MARX, MARXISMO Y SUCEDÁNEOS

Una cruzada criminal contra el humor

Una mirada al Marx encolerizado y descarnado que conocieron sus enemigos ideológicos y quienes no concordaban con sus ideas. Un repaso a las atrocidades cometidas por los distintos regímenes comunistas en todo el mundo en nombre del filósofo alemán.

Los libros de historia invitan al cinismo,
Tanto como los de biología y demás…
—Cioran

Uno no puede imaginar a Marx masturbarse. El monumental pensador exhala demasiada gravedad para actividad semejante, por no decir que, por sí misma, representa un vicio propio de la burguesía. Mucho menos se puede sugerir inocuamente tal imagen, u otra un poco más osada, para erigir una estatua en alguno de los Comités de Defensa de la Revolución, activísimos en nostálgicos círculos intelectuales, de iluminados o universitarios, sin arriesgarse a verse vituperado. Habría que decir algo más grave o disentir mínimamente para ganarse el terrible epíteto de “fascista”, máximo galardón de desprecio que la ocurrente izquierda ha acuñado durante décadas a guisa de argumentación más perspicaz para regalar a toda aquella persona que piensa diferente.

Digámoslo de frente: Marx no sólo ha producido una escuela política o una dialéctica para entender la economía y la historia; también ha fundado una filosofía que asemeja a una religión y que, en las últimas décadas, ha demostrado que su eructo ritual es la pobreza intelectual. Instalado en un orgullo filosófico repugnante y totalitario, se ha idealizado el marxismo hasta el indecible crimen en nombre de un ideal rimbombante y pueril. Echar un vistazo a los estragos causados por esta teoría y sus interpretaciones se antoja, no ya necesario intelectualmente, sino como mero ejercicio contra la estupidez.

A menudo escuchamos, en tono apesadumbrado o lacrimógeno, que “el comunismo real”, sea lo que esto sea, no tenía nada que ver con el ideal marxista, con el comunismo ideal. O el no menos ocurrente y arrebatado lugar común: “Los grandes pensadores comenten grandes errores”. Afligidas voces repiten que Marx no inventó el Gulag y, sin embargo… La ideología no es inocente y, como dice el escritor italiano Ignazio Silone, “Las revoluciones, como los árboles, se conocen por sus frutos”.

Ese bondadoso y paternal erudito

Hans Magnus Enzensberger ha recopilado en su obra Conversaciones con Marx y Engels (Anagrama) un documento que ha reunido escritos de la más variada factura: cartas, reportajes, polémicas, informes policiales, con la única pauta, aplicada a cada uno de estos testimonios, de que los autores hubieran conocido personalmente a Marx o a Engels. Este inaudito compendio recopila algunas anécdotas sobre el carácter, la personalidad y la psicología del barbudo alemán y su compinche.

En este sumario encontramos transcrito, a manera de ejemplo, el encuentro que tuvo en un congreso de asociaciones democráticas Karl Schurz, a quien Marx dedicó una injuria inusitada y asombrosa, más por lo barroco que por lo preciso (“pedo que va rebotando bajo una lluvia de balas”), donde el político demócrata describe, hacia 1848, su acercamiento con el sesudo autor de La crítica de la filosofía del derecho de Hegel y El Capital. Schurz describe al Marx treintón como un hombre corpulento, fuerte, de frente ancha, de cabello y barba intensamente negros como su fulgurante mirada. “Poseía fama de gran erudito en su especialidad, y dado que yo sabía muy poco de sus descubrimientos y teorías socioeconómicas, estaba deseoso de reunir palabras sabias de los labios de ese hombre famoso”. A pesar de lo claro, lógico, rico y, suponemos, pedagógico del discurso de Marx, Schurz se sintió defraudado: “Jamás he visto a una persona de una presunción tan insoportable e hiriente. A ninguna opinión que divergiera algo de la suya le concedía el honor de una consideración mínimamente respetuosa. A cualquiera que le contradecía lo trataba con un desprecio apenas encubierto. Cualquier argumento que le desagradaba lo contestaba con una cáustica burla sobre la deplorable ignorancia, o bien sospechando de los motivos de aquel que se había atrevido a manifestarse”.

