscar los rastros de mis lágrimas. Que observe las señales, que suponga, que me siga los pasos para desenmarañar mis tristezas. Pero como eso nunca ha ocurrido no tengo más remedio que llorar bien visiblemente cuando lo hago. A mares, fúrica —y ahí se pierde la última posibilidad de la encantadora sutileza y preocupación ajena—, o inundar mis almohadas durante los insomnios solitarios sin la menor intervención del mundo externo. Pero no tiene mayor gracia sembrar pistas si nadie se va a ocupar en descifrarlas. En cambio, aquella afortunada joven rubia que se había quedado dormida mientras lloraba…

¿Tendrían acaso llave de la casa de esa muchacha para poder entrar así, sin anunciarse, mientras ella dormía? ¿Habría tomado tantos ansiolíticos para soportar su dolor que ni siquiera los escuchó llegar? ¿O se haría la dormida únicamente para poder escuchar la frase bálsamo del amor ajeno, si acaso se presentaba?

¿Y, por cierto, quién anda por el mundo tocando almohadas?

¿Y por qué le sorprendía tanto a la detectivesca pareja que esa u otra persona hubiera llorado, como si se tratara de una enfermedad eruptiva: “La almohada está húmeda. Creo que ha llorado. Será prudente, entonces, despejar el área ante la posibilidad de contagio. Burt, tú llama al 911 mientras yo voy aplicando Lysol…”? ¿Es que no llora la gente en el mundo normal? ¿Lo asimilarán a tener fiebre, una excepción? ¿O quizás se interprete como un súbito estado comatoso por el que los otros deben ocuparse de uno y traerle la sopita?

Todo esto debe ser parte de los secretos del corazón que no entendí del todo por mi corta edad o por mi incompetencia en la materia. Busqué la frase maravillosa en internet, la de aquella reveladora almohada húmeda, pero —si bien di con mil situaciones problemáticas que la gente documentaba como traumas autobiográficos— no encontré rastros de aquella “escena primaria” a la que una vez me arrojaron los secretos de Susy. Escena de la que todavía —solo algunas veces, y sin formularlo necesariamente así, en diálogo de comic— me descubro anhelando formar parte, así fuera como una deportada, como descendiente de algún infeliz expulsado del Paraíso Perdido. Esta suerte de nostalgia arquetípica que, como modelo inconsciente, se añora desde un oscuro lugar con telarañas.

Sí, no encontré rastros de aquella revistita, es cierto. Pero si me concentro hasta puedo llegar a ver el estático dibujo característico, el globito con el texto… ®

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Publicado en: El otro monte, Julio 2012

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