Además, el autor de esta carta recuerda el tono “cáusticamente despectivo” con el cual pronunciaba la palabra “burgués”, epíteto que aplicaba a todo aquel que se atrevía a contradecirlo y que no significaba otra cosa, en boca de aquel maestro del pueblo, que “ejemplo manifiesto de una profunda corrupción intelectual y moral”.

A su vez, el prusiano y compañero comunista en Londres de Marx y Engels, August Willich, recuerda que en la Asociación Obrera existía “un odio alimentado contra ellos; jamás por cuestión de principios, sino debido a la forma en la cual se expresaban y ante todo por el trato despectivo para con todas las demás personalidades”. El mismo Willich confiesa, en una carta escrita en 1850, que a pesar de doblegarse y de defender a capa y espada al intransigente dúo Engels-Marx, se ganó su desprecio hasta que se inició una guerra secreta contra él encabezada por los dos camaradas. Las falsedades difamatorias lanzadas contra Willich eran tan patentes “que todos los miembros las reconocieron como tales. Cuando la indignación los llevó a enfrentarse totalmente a Marx, propuse que el asunto fuera tratado en el Comité Central”, donde Marx negó todo. Éstos son algunos de los insultos que Marx y Engels dirigieron hacia la persona de August Willich: “Asno inculto y cuatro veces cornudo”, “Incomprendido salvador de la humanidad”, “Cajero de la revolución”, “Burro fantástico”.

Poco antes de su muerte, el anarquista ruso Mijail Bakunin, quien recibió no pocas injurias de Marx (conocemos la facilidad de este último para el insulto, prolífica como toda su persona: “Mahoma sin Corán”, “Malvado eslavo”, “Huevo de cuco moscovita”, “Perfecto imbécil”) escribió algunas notas interesantes sobre el círculo de amistades del hombre que inspiró el doblemente colosal tratado Marx más allá de Marx. Cioran recuerda que los amigos se precian de ser auténticos, pero los enemigos lo son. La enemistad entre Bakunin y Marx es conocida y resulta sugestivo ver a Marx a través de los ojos de su odiado antagonista. “Todo el círculo de Marx es una especie de contrato mutuo entre las vanidades de quienes lo forman”, escribe ecuánimemente el ruso, “y en ese círculo Marx es el distribuidor oficial de los honores, pero también el pérfido y alevoso, nunca abierto, instigador a la persecución de las personas de las que desconfía o que han tenido la desgracia de no rendirle los honores en toda la medida esperada de ellos”. Y más adelante continúa: “Basta con que él designe a una persona para que sea víctima de persecución y al punto se abata sobre ella una oleada de injurias, sucias invectivas y ridículas e infames calumnias en todos los periódicos socialistas, republicanos y monárquicos”.

Marx aseguraba que su color favorito era el rojo y gustaba recordar el proverbio latino “Humano soy, nada me es ajeno”. Tal muestra de genialidad, desprovista de todo lugar común, asombra, debe asombrar. Algunos panegiristas de Marx, dicharacheros y bonachones como son, le atribuyen a éste la frase “no soy marxista” ¡Vaya muestra de sentido común!

Marxismo de raza

Hacia mediados del siglo XIX Karl Marx dirigía la revista Neue Rheinische Zeitung. En esta publicación aparecerá un sonado artículo “cuya lectura recomendaba Stalin en sus Fundamentos del leninismo”, afirma el filósofo francés Jean-Françoise Revel en el libro La gran mascarada, y continúa: “Engels aconseja en él que, además de los húngaros, se hiciera desaparecer a los serbios y otros pueblos eslavos, a los vascos, bretones y escoceses”. En “Revolución y contrarrevolución en Alemania”, publicado en 1852 en la misma revista, el mismo Marx se pregunta cómo desembarazarse de “esos pueblos moribundos, los bohemios, carintios, dálmatas, etcétera”. El mismo Revel cita a George Watson, académico y especialista en literatura soviética, quien recuerda que Engels pedía en 1849 el exterminio de los húngaros que se habían levantado contra Austria y aseguraba que “el genocidio es una teoría propia del socialismo”.

El polémico Livre noir du communisme, colaboración de varios autores, contiene ochocientas cuarenta páginas dedicadas al terror, el crimen y la represión cometidos por Estados cuyos líderes reivindicaron el comunismo como forma de gobierno. El escrito, abundante en detalles macabros, ofrece algunos que resultan reveladores. Ahí podemos encontrar uno de los informes del comandante y encargado de la administración de Auschwitz, Rudolf Hess, donde se lee: “La dirección de Seguridad hizo llegar a los comandantes de los campos una documentación detallada en relación con el tema de los campos de concentración rusos. […] Se subrayaban en ellos de manera particular en que los rusos aniquilaban poblaciones enteras empleándolas en trabajos forzados”. El autor del texto introductorio del Livre noir du communisme, Stéphane Courtoise, asegura que “los métodos puestos en funcionamiento por Lenin y sistematizados por Stalin y sus émulos no solamente recuerdan los métodos nazis sino que muy a menudo los precedieron”.

Tan sólo hay que recordar que Hitler llegó casi a plagiar literalmente pasajes en los que Marx, exaltado, vomita furibundas invectivas contra los judíos en La cuestión judía y hace que parezca “imposible hacer un llamado al asesinato más irresistible”, en palabras de Revel, quien, además, cita al pie de la letra a Hitler en el libro Hitler me dijo de Rauschning: “No voy a ocultar que he aprendido mucho del marxismo… lo que me ha interesado e instruido de los marxistas son sus métodos”.

“El odio de clase debe ser cultivado por la repulsión orgánica respecto del enemigo, en tanto que ser inferior, un degenerado en el plano físico y también en el moral”. ¿Pertenecen estas líneas a algún párrafo de Mein Kampf?, se pregunta desconcertado Rogelio Villarreal en El dilema de Bukowski, ¡No!, pertenecen al “tierno autor de La Madre, Máximo Gorki”.

Si se elimina del marxismo la palabra “clase” y en su lugar se sitúa “raza” las diferencias con el nazismo serían nulas. Como mera curiosidad leamos atentamente las instrucciones que dirigía uno de los primeros dirigentes de la policía soviética a sus esbirros, extraída del Livre noir: “No hacemos la guerra contra las personas en particular. Exterminemos a la burguesía como clase. No busquen, durante la investigación, documentos o pruebas sobre lo que el acusado ha cometido, mediante acciones o palabras, contra la autoridad soviética. La primera pregunta que deben formularle es la de a qué clase pertenece, cuáles son su origen, su educación, su instrucción, su profesión”.

Pequeños episodios del realismo socialista

Stalin hizo demoler centenares de iglesias en Moscú. Caeucescu destruyó el corazón histórico de Bucarest para edificar en su lugar monumentos megalómanos, como la Casa poporului o “Casa del pueblo”, verdadera apología a la burocracia y la supresión del individuo. En Camboya, Pol Pot, además de matar de manera atroz en tres años y medio a la cuarta parte de la población del país, ordenó desmontar piedra por piedra la catedral de Phnom Penh, lugar que, en la actualidad, alberga una emisora de televisión. Por si fuera poco, abandonó al arbitrio de la selva los templos jemeres de Angkor. Durante la revolución cultural maoísta los guardias rojos destrozaron o quemaron tesoros inestimables.

La censura demoledora ejercida en el socialismo, y que le es necesaria para sobrevivir, requiere suprimir todo lo que se oponga o sea ajeno al pensamiento oficial no sólo en política o economía, también en filosofía, arte, ciencia. El arte nazi erradica “el arte degenerado” y, a su vez, el “realismo socialista” pretende desterrar al arte “burgués”.

En La literatura en la construcción de la ciudad democrática de Manuel Vázquez Montalbán se nos ofrece, en cinco pasos, la receta para concebir la obra marxista ideal: ha de llevar al lector proletario a reconocer su papel en la lucha de clases. Ha de mostrar directa o indirectamente los efectos de la lucha de clases. El autor debe hacer sentir al lector que participa en las vidas que describe. El punto de vista del autor debe ser el de la vanguardia del proletariado. El propio autor debe tender a ser él mismo un proletario.

Así las cosas, no sorprende que Marx haya dicho del Quijote que representaba una “epopeya de la caballería en trance de desaparición, cuyas virtudes se convertían en actos ridículos y locuras en el recién iniciado mundo de la burguesía”; inevitable la sonrisa indulgente ante la grosería. Tampoco debe sorprender cuando dice: “Soy una máquina de devorar libros y luego arrojarlos, modificados, al estercolero de la historia”. Hasta en ese punto se muestra dinámico, locuaz, didáctico y altruista. Imposible exagerar el gusto por lo malsano. Marx: el delirio por la dilapidación de papel.

La literatura, según el marxismo, enseña cómo se ha de comportar uno, le cambia la vida y tiene un tono didáctico, accesible, incluso amable. Basta con echar un vistazo al ¿Qué hacer? de Nikolái Chernichevski, insuperable bodrio que el competente juez Karl Marx consideraba “rica en creaciones originales, fuerza y profundidad” y que el camarada Lenin, tenaz como era, leyó cinco veces en un solo verano; acto digno de consideración si se toma en cuenta lo que el sentido común advierte: que leerlo una vez en cinco veranos implicaría martirios de dimensiones épicas.

¿De verdad Gorki pensaba que era posible hacer literatura con vocablos tales como “comité”, “arma”, “proletariado”, “sección”, “censo”, “masa”, “acta”? En fin, cada quien expresa el vacío mental a su manera.

Cuando en 1928 Gorki hizo una visita a las islas Solovky, el campo de concentración experimental, con el vil propósito de desmentir una publicación inglesa que denunciaba la existencia de esa prisión soviética, “salió de los barracones desecho en lágrimas”, escribe Martin Amis en su libro Koba el temible; un chico de catorce años le habló a Gorki, entre otras cosas, del “castigo de los mosquitos; estos insectos, semejantes a pirañas aerotransportadas, podían dejar a un hombre en los huesos en cuestión de horas. También se ataba a los presos a unos maderos y se les arrojaba por los escalones de piedra de la fortaleza”. El chico fue fusilado a la partida de Gorki quien, a su vez, en el Libro de Visitas, “elogió a los incansables centinelas de la revolución, capaces de ser al mismo tiempo notables y audaces creadores de la cultura”.

Solyenitsin trata a Máximo lo peor que puede y recuerda repetidas ocasiones en las que éste se envileció como la relatada anteriormente. No se sabe si Gorki será recordado por su pusilanimidad, su mala literatura o por aquel avión, el más grande del mundo, que llevó su nombre y que acabó estrellándose.

La maravillosa Georgia es un libro escrito por Henri Barbusse, escritor francés galardonado con el prestigioso premio Goncourt. Resulta inquietante que Barbusse haya escogido justamente esa región para escribir su oda a Stalin. El Livre noir du communisme documenta que fue en esa región donde Stalin y su acólito Ordzhonikidze se entregaron a “una verdadera carnicería” notable por su “maquiavelismo y sadismo” hacia 1921, siete años antes de la publicación del intelectual francés. “Los escritores y Stalin decían lo mismo…”, troqueló Vasili Grossman.

La tragedia soviética

Hablar de cifras de muertos, de crímenes, de atrocidades y de torturas siempre resulta incómodo: baste mencionar los 45 mil muertos en el sanguinariamente majestuoso episodio de Katyn, donde Stalin ordenó, o autorizó, poco importa, liquidar a todos los oficiales polacos hechos prisioneros en 1939. Es suficiente con hojear el compendio de crueldades que ofrece el Livre noir du communisme para hacerse una idea del gran crimen que llevaron a cabo los regímenes comunistas, instalados en todo momento en una política de hegemonía ideológica.

El panfleto que lleva por nombre Manifiesto comunista asegura que “los trabajadores están condenados a vivir en el capitalismo tan sólo para multiplicar el capital recibiendo a cambio miserables sueldos que apenas alcanzan para sobrevivir él y su familia y para reponer su fuerza de trabajo”. Y bien, el recientemente fallecido escritor ruso Alexandr Solyenitsin, autor de la aterradora obra Archipiélago Gulag, ofrece la descripción del estalinista trozo de pan de 218 gramos: “pegajoso como la arcilla, un taco apenas mayor que una caja de fósforos”. En Vida y destino, de Grossman, puede leerse frases como “comían boñigas de caballo, entre otras cosas, porque solían contener granos de trigo enteros”, y “Oleska Voitrijovski salvó su vida y la de su familia comiendo carne de caballos que habían muerto de muermo y otras enfermedades en la cooperativa”. Después de 1918 sólo los países comunistas conocieron hambrunas que llevaron a la muerte a centenares de miles, incluso de millones de hombres. A principios de los años treinta quien no era miembro del Partido pasaba hambre en la URSS y los campesinos morían de hambre por millones. Martin Amis, en Koba el temible, asegura que “el canibalismo era una práctica extendida y en general se castigaba. Todavía a finales de los años treinta, señala el autor, podía encontrarse un puñado de antropófagos ucranianos cumpliendo su cadena perpetua en los campos de trabajo.

Gorki había dedicado unas líneas para destacar lo paradisíaco que eran los campos de trabajo en la utopía soviética. Otros autores pueden ayudar a complementar esta, sin duda, ajustada visión a los cánones que marca el realismo socialista. Tanto Amis como Solyenitsin ofrecen retazos, bocetos de la vida que conocían los felicísimos disidentes en el Gulag. Gracias a estos pintorescos frescos sabemos que “un trozo de neumático viejo, atado con alambre o cordón eléctrico” era lo que los prisioneros conocían como calzado. Ese calzado no siempre se ajustaba a las necesidades de los forzados. No obstante, la revolución es generosa: “Los presos no tenían que trabajar en el exterior cuando la temperatura bajaba de -45 grados centígrados; o en todo caso de -50. A 45 bajo cero se volvía difícil respirar”. Los reticentes a convertirse en un superhombre, hecho y derecho, del realismo socialista, como aquel célebre grupo de presos de Kolymá, se vio en la necesidad de agregar a su generosa dieta de caldo de alforfón caballo muerto, a pesar del hedor, las moscas y los gusanos que lo cubrían.

El realismo socialista no ha olvidado la función importantísima de los hospitales. Y debían ser en verdad utópicas aquellas casas de salud al grado de que “un hombre se cortó medio pie para que lo ingresaran en el hospital. Y algunos presos cultivaban las infecciones echando saliva, pus o queroseno en las heridas”. Como sabemos, el “hombre nuevo” soviético debe ser idéntico a los demás hombres soviéticos, por eso “las llagas escorbúticas extra grandes despertaban mucha envidia” y todos los presos agradecían que sus quebradizos miembros se rompieran.

Vaya que la literatura del realismo socialista resulta brutal.

La desaparición de la ingenuidad

Robert Musil consideraba que los filósofos son unos déspotas y que los grandes sistemas de pensamiento siempre han sido contemporáneos de regímenes tiránicos. Si se ha de creer en esto, resulta difícil salvar a Marx y muchos otros. Cioran lo dijo de otra forma: “El orgullo filosófico es el más estúpido de todos”. Si se instaurase la tolerancia entre los hombres sin duda “los filósofos serán los únicos que no querrán beneficiarse de ella. Es que una visión del mundo no puede concordar con otra visión, ni admitirla y menos aún justificarla”.

Construir un sistema es como la religión pero en más necio, atiza el rumano. ¿Cuánta abnegación se necesita para luchar a favor de un sistema ideológico? Es evidente que el marxismo y sucedáneos, llámese como se quiera, ostentan un pasado de una atrocidad extravagante, árida y feroz, pero ¿no es claro que el presente y el futuro no parecen decir lo contrario?

Marx visto por Blumpi.

Es sorprendente que algunos se hayan esforzado por concebir un modelo de sociedad, una utópica. ¿De dónde puede provenir tanta ingenuidad o tanta locura?

Y si no se puede imaginar a Marx masturbarse no se debe sólo al hecho de que el onanismo sea una actividad propia de la burguesía sino porque, al final de cuentas, como decía Bukowski, en términos económicos es más productivo tener un coño que un pito. ®

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Publicado en: Abril 2010, Apuntes y crónicas

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